Por. Hilario Wynarczyk, Argentina
Las formas de la miseria urbana son lacerantes. Los vagones del subte
parecen el escenario de los teatros de variedades. En sus puertas
laterales esperaban los actores busca-vida hasta el aviso de entrada a
ofrecer sus números vivos. De un modo parecido en el coche del subte
mientras alguien sumido en la pobreza hace su oferta al público otros en
una de las puertas de los extremos del coche esperan que el escenario
quede libre.
Así desfilan los que por único capital tienen la desgracia. El no
vidente, el mutilado, el enfermo de SIDA, y los niñitos mendigos
(acompañados por otros algo mayores que parecen sus pequeños capataces).
Algunos niños hacen un ritual de saludo como los jugadores de
básquetbol (puño contra puño, mano con mano) y ofrecen la mejilla para
solicitar un besito (no creo que hayan inventado esta liturgia).
Los más patéticos son los niñitos desgreñados y tan sucios como la
basura de una ciudad sucia con la costra de suciedad negra adherida a
las plantas de sus pies. Me hacen pensar en la casta de los chandalas,
así explicada por Friedrich Nietzsche en El ocaso de los ídolos citando los edictos hindúes de la Ley de Manú.
Los chandalas “no usarán otras ropas que los andrajos de los cadáveres,
ni otra vajilla que cacharros rotos, ni otros adornos que hierro viejo,
ni otro culto que el de los malos espíritus; andarán errantes sin
descanso de un lado para otro. Les estará vedado escribir de izquierda a
derecha y usar la mano diestra para hacerlo”[1].
A su turno los vendedores de bienes ofrecen guías urbanas, agendas,
cuadernos, pañuelos descartables, chíclets, linternas y otros objetos
que posiblemente compran en negocios para “buscas” en el barrio de la
estación ferroviaria de Constitución. También hay dos o tres
“estudiantes de ciencias sociales” que de noche venden libros en una
línea de subte; y en un tren que viaja de Buenos Aires a los suburbios
hay evangélicos, seguramente pentecostales, que llevan enormes canastos y
ofrecen masitas fabricadas en un hogar para drogadictos.
Muchos de estos vendedores con el cabello prolijamente corto, casi al
ras, y camisas, pantalones y zapatillas “de marca” compradas, me
imagino, en los mercados populares conocidos como “saladitas”, parecen
física y mentalmente bastante enteros, todavía.
Y así llegan a su turno los vendedores de servicios. Malabaristas,
músicos y cantantes. Algunos entonan algo así como trova cubana al
estilo de Silvio Rodríguez. También venden sus propias grabaciones.
Otros hacen oír con equipos portátiles grabaciones “truchas” de temas
famosos y las ofrecen al público.
En las calles al anochecer los recolectores de basura (todavía en los
70s llamados “cirujas”) abren bolsas y contenedores, almacenan y
llevan, dejando parte en el suelo hasta la llegada de los camiones que
trabajan para el Estado. Forman pequeñas agrupaciones familiares, algo
así como clanes, que me hacen pensar en agrupaciones de personas que se
desplazan por el territorio como las técnicamente llamadas “bandas de
recolectores” de las etnologías clásicas que estudiaban a los indígenas
de las planicies y sus mitos como las formas de la conciencia de pueblos
primitivos. Sus hijas y sus hijos también parecen enteros. Quizás les
ayuda la fantasía de estar trabajando como recolectores relativamente
integrados a las categorías laborales por el imaginario de una parte de
la sociedad y del Estado.
Otra franja humana de la misma desgracia es la de quienes duermen en
las veredas en el centro de la ciudad y barrios de clase media alta y
alta. Desde que Francisco Primero asumió su papado pude notar en un
barrio de clase media alta y alta, cuyo interior alberga la iglesia de
donde deriva su nombre, que ciertas personas se detienen a conversar
con los pordioseros, a veces con tono compasivo (relación asimétrica), y
otras veces, como si no hubiese distancia social (relación simétrica),
les ofrecen traerles algo o les preguntan si quieren que les traigan
algo.
Así, la miseria que atraviesa la trama urbana por momentos hace
pensar en una regresión a las formas arcaicas de la organización social
de la producción y el sistema de castas, aunque por cierto, se trata de
una metáfora, un recurso retórico para hacer gráfico el pensamiento,
pues a rigor en nuestras sociedades el sistema de castas no existe.
[1] NITETZSCHE, Friedrich. 1998 (original 1888). El ocaso de los ídolos.
(Estudio preliminar de Enrique López Castellón, U. Autónoma de Madrir,
traducción de Francisco Javier Carretero Moreno). Madrid: Edimat. P. 86.
Fuente: Lupaprotestante, 2014.
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