Simposio “¿Qué paz es posible? Aportes desde el diálogo interreligioso”
14 de septiembre de 2011
PONENCIA DE HILARIO WYNARCZYK (1)
“DE LA RELIGIÓN COMO ENCUADRE DE LA ACCIÓN POLÍTICA POR LA PAZ”
Yo pensaba llamarla a esta disertación “La religión como potencia neutra en la esfera política” porque pienso que el análisis de las religiones en el contexto de la civilización nos remite a una sociología atenta en detectar funciones latentes de las religiones como sistemas sociales. Y nos remite en segundo lugar a una perspectiva pragmática que mira por la eficacia en el mantenimiento de otros sistemas.
Esa perspectiva no es nueva. La literatura especializada afirma que “la religión se ha convertido en una importante fuerza global” (2). Pero nunca dejó de serlo. De hecho, el anti-catolicismo del siglo XIX y comienzos del siglo XX, desde México hasta la Argentina, estribaba sobre un análisis no de sus creencias teológicas sino de sus funciones latentes, presumiblemente retardatarias de la orientación hacia el progreso. Sin dudas, Benedicto XVI en su reciente visita a Madrid alude, por otro camino –el de un Pontífice que afirma una verdad absoluta–, a la capacidad de la religión cristiana de ser una base firme, que interpela a los que, dijo él, “dan en cada instante un paso al azar”. Y Benedicto habla de la crisis de la civilización. Establecidos esos términos introductorios, creo que la incidencia de la religión en la política es un hecho indiscutible en la historia. Y viceversa, es indiscutible la incidencia de la política en la religión.
Por ejemplo, si Pablo de Tarso no hubiera sido ciudadano del Imperio y un violento perseguidor, y no hubiera pasado por una experiencia de conversión radical, no se habría ganado unos enemigos mortales, y no habría podido decir “al César apelo”, y no habría sobrevivido a una conjura, estando preso en Jerusalén, no hubiera partido para Roma y difundido el Evangelio hacia los judíos de la diáspora. A su vez, luego la semilla no hubiera prendido en la tierra fértil de los oprimidos, y más tarde en la clase alta, de donde surge un intelectual aristócrata, llamado Agustín. Y esto no hubiera sucedido sin la crisis de la sociedad y la cultura del Imperio y sin la acción del emperador que asoció la iglesia con el poder del César. Y luego en el siglo XIX no hubiera sido posible que Renán escribiese una teoría pionera de la difusión de la religión cristiana a partir de la crisis anómica de una sociedad, en su Historia de los orígenes del Cristianismo. Y tampoco hubiera sido posible que Marcos Aguinis en nuestro país escribiese La Cruz invertida. Y tampoco sería posible que existiese una Oficina de Libertad Religiosa Internacional del Departamento de Estado. Ni que algunas personas gestasen la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Liga de las Naciones para alzar una roca de sustentación de la paz basada en criterios de un valor más universal, supuestamente, que el de la diversidad de las religiones. Y no habrían sido posibles ni la Santa Rusia ni el ateísmo mesiánico de Estado. Y no sería posible que nosotros estuviésemos aquí reunidos. Pero no todo está dicho. En la actualidad florece un conjunto de líneas de investigación en sociología que se amplifica y ramifica en la ciencia política y las relaciones internacionales, alrededor de la incidencia pública de la religión. Me parece que resulta difícil asomarnos a este paisaje de convergencias sin detenernos en un concepto que articula relaciones entre religión y política.
Este concepto es el de los marcos interpretativos para la acción colectiva. Los marcos tienen líderes que los piensan, difunden, consolidan, y trazan la definición de la escena, los objetivos de la acción y las estrategias admisibles. Y clasifican los aliados y enemigos. A su vez los marcos compiten entre sí, y algunos son más eficaces que otros en la arena política. Reajustando un poco ese concepto, podemos aplicarlo a continuación. Los marcos pueden nutrirse de diferentes reservorios: ideológicos, filosóficos, teológicos o de creencias religiosas en general. Movimientos de rebelión nativista como la de los tobas del Chaco en 1924, pueden tener un encuadre como de hecho sucedió en creencias de tipo religioso. Así fue en las Cruzadas; así fue con el avance sobre territorios y culturas politeístas; así con el Destino Manifiesto americano; y así con las revueltas de la Reforma Religiosa Radical, a las que Martín Lutero les respondió con un contra-marco que legitimó el aplastamiento de las, así llamadas: “salvajes hordas campesinas”.
De este modo las religiones pueden tener funciones menos expuestas, de encuadre de la acción en el contexto de campos sociales que funcionan como campos de fuerzas o espacios de conflictos de intereses, con el agregado de una legitimidad trascendental y la mediación humana de individuos que los articulan y difunden, empoderados por un carisma que va más allá de lo político. Entonces vemos la importancia de lo religioso en lo política. Y me parece que un buen ejemplo de esta potencia del sistema de la religión en relación con otros sistemas de la sociedad se nota claramente a mediados del siglo XX en el pensamiento justicialista si aceptamos el supuesto de que en esta construcción ideacional hubo un intento, consciente o no, de crear algo así como una religión paralela al catolicismo y que se nutría del mismo hábitus. Este marco tenía un núcleo duro en la Doctrina de la Tercera Posición (equidistante del capitalismo y el comunismo) y una fuente de poder carismático que emanaba del líder. También contaba el sistema con una mediadora femenina.
El artista plástico Daniel Santoro lo refleja en un cuadro en el que dos manos bajando de lo alto extienden un número que simboliza la Doctrina de la Tercera Posición. Evita levanta sus manos para tomar el objeto del carisma y bajarlo al pueblo. Mientras tanto, en otros cuadros del mismo artista, las izquierdas aparecen condensadas en un niño que juega con un barquito con ruedas, su Acorazado Potemkin, eje de uno de los filmes emblemáticos de las juventudes de izquierdas de la década del 60. Así la competencia entre marcos queda reflejada y evidencia la eficacia superior de algunos marcos en contacto con sensibilidades culturales de cuño religioso. Pero permanece vacante aún el valor axiológico de la religión como potencia para la acción. Todos querríamos que la religión tuviese un valor absoluto para el bien y la paz. Este deseo que desde ya anticipo como utópico, se inscribe en un escenario de crisis de la civilización y este escenario admite ser desagregado en tres dimensiones. En primer término un resquebrajamiento de las sociedades occidentales más desarrolladas a partir de causas económicas. En segundo término un paisaje –así percibido en particular por sectores religiosos–, de cercamiento externo ejercido por Estados teocráticos y movimientos fundamentalistas globalizados que podrían contar con el apoyo de grupos migracionales.
Y en tercer término un panorama de disrupción interna, que se expresa como la sustracción del poder depositado sobre las estructuras ministeriales y las garantías teológicas de la religión, pero también como un curso paradojal de una cultura que viaja posiblemente como un barco sin anclas. Es en este preciso escenario donde aparece un interés renovado en la cantera de recursos de las religiones del tronco abrahámico, para fortalecer una cultura de paz y reconciliación que abraza también la ecología. En este punto es necesario reconocer que dicho interés va, en parte, de la mano de una línea de acción que procura un campo de fuerzas religiosas unificado, heterogéneo en la manifestación de su monoteísmo básico, capaz de disolver el avance de las formaciones teocráticas radicales y moderar los cambios de la sociedad civil y la cultura que tornan obsoleto el poder de la legitimidad sacral. Y es aquí donde surge el margen para la duda y la búsqueda de un afinamiento de los conceptos, que los torne más realistas y eficaces.
Porque en definitiva los análisis basados en los registros históricos nos llevan a la conclusión de que las religiones, desde el punto de vista de sus funciones latentes, son una potencia neutra. Y en tanto tales, pueden recibir las cargas de valores atribuidas por las agendas políticas. Como nos constata Slavoj Zizek, durante la década de 1930-1940, y cito textualmente: “el establecimiento del budismo zen no sólo apoyó la dominación del imperialismo japonés sino que incluso lo legitimó” (3). Y luego afirma que –cito nuevamente– “el cristianismo puede ser entendido como una religión de acompañamiento del orden de lo existente o una religión que dice ‘no’ y ayuda a resistir”.
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(1) Dr. en sociología. Profesor UNSAM (Universidad Nacional de San Martín). Socio directivo del CALIR (Consejo Argentino para la Libertad Religiosa) y de la ACSRMS (Asociación de Cientistas Sociales de la Religión en el Mercosur). Autor de “Ciudadanos de dos mundos. El movimiento evangélico en la vida pública argentina (1980-2001)”. Editado por la UNSAM, 2009 (391 pp.). Y “Sal y luz a las naciones. Evangélicos y política en la Argentina (1980-2001). Editado por Instituto Di Tella y Siglo XXI, 2010 (222 pp.).
(2) Thomas Farr. 2008. “Libertad religiosa y seguridad nacional”. Archivos del Presente – Revista Latinoamericana de Temas Internacionales, Año 12, número 47. Pp.: 23-35.
(3) Nicolás Truong. “La quiebra de la civilización occidental”. Reportaje conjunto a los filósofos esloveno Slavoj Zizek y alemán Peter Sloterdkijk. Ñ Revista de Cultura, N° 412, 20 de agosto del 2011. Pp.: 6-9. Edición original por Le Monde.
14 de septiembre de 2011
PONENCIA DE HILARIO WYNARCZYK (1)
“DE LA RELIGIÓN COMO ENCUADRE DE LA ACCIÓN POLÍTICA POR LA PAZ”
Yo pensaba llamarla a esta disertación “La religión como potencia neutra en la esfera política” porque pienso que el análisis de las religiones en el contexto de la civilización nos remite a una sociología atenta en detectar funciones latentes de las religiones como sistemas sociales. Y nos remite en segundo lugar a una perspectiva pragmática que mira por la eficacia en el mantenimiento de otros sistemas.
Esa perspectiva no es nueva. La literatura especializada afirma que “la religión se ha convertido en una importante fuerza global” (2). Pero nunca dejó de serlo. De hecho, el anti-catolicismo del siglo XIX y comienzos del siglo XX, desde México hasta la Argentina, estribaba sobre un análisis no de sus creencias teológicas sino de sus funciones latentes, presumiblemente retardatarias de la orientación hacia el progreso. Sin dudas, Benedicto XVI en su reciente visita a Madrid alude, por otro camino –el de un Pontífice que afirma una verdad absoluta–, a la capacidad de la religión cristiana de ser una base firme, que interpela a los que, dijo él, “dan en cada instante un paso al azar”. Y Benedicto habla de la crisis de la civilización. Establecidos esos términos introductorios, creo que la incidencia de la religión en la política es un hecho indiscutible en la historia. Y viceversa, es indiscutible la incidencia de la política en la religión.
Por ejemplo, si Pablo de Tarso no hubiera sido ciudadano del Imperio y un violento perseguidor, y no hubiera pasado por una experiencia de conversión radical, no se habría ganado unos enemigos mortales, y no habría podido decir “al César apelo”, y no habría sobrevivido a una conjura, estando preso en Jerusalén, no hubiera partido para Roma y difundido el Evangelio hacia los judíos de la diáspora. A su vez, luego la semilla no hubiera prendido en la tierra fértil de los oprimidos, y más tarde en la clase alta, de donde surge un intelectual aristócrata, llamado Agustín. Y esto no hubiera sucedido sin la crisis de la sociedad y la cultura del Imperio y sin la acción del emperador que asoció la iglesia con el poder del César. Y luego en el siglo XIX no hubiera sido posible que Renán escribiese una teoría pionera de la difusión de la religión cristiana a partir de la crisis anómica de una sociedad, en su Historia de los orígenes del Cristianismo. Y tampoco hubiera sido posible que Marcos Aguinis en nuestro país escribiese La Cruz invertida. Y tampoco sería posible que existiese una Oficina de Libertad Religiosa Internacional del Departamento de Estado. Ni que algunas personas gestasen la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Liga de las Naciones para alzar una roca de sustentación de la paz basada en criterios de un valor más universal, supuestamente, que el de la diversidad de las religiones. Y no habrían sido posibles ni la Santa Rusia ni el ateísmo mesiánico de Estado. Y no sería posible que nosotros estuviésemos aquí reunidos. Pero no todo está dicho. En la actualidad florece un conjunto de líneas de investigación en sociología que se amplifica y ramifica en la ciencia política y las relaciones internacionales, alrededor de la incidencia pública de la religión. Me parece que resulta difícil asomarnos a este paisaje de convergencias sin detenernos en un concepto que articula relaciones entre religión y política.
Este concepto es el de los marcos interpretativos para la acción colectiva. Los marcos tienen líderes que los piensan, difunden, consolidan, y trazan la definición de la escena, los objetivos de la acción y las estrategias admisibles. Y clasifican los aliados y enemigos. A su vez los marcos compiten entre sí, y algunos son más eficaces que otros en la arena política. Reajustando un poco ese concepto, podemos aplicarlo a continuación. Los marcos pueden nutrirse de diferentes reservorios: ideológicos, filosóficos, teológicos o de creencias religiosas en general. Movimientos de rebelión nativista como la de los tobas del Chaco en 1924, pueden tener un encuadre como de hecho sucedió en creencias de tipo religioso. Así fue en las Cruzadas; así fue con el avance sobre territorios y culturas politeístas; así con el Destino Manifiesto americano; y así con las revueltas de la Reforma Religiosa Radical, a las que Martín Lutero les respondió con un contra-marco que legitimó el aplastamiento de las, así llamadas: “salvajes hordas campesinas”.
De este modo las religiones pueden tener funciones menos expuestas, de encuadre de la acción en el contexto de campos sociales que funcionan como campos de fuerzas o espacios de conflictos de intereses, con el agregado de una legitimidad trascendental y la mediación humana de individuos que los articulan y difunden, empoderados por un carisma que va más allá de lo político. Entonces vemos la importancia de lo religioso en lo política. Y me parece que un buen ejemplo de esta potencia del sistema de la religión en relación con otros sistemas de la sociedad se nota claramente a mediados del siglo XX en el pensamiento justicialista si aceptamos el supuesto de que en esta construcción ideacional hubo un intento, consciente o no, de crear algo así como una religión paralela al catolicismo y que se nutría del mismo hábitus. Este marco tenía un núcleo duro en la Doctrina de la Tercera Posición (equidistante del capitalismo y el comunismo) y una fuente de poder carismático que emanaba del líder. También contaba el sistema con una mediadora femenina.
El artista plástico Daniel Santoro lo refleja en un cuadro en el que dos manos bajando de lo alto extienden un número que simboliza la Doctrina de la Tercera Posición. Evita levanta sus manos para tomar el objeto del carisma y bajarlo al pueblo. Mientras tanto, en otros cuadros del mismo artista, las izquierdas aparecen condensadas en un niño que juega con un barquito con ruedas, su Acorazado Potemkin, eje de uno de los filmes emblemáticos de las juventudes de izquierdas de la década del 60. Así la competencia entre marcos queda reflejada y evidencia la eficacia superior de algunos marcos en contacto con sensibilidades culturales de cuño religioso. Pero permanece vacante aún el valor axiológico de la religión como potencia para la acción. Todos querríamos que la religión tuviese un valor absoluto para el bien y la paz. Este deseo que desde ya anticipo como utópico, se inscribe en un escenario de crisis de la civilización y este escenario admite ser desagregado en tres dimensiones. En primer término un resquebrajamiento de las sociedades occidentales más desarrolladas a partir de causas económicas. En segundo término un paisaje –así percibido en particular por sectores religiosos–, de cercamiento externo ejercido por Estados teocráticos y movimientos fundamentalistas globalizados que podrían contar con el apoyo de grupos migracionales.
Y en tercer término un panorama de disrupción interna, que se expresa como la sustracción del poder depositado sobre las estructuras ministeriales y las garantías teológicas de la religión, pero también como un curso paradojal de una cultura que viaja posiblemente como un barco sin anclas. Es en este preciso escenario donde aparece un interés renovado en la cantera de recursos de las religiones del tronco abrahámico, para fortalecer una cultura de paz y reconciliación que abraza también la ecología. En este punto es necesario reconocer que dicho interés va, en parte, de la mano de una línea de acción que procura un campo de fuerzas religiosas unificado, heterogéneo en la manifestación de su monoteísmo básico, capaz de disolver el avance de las formaciones teocráticas radicales y moderar los cambios de la sociedad civil y la cultura que tornan obsoleto el poder de la legitimidad sacral. Y es aquí donde surge el margen para la duda y la búsqueda de un afinamiento de los conceptos, que los torne más realistas y eficaces.
Porque en definitiva los análisis basados en los registros históricos nos llevan a la conclusión de que las religiones, desde el punto de vista de sus funciones latentes, son una potencia neutra. Y en tanto tales, pueden recibir las cargas de valores atribuidas por las agendas políticas. Como nos constata Slavoj Zizek, durante la década de 1930-1940, y cito textualmente: “el establecimiento del budismo zen no sólo apoyó la dominación del imperialismo japonés sino que incluso lo legitimó” (3). Y luego afirma que –cito nuevamente– “el cristianismo puede ser entendido como una religión de acompañamiento del orden de lo existente o una religión que dice ‘no’ y ayuda a resistir”.
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(1) Dr. en sociología. Profesor UNSAM (Universidad Nacional de San Martín). Socio directivo del CALIR (Consejo Argentino para la Libertad Religiosa) y de la ACSRMS (Asociación de Cientistas Sociales de la Religión en el Mercosur). Autor de “Ciudadanos de dos mundos. El movimiento evangélico en la vida pública argentina (1980-2001)”. Editado por la UNSAM, 2009 (391 pp.). Y “Sal y luz a las naciones. Evangélicos y política en la Argentina (1980-2001). Editado por Instituto Di Tella y Siglo XXI, 2010 (222 pp.).
(2) Thomas Farr. 2008. “Libertad religiosa y seguridad nacional”. Archivos del Presente – Revista Latinoamericana de Temas Internacionales, Año 12, número 47. Pp.: 23-35.
(3) Nicolás Truong. “La quiebra de la civilización occidental”. Reportaje conjunto a los filósofos esloveno Slavoj Zizek y alemán Peter Sloterdkijk. Ñ Revista de Cultura, N° 412, 20 de agosto del 2011. Pp.: 6-9. Edición original por Le Monde.
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