Por.
Juan Stam, Costa Rica
Por
todo lo que hemos expuesto hasta ahora, queda claro que la predicación es una
tarea muy seria, sin duda mucho más grande de lo que solemos pensar. Con razón
observa Karl Barth, en su tratado sobre nuestro tema, que la predicación es una
tarea imposible; para ella, observa, todo ser humano es incapaz e indigno
(1969:48,52). Es aún imposible que sepa de antemano qué está pasando en la
predicación, porque depende enteramente de Dios (1969:48). Tenemos que exclamar
con San Pablo, "¿Quién es competente para semejante tarea?" (2 Cor
2:16). Pero gracias al Señor, la palabra de Dios nunca corre sin que la
acompañe el Espíritu divino que la ha inspirado. Un tema constante en la teología
de los Reformadores fue el de "La Palabra y el Espíritu". La palabra
sin el Espíritu conduce a una ortodoxia muerta; el Espíritu sin la palabra
llevaba, en la frase de ellos, al "entusiasmo" desordenado. Los
Reformadores enseñaban también el testimonium spiritus sancti, sin el que la
letra escrita es letra muerta. En un brillante estudio de este tema, Bernard
Ramm afirma que fue con esta doctrina que los Reformadores evitaron un concepto
cuasi-mágico de la eficacia de la Biblia que podría compararse con el ex opere
operato del tradicional sacramentalismo católico. La palabra escrita no opera
sola sino vivificada por el Espíritu de Dios.
En
nuestro tiempo, Karl Barth ha reformulado esta doctrina en términos muy
impresionantes. La palabra de Dios, para él, ocurre en su sentido pleno cuando
Dios habla y el pueblo escucha (1969:71). La predicación hace presente a la
palabra en forma viva; "cuando se predica el evangelio, Dios habla"
(1969:19) y entonces, en la frase de Lutero, "La palabra trae a Cristo al
pueblo" (1/1 61). En ese acto de Dios, el "Dios que habló" del
pasado se convierte en un presente "Dios que habla", siempre por las
escrituras. Por la acción del Espíritu Santo, la Palabra toma vida, como si
fuera una resurrección del texto. La predicación, así entendida, es un acto de
Dios, totalmente imposible para un ser humano (1969:21,48,52). El predicador no
tiene ningún control sobre la acción de Dios, ni puede garantizar que Dios
hablará por medio de su homilía. Eso queda totalmente en manos de Dios y ocurre
cuando Dios quiere y dónde Dios quiere. Por eso -y esto es lo sorprendente- la
Palabra de Dios por medio de un predicador y su sermón es siempre un milagro
(1969:23,101). "En esta situación concreta puede suceder que Dios hable y
realice un milagro. Pero nosotros no debemos incluir un milagro, por
anticipado, en nuestra predicación" (1969:23). Al predicador sólo le toca
anunciar que Dios está por hablar (1969:14) y proclamar a la comunidad lo que
Dios mismo los quiere decir, mediante la explicación, en sus propias palabras,
de un pasaje de las escrituras (1969:13).
Esta
comprensión radicalmente teocéntrica y pneumatológica nos hace entender que la
única fuerza verdadera de la buena predicación es la obra del Espíritu Santo. A
fin de cuentas, el predicador no puede confiar en la elocuencia de su oratoria
ni el carisma y encanto de su atractiva personalidad ni nada parecido.
Reconocer que el poder del sermón no pertenece a nosotros mismos, pero que Dios
ha prometido el obrar eficaz de su Espíritu, y confiar en el Espíritu y sólo el
Espíritu, no nos permitirá emplear mecanismos de manipulación para tratar de
persuadir a los oyentes (1 Cor 1:18-2:2; 2 Cor 4:2; 12:16-17; Ef 4:14). No
harán falta gritos y gemidos simulados, ni pegajosa música de trasfondo, ni
pavonearse de un lado a otro, micrófono en mano. Es el Espíritu Santo quien
penetrará en los corazones, y nosotros los predicadores sabremos confiar en su
actuar y no interferir contra su eficaz actuar.
Por
otra parte, nunca tomaremos la promesa del Espíritu como un pretexto para la
pereza. Convencidos del inmenso privilegio de ser instrumentos del Espíritu,
estudiaremos las escrituras con mayor ahínco y prepararemos los sermones con
todo cuidado y pasión. El texto favorito de algunos predicadores, "no se
preocupen de qué van a decir; el Espíritu Santo los enseñará lo que deben
responder" (Lc 12:11-12), no se aplica a la preparación de sermones ni al
estudio sistemático de las escrituras sino a casos de arresto y persecución,
cuando uno no tiene tiempo para preparar su defensa. La exégesis bíblica no
aparece entre los dones carismáticos de la iglesia. El Espíritu Santo nos
acompañará con su luz en nuestro estudio de la palabra, pero sólo si de hecho
la estudiamos (2 Tim 2:15; 1 P 3:15; Hch 17:11; 1 Tes 5:21; Mat 22:37).
Fuente:
Protestantedigital, 2015.
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