Por. LUIS
RIVERA-PAGÁN, Puerto Rico.
Oigo unas voces confusas
y enigmáticas
que tengo que descifrar…
Dicen que soy un hereje y un
blasfemo;
y otros aseguran que he visto
la cara de Dios.
León Felipe
En
este breve ensayo nos ocuparemos de la manera en que el fundamentalismo
cristiano, apoyándose en una lectura monolítica y rígida de las escrituras
sagradas canónicas, se convierte en apologista principal del discrimen contra
la comunidad LGBTTQ.
Fundamentalismo
e intolerancia
El
fundamentalismo cristiano nació dentro de la tradición evangélica
estadounidense como un rechazo a múltiples cambios culturales que sectores
religiosos conservadores catalogaban de secularismo y alejamiento de las normas
sociales ordenadas por Dios. Sus puntos de disputa y polémica han sido
diversos: las investigaciones históricas críticas de las escrituras sagradas
que ponen en duda su inspiración divina, inerrancia e infalibilidad; las
interpretaciones metafóricas de ciertos dogmas teológicos (nacimiento virginal
de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos); el
darwinismo y la teoría de la evolución, que parece afectar la visión de la
creación narrada en el Génesis bíblico; la diversificación de las estructuras
familiares y de relaciones entre parejas; la apelación al consenso social para
regular los códigos jurídicos y las normas éticas comunitarias (Barr, 1978;
Marsden, 2006).
Diversos
autores protestantes conservadores publicaron entre 1910 y 1915 una serie de
tratados bajo el título general de Los fundamentos (The
Fundamentals) (Torrey et al., 1994). Esos tratados tuvieron, gracias al
apoyo financiero de algunos acaudalados magnates, amplia difusión y generaron
polémicas intensas y amargas en el seno de las agrupaciones religiosas y
eclesiásticas. De su título – Los fundamentos – nació la
designación del movimiento: fundamentalismo. Los fundamentalistas se perciben
como guerreros de la fe; cruzados del cristianismo evangélico ortodoxo.
Se
trataba de defender los pilares tradicionales de la fe cristiana del temido
efecto revisionista de los análisis críticos bíblicos y la teología liberal y
modernista. Pero, esos debates teológicos, al interior de las iglesias, se
acompañaron pronto de otra preocupación: el preservar y proteger la cultura y
civilización cristiana occidental de los supuestos efectos nocivos germinados
por la creciente secularización de la sociedad. De ahí, por ejemplo, las
fuertes batallas contra las teorías de la evolución de la especie humana, el
feminismo y sus reclamos de igualdad para la mujer, incluyendo los derechos
reproductivos femeninos y su posible ordenación al ministerio o sacerdocio, y,
más recientemente, los reclamos de reconocimiento jurídico y dignidad social de
la comunidad LGBTTQ.
Mark
Juergensmeyer (2000) detecta, en muchos grupos que reclaman legitimidad
religiosa para su intolerancia moral, una pretensión de reactivar el
patriarcado heterosexista. En el contexto social liberal de la modernidad
tardía, esa postura conduce a una amarga hostilidad contra las señales de lo
que esos grupos tildan como “degeneración moral”. La homosexualidad es uno de
los blancos de crítica y ataque de integristas y fundamentalistas de distintas
tradiciones religiosas: cristianas, judías, islámicas, hindúes. Su retórica
ética y su praxis social se impregnan de homofobia. El homoerotismo deja de
ser, en esa perspectiva teológica, una conducta protegida por el derecho a la
intimidad individual, y se convierte en acción diabólica, en símbolo privilegiado
del imperio de Satanás.
Fundamentalismo
y homofobia en Puerto Rico
En
los últimos años, las iglesias puertorriqueñas han descubierto que representan
un sector considerable de la sociedad y que pueden intentar determinar matices
y dimensiones significativas de la vida colectiva. Es un error estimar como
perversa esa intención. Su objetivo sincero es mitigar la crisis de valores que
ellos perciben en la ética comunitaria. Es indudable, sin embargo, que muchas
de sus intervenciones en el ámbito público se restringen a asuntos de moralidad
sexual: la educación sexual, los derechos reproductivos femeninos, la
disponibilidad de medios anticonceptivos, la interrupción voluntaria de los
embarazos, los prontuarios atrevidos de algunos cursos universitarios y el
homoerotismo. Sin duda, muchas participaciones en el ámbito público de varios
líderes religiosos tienen que ver primordialmente con lo que el escritor Luis
Rafael Sánchez ha tildado “las grescas que acontecen al sur del ombligo”
(Sánchez, 1999, p. 111).
Algunos
líderes religiosos parecen nuevos Torquemadas buscando herejes y heterodoxos a
quienes quemar en la cruel hoguera de la opinión pública. Se proclaman sagrados
fisgones y auditores de la intimidad personal. Siguiendo a pie juntillas el
ejemplo de los fundamentalistas estadounidenses, de quienes reciben aliento,
inspiración e ideas, buena parte de estos líderes han hecho de la guerra contra
los homosexuales, gais y lesbianas pilar central de sus diatribas y censuras
(McNeill, 1993; Seow, 1996; Wink, 1999).
Líderes
eclesiásticos prominentes hacen de la polémica contra la homosexualidad un
signo distintivo de su ministerio en la palestra pública. Esgrimen los horrores
legendarios de Sodoma y Gomorra para estigmatizar toda propuesta de liberar las
normas legales de prejuicios atávicos. No tienen problema alguno en convertir
la Biblia en una antología de “textos del terror”. Se trata de una peculiar
idolatría de la letra sagrada. Cuando se menciona a Sodoma, por lo general se
pasa por alto el texto profético de Ezequiel 16: 49, donde el pecado de esta
legendaria ciudad se formula de una manera distinta a la que acostumbramos oír
– “Este fue el crimen de tu hermana Sodoma: orgullo, voracidad, indolencia de
la dulce vida tuvieron ella y sus hijas; no socorrieron al pobre y al
indigente”.
La
homofobia ha sido la obsesión que ha caracterizado las intervenciones públicas
de los fundamentalistas boricuas durante los inicios de este nuevo siglo. En
Puerto Rico, la conducta homosexual se consideraba delito grave, según el
código penal vigente por décadas. En el 2003, en un proceso de revisión de las
leyes penales del país para ponerlas al día en consonancia con las normas
jurídicas modernas, destacados juristas desarmaron críticamente los fundamentos
en derecho del artículo 103 del código penal puertorriqueño, el bastión de la
discriminación legal de los homosexuales (Álvarez González, 2001). Ese artículo
afirmaba lo siguiente: “Toda persona que sostuviere relaciones sexuales con una
persona de su mismo sexo o cometiere el crimen contra natura con un ser humano
será sancionada con pena de reclusión por un término fijo de diez (10) años.”
Aunque
esa disposición legal nunca se aplicaba, ya que nadie era arrestado ni acusado
por violarla, los apologistas de la criminalización de las relaciones
homosexuales defendían su vigencia alegando sus supuestas virtudes religiosas y
morales. Eliminarlo, alegaban, equivalía a legitimar las relaciones entre
parejas del mismo sexo y a degradar el matrimonio tradicional. Un nutrido grupo
de líderes religiosos asumieron vigorosamente el liderato, en la discusión
pública, de la oposición contra la posible descriminalización de las relaciones
homosexuales. El pueblo puertorriqueño presenció durante meses la intensa
polémica pública entre juristas, sociólogos, sicólogos u otros peritos, por un
lado, que propugnaban eliminar del código penal la criminalización de la
homosexualidad, registrada en ese artículo 103, y líderes de distintas
confesiones y agrupaciones religiosas, citando versículos bíblicos que a su
entender expresan el repudio divino absoluto de la homosexualidad.
Los
argumentos centrales de esos religiosos fueron, reducidos a lo esencial, dos:
los mandamientos bíblicos, alegados reflejos de la voluntad divina, y la
naturaleza de la sexualidad humana, tal como Dios la ha supuestamente diseñado.
De acuerdo al primero, los mandamientos bíblicos, la cosa parece sencilla: la
Biblia, se alega, condena la homosexualidad. El problema es que si se toma el
sendero de los “textos del terror”, los resultados pueden ser sencillamente
aterradores. La Biblia, por ejemplo, ordena matar las brujas (Éxodo 22: 18) y
las desposadas no vírgenes (Deuteronomio 22: 20-21). Ambos textos no quedaron
en el vacío. Hombres con poder social y mentalidad patriarcal los leyeron con
mucha atención, antes de proceder a cegar atribuladas vidas femeninas. En el
siglo diecinueve, los defensores norteamericanos de la esclavitud encontraron
en la Biblia un arsenal muy útil para sus pretensiones de conservar intactas
las leyes que convertían a unos seres humanos en propiedad y mercancía de otros
seres humanos (Haynes, 2002).
Por
siglos, textos canónicos atribuidos a san Pablo proporcionaron argumentos muy
convenientes para los opositores de la equidad en derechos de las mujeres. Las
tradiciones patriarcales de la cristiandad, hoy tan criticadas pero no
totalmente superadas en las iglesias, tienen un innegable anclaje bíblico. Los
siguientes versículos de la primera epístola de Pablo a Timoteo fueron, durante
centurias, baluartes sólidos de una profunda tradición social de misoginia
patriarcal:
“Que las mujeres escuchen la instrucción en silencio, con todo respeto.
No permito que ellas enseñen, ni que pretendan imponer su autoridad sobre el
marido: al contrario, que permanezcan calladas. Porque primero fue creado Adán,
y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó seducir, sino que Eva fue engañada
y cayó en el pecado. Pero la mujer se salvará, cumpliendo sus deberes de madre,
a condición de que persevere en la fe, en el amor y en la santidad, con la
debida discreción”
(Primera epístola de Pablo a Timoteo 2: 11-15)
Citando
esos versículos como alegada expresión fiel y autorizada de la voluntad divina
teólogos y filósofos de la cristiandad defendieron durante casi dos milenios la
prioridad ontológica del varón sobre la mujer (“porque primero fue creado Adán,
y después Eva”), la responsabilidad femenina del terrible pecado original que
rige como perversa maldición sobre toda la historia humana (“no fue Adán el que
se dejó seducir, sino que Eva fue engañada y cayó en el pecado”), la reclusión
de la mujer en sus funciones maternales (“la mujer se salvará, cumpliendo sus
deberes de madre”) y su sumisión perpetua al silencio y la obediencia (“Que las
mujeres escuchen la instrucción en silencio… No permito que ellas enseñen, ni
que pretendan imponer su autoridad… al contrario, que permanezcan calladas.”)
Sólo cuando biblistas y teólogos comenzaron a estudiar ese rígido mandato en su
contexto histórico específico; a saber, como manifestación ideológica de una
sociedad helenística patriarcal ya superada culturalmente y no como expresión
de la voluntad divina (Schüssler Fiorenza, 1983), pudo iniciarse la lenta
superación de la subordinación femenina, la cual, dicho sea de paso, aún no
concluye.
Lo
anterior no quiere decir que la Biblia sea un texto insignificante para la
reflexión ética. Todo lo contrario. Las escrituras sagradas hebreo cristianas
presentan desafíos constantes y complejos de lectura e interpretación. Es
imposible leer la Biblia, con la mente libre de prejuicios, sin percibir el
predominio en ella de la convocatoria profética a la solidaridad con los
desvalidos y marginados. “Abre tu boca en favor de quien no tiene voz y en
defensa de todos los desamparados… y defiende la causa del desvalido y del
pobre” (Proverbios 31: 8-9); “¡Defended al desvalido y al huérfano, haced
justicia al oprimido y al pobre, librad al débil y al indigente, rescátenlos
del poder de los impíos!” (Salmo 82: 3-4). Las condenas en la Biblia,
frecuentes en los profetas y en los Evangelios, se dirigen, en su gran mayoría,
contra quienes usan el poder público – político, económico y religioso – para
la injusticia y la opresión. Ejemplo destacado es el amargo juicio que Jeremías
hace de la conducta de Joaquín, rey de Judá (Jeremías 22: 13-16):
“!Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad,
sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!…
¿No… hizo [tu padre] juicio y justicia, y entonces le fue bien? El juzgó la
causa del afligido y del menesteroso… ¿No es esto conocerme a mí? dice Jehová.”
O el
profeta Miqueas (Miqueas 3: 1-4), apostrofando a los gobernantes de Israel por
su injusticia y el abuso del poder:
“Oíd ahora, príncipes de Jacob, y jefes de la casa de Israel: ¿No
concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y
amáis lo malo, que les quitáis su piel y su carne de sobre los huesos; que
coméis asimismo la carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos,
y les quebrantáis los huesos y los rompéis como para el caldero, y como carnes
en olla. Entonces clamaréis a Jehová, y no os responderá; antes esconderá de
vosotros su rostro en aquel tiempo, por cuanto hicisteis malvadas obras.”
O
Jesús en su amarga confrontación con los líderes religiosos de su época,
quienes intentaban imponer sobre la conciencia humana sus restrictivos códigos
de pureza (Mt. 23: 27-28):
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois
semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran
hermosos, pero por dentro están llenos de… toda inmundicia. Así también
vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por
dentro estáis llenos de hipocresía…”
Así
como una vez se reconoció, al menos por las voces más ilustradas y sensatas, la
impertinencia e insensatez de usar la Biblia como arsenal contra la teoría
heliocéntrica, la evolución de las especies, el gobierno republicano, la
abolición de la esclavitud, la tolerancia del pluralismo religioso o la
igualdad de las mujeres, hoy debemos evitar emplearla como instrumento de
discrimen y persecución contra quienes defienden su derecho a la intimidad de
sus orientaciones sexuales. Los auténticos lectores de la Biblia encuentran en
ella horizontes cada vez más amplios de solidaridad y respeto a la diversidad
humana como reflejo temporal de la trascendencia eterna divina. Por algo la
hermenéutica bíblica ha nutrido toda otra hermenéutica académica y, en general,
la crítica literaria secular (Auerbach, 2003).
El
segundo argumento clásico en la tradición cristiana contra la homosexualidad,
proviene de una valoración de la sexualidad hoy considerada obsoleta y atávica.
Ciertos textos de san Pablo, ligados a la teoría de la concupiscencia
desarrollada por san Agustín, ensombrecieron moralmente la sexualidad. Se vio
en ella la señal máxima del pecado. Se le estigmatizó moralmente, adjudicándole
una exclusiva función permisible – la procreación, la reproducción de la
humanidad. La castidad, el celibato, la virginidad se convirtieron en virtudes
primarias de la cristiandad (Brown, 1988). La relación sexual se limitó a la
esfera marital y exclusivamente con el propósito de proseguir la especie
humana. Si la única justificación admisible para la sexualidad era la
procreación humana, toda actividad sexual que no tuviese esa finalidad era
severamente condenada. No queda lugar, en este esquema conceptual, para el
placer infértil, sobre todo aquél que no puede enmarcarse en la dualidad de
“varón y hembra” tan reiterada en la escrituras sagradas.
Todavía
resuenan en muchos documentos eclesiásticos oficiales, al igual que en muchos
púlpitos, los residuos de esa valoración negativa del placer sexual. De aquí la
larga e inútil batalla contra el llamado onanismo, así catalogado en referencia
al texto veterotestamentario sobre Onán (Génesis 38: 6-10). Su costo ha sido elevado:
la agonía mental y espiritual de innumerables jóvenes hondamente angustiados
por su incapacidad de vivir a la altura de esas normas de abstinencia corporal.
Nuestra sociedad e incluso la mayoría de la cristiandad ya no se rigen por ese
riguroso ascetismo corporal. Cada vez más, se reconoce la legitimidad y
autonomía del placer sexual. La obsesión por la concupiscencia deja de dominar
la reflexión ética de los principales centros de formación teológica.
Nos
encontramos en un momento en la historia humana en que se debaten perspectivas
muy disímiles sobre la familia y la sexualidad humana, sus múltiples
configuraciones, matices y dimensiones (Ruether, 2000). Las leyes, en una
sociedad democrática y liberal, deben proteger la pluralidad de visiones y conducir
a que los debates y conflictos entre ellas se conduzcan de maneras civiles y
dialógicas. La idea jurídica del alegado “crimen contra natura” supone un
consenso social que ya no existe. El pluralismo ideológico, ético y religioso
es elemento esencial de toda democracia moderna. Eso requiere de todos
abandonar los repudios absolutos y aprender a reconocer, respetar y, si
posible, disfrutar la dignidad de las diferencias, la equidad en las
diversidades (Sacks, 2002).
A la
sombra de la alegada “naturaleza” humana con excesiva frecuencia se consideró,
citando a autoridades distinguidas de la cultura occidental como Aristóteles,
san Pablo y Tomás de Aquino y esgrimiendo ciertos versículos bíblicos, que unos
seres humanos eran inferiores en racionalidad y espíritu que otros – los
esclavos en comparación con sus amos, las mujeres en comparación con los
varones, los indígenas americanos en comparación con los blancos europeos.
Pocas cosas son tan naturales como la idea de la naturaleza humana. Las teorías
críticas feministas han logrado evidenciar la contingencia del sexo, las
disposiciones sexuales y la identidad de género. Han desmantelado su aparente
arraigo en una “naturaleza” humana perenne y han mostrado su carácter de
construcciones culturales, regidas por normas sociales reproductivas
heteronormativas (Butler, 1990). El discrimen que padece la comunidad LGBTTQ,
además de jurídicamente arcaico, constituye un atavismo filosófico y teológico.
La
criminalización de la homosexualidad inscrita en el código penal puertorriqueño
se abolió como efecto secundario de la decisión del tribunal supremo
estadounidense en el caso de Lawrence et al. v. Texas, emitida el
26 de junio de 2003. Pero en 2007 se fraguó otro debate intenso en Puerto Rico,
producto de una alianza entre políticos oportunistas y religiosos conservadores
y fundamentalistas. En noviembre de ese año el Senado de Puerto Rico aprobó la
resolución concurrente número 99, presentada y propugnada por uno de los
políticos más corruptos en nuestra historia: Jorge de Castro Font. El propósito
de esa resolución era poner en práctica en nuestro país una estrategia similar
a la seguida en diversos estados norteamericanos: enmendar la constitución
estatal para regular como única y exclusiva relación conyugal legítima el
matrimonio entre un hombre y una mujer, atajando de esa manera uno de los
reclamos de la comunidad homosexual – el reconocimiento jurídico de sus
relaciones de amor. La enmienda a la constitución leería de la siguiente
manera: “El matrimonio es una institución civil, que se constituirá sólo por la
unión legal entre un hombre y una mujer en conformidad con su sexo original de
nacimiento. Ninguna otra unión, independientemente de su nombre, denominación,
lugar de procedencia, jurisdicción o similitud con el matrimonio, será
reconocida o validada como un matrimonio.”
La
Cámara de Representantes, afortunadamente, no dio paso al proyecto. Pero
durante varios meses líderes religiosos fundamentalistas y conservadores
insistieron públicamente, utilizando todos los medios de comunicación masiva a
su disposición, en la necesidad de aprobar esa enmienda a la constitución como
medida indispensable para evitar la supuesta degeneración moral de la familia
como institución pilar de la sociedad. La alternativa, varios de ellos
insistieron, era la reiteración en Puerto Rico del legendario cataclismo
acontecido en Sodoma y Gomorra. Líderes políticos de dudosa reputación ética,
como los senadores Jorge de Castro Font y Roberto Arango, se convirtieron en
apologistas de esa posible enmienda constitucional, a cambio del apoyo de las
iglesias conservadoras y fundamentalistas en las primarias de su partido
político y luego en las elecciones generales de noviembre de 2008. Lo lograron,
aunque ambos políticos luego tuvieron que renunciar a sus escaños senatoriales
por acciones nada honorables.
Las
intervenciones de muchos líderes religiosos en ese debate intenso, con escasas
y honorables excepciones, fueron lamentables. Intentaron estigmatizar a unos
seres humanos – la comunidad LGBTTQ – como prevaricadores que repudian la
voluntad divina y amenazan la salud moral de la sociedad puertorriqueña. Poco
les importó las consecuencias que esas imputaciones podrían tener para las
vidas de unas personas cuya distinta manera de sentir y vivir el amor debía,
por el contrario, ser motivo de reconocimiento, respeto e incluso regocijo en
la diversidad. Tampoco le han explicado al pueblo su alianza, en esa campaña
homofóbica, con algunos de los políticos de menor integridad ética en la
historia de nuestro país.
La
homofobia fundamentalista encarna una lógica discursiva nada novedosa. Siempre
que las sociedades modernas han asumido el desafío conflictivo y complejo de
abolir y superar ciertas restricciones jurídicas y hábitos sociales que evitan
la plena y equitativa participación en los procesos decisionales democráticos
por razones de nacionalidad, raza, etnia, religión, educación o identidad
sexual, han surgido voces que de manera estridente advierten sobre sus alegadas
posibles consecuencias nocivas. La historia de la libertad humana ha tenido que
recorrer siempre el tortuoso sendero de amarguras, labrado con obstinación y
terquedad por quienes se empeñan en que el futuro humano se limite a los
paradigmas del pasado, idílico para algunos, profundamente doloroso y trágico
para muchos otros.
El
debate/diálogo en el interior de las comunidades religiosas y la sociedad
puertorriqueña general debe conducirse en un contexto de respeto recíproco por
parte de las distintas perspectivas éticas, teológicas y filosóficas. Ese
ambiente no puede lograrse plenamente mientras se anatemice una de esas
perspectivas sobre lo que es recto y justo permitir en la sociedad y en las
iglesias. De ello se han dado cuenta un número creciente de iglesias en
diversas partes de nuestro orbe, las cuales insisten en que las leyes de un
país no deben usarse para criminalizar y discriminar sectores minoritarios.
Otras incluso han dado un paso más adelante, aprobando la ordenación a su
ministerio o sacerdocio de seres humanos de diversas orientaciones sexuales y
diseñando celebraciones litúrgicas para sus matrimonios no tradicionales
(Johnson, 2006). En la teología y los estudios religiosos surgen voces
elocuentes que con sólido rigor intelectual analizan de manera novedosa las
diversas posibles configuraciones legítimas del amor, la sexualidad y la
familia, libres del lastre discriminatorio de la homofobia (Ellison &
Douglas, 2010). En los estudios críticos de los escrituras sagradas y en la
hermenéutica bíblica se cuestionan, con rigurosidad académica, las traducciones
e interpretaciones de textos adobadas con cierto matiz homofóbico (Lings,
2011).
La
mayoría de las iglesias cristianas se enfrascan hoy en un proceso complejo de
reflexión y evaluación sobre la homosexualidad, como antes lo hicieron respecto
a la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos de las mujeres. Es un
sendero que seguramente conducirá, como ocurrió en esas instancias anteriores,
a la reinterpretación de los textos sagrados, a la creación de un orden social
más igualitario y democrático y a la eliminación de leyes obsoletas y
discriminatorias. El discrimen que padece la comunidad LGBTTQ ha motivado
debates intensos al interior de muchas iglesias, con sectores crecientes que
pugnan por liberar su devoción piadosa del lastre de la homofobia (Silva Gotay
y Rivera Pagán, 2015). Es un proceso de emancipación que, como otros similares
en el pasado, progresa lenta y pausadamente, pero que esperamos concluya en un
ambiente jurídico y social de reconocimiento y apreciación de la equidad en las
diversidades que enriquecen la humanidad.
Todavía
nos queda mucho que recorrer en el sendero que conduce a la superación de la
homofobia fundamentalista. Lo esencial a recordar es la perspectiva profética y
evangélica central en las escrituras sagradas judeocristianas, la cual tan bien
expresara en una de sus geniales intuiciones el gran poeta y patriota cubano
José Martí…
“¡Son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los
pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a
volar, con sus alas de plata encendidas, el Evangelio! ¡La verdad se revela
mejor a los pobres y a los que padecen!” (El cisma de los católicos en Nueva
York, 1887).
*Luis Rivera-Pagán, PhD. Profesor
emérito del Seminario Teológico de Princeton. Es autor de varios libros, entre
ellos, Evangelización y violencia: La conquista de América (1992), Entre el oro
y la fe: El dilema de América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y
teología en América Latina (1996), Diálogos…
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