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miércoles, 16 de abril de 2008

“Un masón que cambió la historia”: Albert Schweitzer. El mensaje de Cristo en África

“Masones que cambiaron la historia” de Gustavo Vidal Manzanares (Ed. EDAF) capítulo XV (Albert Schweitzer. El mensaje de Cristo en África).
Cuando un periodista del Herald Tribune preguntó a Einstein si se consideraba el hombre más grande del siglo XX, el genial físico contestó: “De eso nada, ni de lejos. El hombre más grande del siglo XX es un título que sólo puede ostentar Albert Schweitzer ninguno podemos compararnos al talento, a la bondad, al ejemplo de Albert Schweitzer”. Galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1952, médico, teólogo, filósofo, pastor protestante, misionero, masón y, posiblemente, el mejor intérprete conocido de J.S. Bach, la historia nunca podrá reflejar completamente la grandeza de este hombre excepcional. Albert Schweitzer nació en 1875 en el seno de una familia creyente afincada en la pequeña localidad alsaciana de Kaysersberg. Una mañana acudió a la iglesia que pastoreaba su padre y quedó deslumbrado por el órgano que había sido donado al templo. Los tubos dorados y relucientes, la madera lustrosa y las teclas de nácar, hipnotizaron al pequeño. Enseguida comenzaron las clases de música. Albert recorría a diario una ladera cuajada de tilos, cerezos y añosos castaños con la tétrica montaña de la Horca al fondo, para recibir las enseñanzas musicales de la profesora Nadja. Una tarde, la señorita Nadja invitó al célebre maestro Münch. Cuando el alumno finalizó su interpretación, el profesor susurró: “Es lo más grande que he oído nunca, es el inicio de algo supremo”. Por aquellos tiempos, una anécdota iba a moldear la conciencia limpia de Schweitzer. En la ciudad de Colmar, se detuvo frente al monumento al almirante Bruat. Pero la mirada del pequeño fue más lejos. Junto al militar, la silueta en bronce de un negro arrodillado, sumiso, triste. Años después, Schweitzer confesará: “Aquella mañana en Colmar, frente al monumento a Bruat, cambió mi vida. Al contemplar la escultura del africano, empecé a reflexionar sobre el desamparo a la raza negra, la explotación de un hombre por otro, la injusticia que se enseñorea del planeta…” Los siguientes años transcurrieron entre interminables sesiones de música y estudio. Superado el bachillerato, el joven dirigió sus pasos hacia el seminario de teología protestante del Collegium Wilhelmitanum frente a la iglesia de Santo Tomás en Estrasburgo. Tras años de esfuerzo, cursó teología, música y filosofía. Mientras prepara su tesis doctoral “Filosofía kantiana de la religión”, cruzará el patio de butacas de los principales auditorios. “Albert Schweitzer. Intérprete de J.S.Bach” cosechará los primeros aplausos.
Pero este cristiano verdadero no dará importancia al éxito y las ovaciones, jamás presumirá de sus laureles y, muy discretamente, preparará sus oposiciones a la cátedra de teología de la Universidad de Estrasburgo. Su universalismo, en la más cristalina agua masónica, le lleva a rechazar los nacionalismos excluyentes. “El amor a la patria no debe basarse en la exclusión ni el desprecio a los diferentes” concluye en su obra “Nosotros, los epígonos”. El éxito de ventas tampoco ensoberbece a Schweitzer. Al contrario, encerrado en su viejo caserón de Alsacia, se formula, noche tras noche, la misma pregunta: ¿Tiene sentido ser un artista famoso, un catedrático, un auténtico intelectual, mientras en el mundo campa la injusticia? ¿Qué hago yo para combatir la ignorancia, la codicia, el fanatismo? Los principales auditorios del planeta se propinan codazos por contratarlo, sus libros sobre teología y filosofía se exhiben en los escaparates de todas las librerías, su cátedra brilla en el concierto universitario… pero Albert Schweitzer no se deja arrastrar por la vanidad. Al contrario. Cada noche, le atormenta la misma duda… ¿qué hacer? El 14 de enero de 1905, un sudoroso cartero carga dos sacas. Los matasellos, desde todos los rincones de la tierra, desbordan las talegas. Todos con el mismo destinatario: “Albert Schweitzer, felicidades en su treinta cumpleaños”. Este reconocimiento no parece impresionarle. Reunido con sus familiares, les comunica su decisión: -Me voy a vivir a África -Pero, Albert, ¿te has vuelto loco? ¡Un hombre tan famoso!, ya hay muchos pastores en África, no vas a predicar mejor que ellos… -Bueno, voy a predicar a Cristo, sí, pero no voy directamente a eso. Quiero decir, no voy a África para soltar sermones como aquí. Voy a predicar, pero con el ejemplo y, para ello, primero cuidaré sus cuerpos. -Pero, Albert, si tú no sabes ni desinfectar una herida -Nadie nace sabiendo, por ello en los próximos días voy a matricularme en la Facultad de Medicina. Pocos días más tarde, los alumnos de la Facultad de Medicina contemplan una escena inusual. En el primer banco, tres muchachos de menos de veinte años. Junto a ellos, un hombre de mostachos, aire grave y catedrático de teología en esa misma universidad. Un alumno de primer curso, licenciado en teología, filosofía y música. Un estudiante con docenas de miles de libros vendidos, aclamado en auditorios, ovacionado… pero él no da importancia a eso.
Es un verdadero cristiano y quiere ser médico para curar a negros africanos de los que nadie se acuerda. En 1911 Albert Schweitzer recoge su título de Medicina. Junto a su esposa, Elena, recuerda las noches sin dormir, los ensayos, los conciertos… presenta su dimisión en la cátedra de teología y en la iglesia de San Nicolás. Su último sermón “Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” arranca lágrimas en algunos feligreses. Pocos meses después, cierra la última de las sesenta cajas que llevará a Lambarené, donde fundará su hospital. La casa destinada a los Schweitzer se hallaba sobre una colina azotada por el sol. Palmeras frondosas cimbreaban sobe el río infectado de cocodrilos e hipopótamos. En los faldones del altozano, pequeñas casas misionales se protegían del calor bajo las sombras de cocoteros, naranjos y cafetos. Unos metros más allá, la selva y, entremedias, una verdadera legión de enfermos movilizados por el tamtan.Úlceras sangrantes, piernas deformadas, vientres inflados, bocas desdentadas, caderas rotas, seres olvidados con sus ojos fijos en “el gran hechicero blanco”. Tras unas primeras semanas agotadoras, los Schweitzer reciben la visita de su amigo, y anterior misionero, el padre Morel. Al caer la tarde, pasean entre la fronda. -Mira, Albert, en aquel cobertizo derruido guardaba yo las gallinas. Schweitzer se detiene. Contempla con fijeza el chamizo. -Padre Morel, ahí construiré mi hospital. A fin de cuentas, Jesús nació en un establo. Un mes más tarde, en el cobertizo restaurado cuelga un cártel. “oganga-médico”. Tras el rótulo, aguardan más de cuarenta enfermos. Enseguida, el hospital del gallinero quedó colapsado. El matrimonio repasó el saldo bancario. “Aún queda dinero y, si faltase, iría una temporada a Europa a dar conciertos” A su condición de fundador y financiador, une la de albañil, fontanero, carpintero y pintor. En pocas semanas, el hospital cuenta con pabellón para enfermos contagiosos, sala de espera, consulta, farmacia y cámara de esterilización. Toda la maquinaria parece funcionar perfectamente lubricada. Pero unas gotas de sangre van a griparla: comienza la Primera Guerra Mundial. Una mañana se recibe el siguiente telegrama: ”El doctor Schweitzer y su esposa son súbditos del emperador. Por tanto, al recibir esta notificación deben considerarse prisioneros y no abandonarán su domicilio hasta nueva orden”. El cautiverio dura poco. Miles de enfermos se amotinan al saber que “el curandero blanco”, su sanador, se halla arrestado en su domicilio. Las autoridades, que no quieren problemas de orden público, derogan la orden. Sin embargo la sinrazón de la guerra golpea de nuevo. Un nuevo decreto ordena el confinamiento de Schweitzer y su esposa en un campo de concentración. Será embarcado, junto a otros prisioneros alemanes, rumbo a Europa. Entre los muros de su prisión escribirá “la decadencia y resurgimiento de la cultura” junto a varios ensayos sobre Juan Sebastián Bach. Las ganancias de estos nuevos éxitos literarios irán a parar al hospital de Lambarené.
Concluida la guerra, Europa se recupera de los bombardeos y comienza a alzarse entre sus rescoldos. La magia de los dedos de Schweitzer volverá a desplegarse en múltiples auditorios. Giras, conferencias, publicaciones, donativos… en la Universidad de Upsala (Suecia) veinte mil jóvenes reciben al misionero con antorchas encendidas. En aquella noche nórdica, Schweitzer impartirá una conferencia: “El profundo respeto a la vida”. Tras aquella jornada memorable es invitado a Inglaterra, Suiza, Dinamarca, Checoslovaquia… las universidades europeas de abolengo guardan turno para escuchar al “referente moral de nuestro tiempo”. Su nueva obra “Entre el agua y la selva” se traduce a docenas de idiomas. La cuenta corriente de Schweitzer comienza a acumular ceros. Sin embargo, nada será para él. Hay que regresar a Lambarené y terminar el nuevo hospital. Y, de este modo, el 23 de febrero de 1924, emprende el largo regreso a la selva, al verdor impenetrable, al calor húmedo, al sonido interminable de los tamtanes. Atrás quedan los aplausos, las recepciones ante Jefes de Estado, los flashes de la prensa, los honores, las candilejas. Hace tiempo que en Europa acabó la guerra. Pero él quiere regresar a “su” guerra. Una guerra de amor. Una guerra contra el dolor, la miseria, las enfermedades. Una guerra de entrega al prójimo. Los siguientes años, el pastor Schweitzer viaja continuamente a Europa. Recorre el continente ensamblando conciertos triunfales y multitudinarias conferencias. Suiza, Dinamarca, Suecia, Bélgica, Holanda, Alemania, Checoslovaquia, Inglaterra, España, Francia, Grecia, Finlandia, Hungría… en pocos rincones del continente dejan de resonar las palabras de Schweitzer, su sacudida a las conciencias adormecidas. Pero a él, los honores le importan poco. Sólo ve que todo eso le reporta dinero, mucho dinero. Y hasta la última moneda irá a parar al hospital de África. La persona de Schweitzer es ya un fenómeno mundial y de todas partes fluyen donativos para su obra. En 1928, la ciudad de Francfort le concede el premio Goethe, dotado con veinte mil marcos. Con la siguiente condición: -Doctor, el dinero de este premio lo va a dedicar usted a construirse, de una vez, su propia casa, le guste o no. -Bien, de acuerdo, pero regresaré a África tan pronto acaba mi último libro, “La mística del apóstol Pablo”. Poco después, una sombra se cierne sobre el mundo. Schweitzer lleva años barruntando la catástrofe. Ha percibido el desprecio de itler. por la vida. Desde su visión cristiana y masónica, Schweitzer contemplará con horror el apoyo de muchas autoridades religiosas a los nazis. Múltiples pastores, diáconos y fieles admirarán, junto a las clases más acomodadas, la “seriedad”, “el antirrelativismo”, el “orden” de los nazis. Tras la tempestad de acero y sangre de la Segunda Guerra Mundial, Schweitzer regresa una temporada a Europa. Sabe que ya no se pertenece a sí mismo. Pertenece a la humanidad. Deleitará a multitudes con sus manos prodigiosamente dotadas para la música, estrechará la de artistas, reyes, presidentes de gobierno, celebridades de todo pelaje… Pero a Albert Schweitzer toda esa gloria parece importarle bien poco. De vuelta en Lambarené, invierte en el hospital las suculentas ganancias. Una mañana, mientras discurre cómo arreglar el tejado del hospital, un fornido africano le entrega un telegrama. “La Fundación Alfred Nobel tiene el honor de concederle el premio de la Paz…”
El doctor dobló el telegrama, lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón y regresó a su consulta. Horas después, un colaborador conecta la BBC: Creo que todos podemos suscribir las palabras del científico Albert Einstein cuando afirmó que el doctor Albert Schweitzer es el hombre más grande de este siglo. Todos nos sentimos impresionados por sus llamamientos hacia el respeto profundo a la vida, y como bien se hace constar en el informe Curtis, el hospital de Schweitzer es una membrana entre culturas. Practica civilización y no solamente medicina. Simboliza los valores en una época cada vez más materialista. Bien, poco puedo añadirse a las palabras de Einstein o de Curtis, tan solo expresar nuestro gozo por la concesión del premio Nobel de la Paz a este hombre, posiblemente, repito, el hombre más grande de este siglo… -Albert, Albert… -Sí, ya sé lo que me vas a decir. Recibí el telegrama esta mañana. A continuación, el doctor extrajo de su bolsillo trasero el documento doblado y húmedo de sudor. De momento no voy a ir a recoger el premio porque el trabajo aquí no puede esperar. Ahora bien, el dinero si que hay que recibirlo… ¡las ciento cuarenta mil coronas nos vendrán de maravilla para arreglar el tejado de la sección de leprosos! Albert Schweitzer jamás aludía al Premio Noble, salvo en expresiones cuajadas de humor. “No me gruñáis, eh-decía a su perro y a su chimpancé- ahora me debéis un respeto… que soy todo un premio Nobel”. Los años siguientes, aquel pastor protestante, misionero, médico, músico, teólogo, masón, filósofo, apenas salió de África. Entregaba sus horas a la atención de sus enfermos y las labores organizativas del hospital. Un día, los tamtanes retumbaron con ecos de angustia. “El gran hechicero blanco está en peligro. Los malos espíritus atacan su corazón para que deje de latir”. Así, el 5 de septiembre de 1965, aquel corazón bondadoso dejó de latir. Sus restos yacen junto a los de su esposa en Lambarené. Bajo el beso misterioso de la selva africana. Cuando empecé esta colaboración, pensaba establecer un contraste ente el cristianismo de Albert Schweitzer y el “cristianismo” integrista, conservador. Es evidente que no he trazado ese paralelismo… ¿acaso es necesario?

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