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jueves, 21 de junio de 2012

Las uniones homosexuales y las leyes de los estados (III)

Por. Fray Ricardo Corleto OAR, Argentina*

Y entonces… ¿qué decir de las uniones homosexuales en el campo legal? ¿Podrían equipararse a los matrimonios heterosexuales aún en el plano civil? Creo que de lo dicho anteriormente, puede inferirse claramente cuál es la respuesta de la Iglesia con relación a estas preguntas.
Como hemos visto, según la doctrina de la Iglesia, un acto sexual debería siempre respetar su dimensión unitiva y su dimensión procreativa. Desde este punto de vista, las uniones homosexuales no podrían nunca recibir, ni siquiera en el plano civil, un trato análogo al que reciben los matrimonios heterosexuales. Podríamos preguntarnos ¿Y esto por qué? ¿Acaso no es éste un comportamiento discriminatorio? ¿Deben los estados sujetarse a las creencias de las distintas religiones? La respuesta obvia es “no”, el Estado no debe ser confesional para poder existir. Entre la religión y el Estado debe existir una legítima autonomía, que no por ello debe convertirse en hostil separación. No obstante, entiendo que, sin necesidad de “caer” en una presunta “sujeción” del Estado a las iglesias, los estados no deberían otorgar a las uniones homosexuales derechos análogos a los que se les reconocen a los matrimonios heterosexuales; y esto aún en el plano meramente civil.
Para afirmar lo anterior hay razones de orden racional, otras de orden biológico y antropológico, otras de orden social y otras, finalmente, de orden jurídico.
Desde una perspectiva meramente racional cabe afirmar que, el Estado, así como cada uno de sus miembros, debería respetar el orden moral objetivo; si no lo hiciera podría caer en la “legitimación de conductas ilegales” (como si se legislase que es lícito matar a una persona a causa de su raza, religión, color, condición social, etc.). El Estado no debe nunca legislar algo que vaya contra el ser humano; aún cuando una mayoría parlamentaria lo permitiese. Por el contrario, la función del Estado es favorecer el bien común de todos los ciudadanos. En el caso que nos ocupa, debería tutelar todo lo que promueva la vida plena; y así, debería defender una institución que resulta esencial para el mismo Estado, como lo es el matrimonio, toda vez que el matrimonio heterosexual, en cuanto proveedor y educador de la futura población, es la célula básica del mismo Estado. Por otra parte, no debería olvidarse que como tales, los actos homosexuales son acciones privadas de los ciudadanos; considerar tales acciones como un comportamiento público previsto por la ley y atribuirle el carácter de institución jurídica, a la larga, traería graves consecuencias sociales. No debe olvidarse nunca que las leyes tienen una función que podríamos llamar “pedagógica”. Decir que una unión homosexual es equiparable a un matrimonio, deterioraría sin dudas la noción de matrimonio que tendrían las futuras generaciones; y esto, en detrimento del mismo Estado, de su progreso poblacional y de su mismo tejido social.
Desde un punto de vista biológico y antropológico, es indudable que las uniones homosexuales, al carecer de las características que poseen el matrimonio y la familia como instituciones que aseguran la procreación y preservación de la especie humana, tampoco puede equipararse en la legislación civil al matrimonio. Por otra parte, y como indica la psicología, para el normal desarrollo del niño, es necesaria la bipolaridad que se da con la presencia del padre y la madre. Si la ausencia natural de uno de los progenitores es ya traumática para un niño, puede imaginarse lo que implicaría para el mismo el hecho de tener dos “padres” o dos “madres”.
Lo dicho más arriba adquiere particular fuerza desde una dimensión social; es evidente que la función social del matrimonio en cuanto generador y educador de la descendencia, no está presente en las uniones homosexuales, ya que la pretensión de “producir descendencia” a través de la adopción o de la fertilización artificial sería nociva, y la educación del niño en el ámbito de una unión homosexual sería perjudicial. Siendo esto así me pregunto por qué el Estado debería reconocer a las uniones homosexuales derechos análogos a los del matrimonio; si la primera forma de unión carece de las consecuencias sociales (más aún las dificulta) que sí favorece la segunda.
Puesto que la procreación y la correcta educación de los hijos es un hecho de interés público ya que los niños constituirán la futura ciudadanía de la nación; se deduce que el Estado puede y debe conceder al matrimonio heterosexual un reconocimiento legal; pero no deberían recibir tal reconocimiento las uniones homosexuales que no pueden asegurar el mismo presupuesto, y que, por lo tanto, no cumplen un papel análogo al del matrimonio en relación al bien común.
En conclusión
Nadie niega que entre personas del mismo sexo pueden existir, y de hecho existen, formas de amor, tales como la amistad. Nada impide que las personas con tendencias homosexuales vivan el amor de benevolencia y amistad; pero tales formas de amor no sólo no incluyen expresiones genitales, sino que las excluyen.
Creo que ha quedado claro que las personas con tendencias homosexuales de ningún modo son rechazadas por la Iglesia y la misma Iglesia defiende su derecho a no ser violentadas o injustamente discriminadas. Precisamente aquellos que afirman que por tener tendencias homosexuales las personas no pueden contener sus inclinaciones y practicar el autodominio; no sólo no reconocen sino que más bien limitan la libertad de las personas homosexuales. En el fondo afirman que las personas homosexuales “no pueden” no llevar a la práctica sus tendencias; junto con la Iglesia podríamos preguntarnos: ¿Quién ha dicho que no pueden? ¿Acaso no son libres? ¿Acaso no son responsables de sus actos?
No querría concluir estos pensamientos sin recordar el PROFUNDO AMOR que la iglesia experimenta por todos sus hijos, sean cuáles fueren sus tendencias u orientaciones sexuales. Hacia todos estos hijos la Iglesia propicia una actitud de cercanía pastoral que no puede dejar de fundamentarse en la verdad y en el orden natural establecido por Dios.
Tampoco querría dejar de destacar el inmenso valor –y este sería tema de otro artículo– que la Iglesia atribuye al matrimonio, que de institución natural Jesucristo ha querido elevar a la dignidad de Sacramento. Es por esta institución que deberíamos luchar; luchar para rescatar el reconocimiento de su valor social y religioso, como célula y fundamento de la familia humana y de la comunidad eclesial.

*Autor: Fray Ricardo Corleto OAR
Formador agustino recoleto, profesor de la UCA y asesor del Consejo Nacional de ACA
Fuente: Iglesia y Sociedad
Edición: Año Nº 445, Revista online San Pablo

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