Por. José Segovia Barrón, España*
“Todo el mundo tiene un precio”, dice la publicidad de la película
“Tierra prometida” –ahora publicada en DVD–. La mirada bucólica y
serena de Gus Van Sant a un campo en crisis, nos presenta a un Matt
Damon atrapado en un paraíso desolado. Carreteras solitarias, casas
desvencijadas y rótulos de neón, son los signos recurrentes de un
itinerario fantasmal, en busca de la Tierra Prometida.
“No soy un mal tipo”, dice Steve Butler. El personaje de Damon
representa la cara amable del capitalismo. Es alguien que realmente cree
que la industria es la salvación del campo. Ha venido a este pueblo de
la América profunda con su pragmática colega –la inteligente señora
Coen, Frances McDormand, más contenida aquí que lo habitual–, para
conseguir que su compañía pueda perforar el suelo de estas granjas, por
la técnica conocida como “fracking” –fracturación hidráulica que extrae
el gas a alta velocidad, al atravesar la tierra con agua y químicos–.
El problema ecológico que esto produce, no es más que el trasfondo
del dilema de un protagonista desgarrado por contradictorios
sentimientos de amor y odio hacia sus orígenes. Su aparente sinceridad
no es más que una fórmula bien ensayada para ganar la confianza de los
lugareños. Lo primero que hace al llegar a un motel, es olvidarse del
traje y de la corbata, ponerse las viejas botas de su abuelo y comprarse
unas camisas de franela, que vayan a juego con el antiguo Ford Bronco
lleno de barro, que ha alquilado para la ocasión.
El personaje de Damon cree que hace bien su trabajo. Se camufla con
el ambiente, pero ha repetido tanto sus trucos, que le empiezan a sonar
infantiles y algo superficiales. Cada vez que llega a una granja donde
hay un niño jugando, Steve le pregunta: “¿Eres tú el dueño de este
sitio?” Cuando el chaval le contesta confuso que no, él siempre dice:
“Entonces, ¿por qué haces tú todo el trabajo duro?”…
¿Demasiado bueno para ser cierto?
Conocemos al protagonista durante una entrevista con un ejecutivo de
la empresa para la que trabaja –una poderosa compañía energética–,
intentando conseguir un puesto más alto en la jerarquía; es decir, mayor
sueldo. El cree que su éxito profesional se debe a su pasado, puesto
que se crió en una granja de un pueblo pequeño.
Los dos trabajan metódicamente una lista de direcciones, explotando
sus experiencias personales, hasta arrinconar al residente, que acaba
firmando, bloqueado, sobre la línea de puntos. Es así cómo los humildes
habitantes de una localidad le venden su futuro, creyendo que van a ser
millonarios sin esfuerzo alguno. “¡Es como jugar a la lotería!”, dice.
Aunque también tiene sus riesgos, como muestra el viejo profesor de
instituto –interpretado por el veterano Hal Holbrook–, que sabe más de
lo que aparenta.
Todo parece demasiado bueno para ser cierto. Y probablemente lo es,
pero ¿qué es bueno y qué es cierto? La breve historia de Dave Eggers
–que iba a ser el debut como director de Matt Damon, en su tercera
colaboración ya con Van Sant–, nos presenta a alguien dividido entre su
fascinación por Rosemarie DeWitt –una inteligente y solitaria maestra de
escuela, que ha dejado la ciudad– y la rivalidad de un dudoso
ecologista –interpretado por el propio autor de los diálogos con Damon,
John Krasinski–.
En la competición, Steve se ha encontrado esta vez con alguien más
listo y encantador que él, que aparece de repente con un montón de
fotografías que ilustran la pesadilla de los letales efectos
contaminantes que puede traer el proyecto. Lo que pasa es que ambos se
comportan como vendedores. Uno armado de incendiarias evidencias
científicas y otro averiguando el precio del alcalde. Es por eso que el
discurso de esta película no es nada panfletario. Todo es sutil en una
historia donde los actores parecen decir más con los ojos que con las
palabras.
Cine para pensar
Es raro ya encontrar películas como ésta, que pasan algo
desapercibidas en medio de la saturación de la cartelera que llena los
centros comerciales. No son grandes producciones de Hollywood, llenas de
efectos especiales, pero tampoco cumplen los falsos criterios de autor
del llamado cine independiente. Nos recuerda historias de otra época,
cuando la América de Rockwell inspiraba la solidaridad de las fábulas de
Capra, pero sobre todo la soledad del cine de los setenta, cuando el
individuo se enfrenta a todo tipo de conspiraciones, buscando su lugar
en el mundo.
Su ambiguo mensaje ecológico ha provocado el rechazo de aquellos que
esperaban una película de denuncia. Los que aprecian el cine de autor,
la han desdeñado como uno de los productos comerciales que hace Van
Sant, para financiar sus obras más experimentales, como si esta no fuera
también una opción personal. Muchos se preguntan cuál es la tesis de
esta modesta historia, aparentemente pequeña, cuya mirada llana no tiene
necesidad de engolar la voz, ni subrayar los temas.
El centro neurálgico de la trama está en la conciencia del
protagonista, que empieza a cuestionar sus métodos e identificarse con
las personas. Su astuto e inesperado golpe de efecto de guión, no te
evita la tarea de escudriñar en el fondo, navegar en sus sutilezas y
dejarse iluminar por los gestos de sus personajes. Como una buena
pintura, necesita un ejercicio de introspección. Es una película
sensible, que da bastante que pensar, muy sorprendente.
El mundo importa
Van Sant nos habla de cuestiones permanentes, como el valor de la
tierra, el orgullo de la herencia, la dignidad del trabajo y el legado
que dejamos a nuestros descendientes. Cuando Dios miró la creación que
había hecho, la consideró “buena en gran manera” (Génesis 1:31). La
creación no es un simple escenario para la salvación de las almas. Dios
ama el mundo material y le importa.
En el pensamiento greco-romano, lo bueno es el alma o el espíritu. El
mundo físico es algo débil, corrupto y contaminante. Para los judíos,
sin embargo, la materia era algo bueno. Dios hizo el mundo con sus
colores, sabores, luces y sonidos. El creó todas las formas de vida.
Dios ha hecho tanto el alma como el cuerpo.
Los judíos no veían la salvación como la liberación del cuerpo y la
materia. Para ellos, la muerte era una tragedia. No era escapar del
mundo material, como para los griegos, sino que muchos en los días de
Jesús esperaban la resurrección en la carne de los justos, cuando Dios
renovara todo el mundo, quitando todo sufrimiento y muerte.
Fuera de la Biblia, la resurrección no es sólo imposible, sino
indeseable. Ningún alma que se hubiera liberado del cuerpo, quisiera
volver a él. Incluso para aquellos que creían en la reencarnación, el
regreso a la vida corporal no significaba otra cosa que el hecho de que
el alma no había sido liberada todavía del cuerpo. El propósito era
librarse de la realidad material y física.
Para los cristianos, la salvación no es la liberación del cuerpo. En
vez de ver la materia como una ilusión (orientalismo), o una copia
temporal del mundo ideal (Platón), el cristianismo nos presenta la fe
más materialista del mundo. El propósito de nuestra vida no es una
existencia desencarnada, sino un mundo restaurado. La resurrección de
Jesús nos promete una nueva tierra, donde habita la justicia (2 Pedro 3:13).
El futuro de la tierra
Este mundo no es un mero decorado para la historia de la salvación.
Hay un llamado a la conversión y al perdón, pero también el anuncio de
la renovación de este mundo con el fin de la enfermedad, la pobreza, la
injusticia, la violencia, el sufrimiento y la muerte. Dios nos promete,
por la resurrección de Cristo, un cielo y una tierra renovada, donde ya
no habrá contaminación posible (Apocalipsis 21).
Jesús no es simplemente salvado en espíritu, sino resucitado en la carne (1 Corintios 15).
La idea de una resurrección individual en medio de la Historia,
mientras el resto del mundo continúa sufriendo enfermedad, decadencia y
muerte, era para los judíos inconcebible. Para los griegos, era algo
irrisorio (Hechos 17:32), pero para los judíos, era incomprensible. Es por eso que la esperanza cristiana no es griega, ni judía, sino cristiana.
La resurrección de Cristo nos muestra que este mundo importa. Nuestra
vida y este mundo, tiene un precio: la sangre del Cordero. Por esa
preciosa sangre, podemos ser redimidos (1 Pedro 1:19). Nuestra liberación es pagada por un precio. Somos comprados con su sangre, siendo redimidos para Dios (Apocalipsis 5:9).
“Todos tenemos un precio”, pero Él lo ha pagado una vez y para siempre.
En ese nuevo mundo por eso, todos cantan la gloria del Cordero, que
está sentado en el Trono.
Ahora bien, no sólo aquellos que han sido comprados por su sangre,
adoran al Cordero. “Todo lo creado que está en el cielo, y sobre la
tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en
ellos hay”, oyó Juan decir: “Al que está sentado en el Trono, y al
Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos
de los siglos” (v. 13). Ese es el sonido de la Tierra Prometida.
* José de Segovia Barrón (Madrid, 1964) es periodista, teólogo y pastor de
la Iglesia Evangélica del barrio de San Pascual de Madrid y presidente
de la Comisión de Teología de la Alianza Evangélica Española.
Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense, estudió
teología en la Universidad de Kampen (Holanda) y la Escuela de Estudios
Bíblicos de Welwyn (Inglaterra). Es profesor del Facultad Internacional
de Teología IBSTE en Castelldefels, el Centro Evangélico de Estudios
Bíblicos (CEEB) de Barcelona y la Facultad de Teología Protestante UEBE
en Alcobendas (Madrid).
Escribe una columna semanal los martes para Protestante Digital y ha
escrito libros sobre arte y fe (Entrelíneas, Consejo Evangélico de
Madrid, 2003), Ocultismo (Andamio, 2004), Historias extrañas sobre Jesús
y El príncipe Caspian y la fe de C. S. Lewis (Andamio, 2008), Huellas
del cristianismo en el cine (Consejo Evangélico de Madrid, 2010) y El
asombro del perdón (Andamio, 2010).
Fuente: Lupaprotestante, 2014.
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