El actual es un marco
legal posible y no el de todos deseable, pues éste no es factible dada la
diversidad de intereses que componen las instancias de poder de toda la
sociedad. Pocos pueden considerarse plenamente satisfechos con el marco legal
reformado: unos, porque habiendo participado en la elaboración del proyecto, no
prosperaron todos sus puntos de vista; otros, porque habiendo intervenido en el
proceso legislativo, no tuvieron elementos ni tiempo para un mejor aporte,
además de la presión disciplinaria ejercida sobre el partido mayoritario que
aceleró los tiempos de aprobación de las enmiendas y elaboraciones de ley;
otros más, porque habiendo expresado su parecer en los medios impresos,
carecieron de fuerza social para influir en la toma de decisiones, y, las más,
las mayorías, porque habiendo sido informadas de un proceso que las afectaba ni
fueron invitadas a debatir e influir en los alcances de la reforma, ni tuvieron
la fuerza suficiente para hacerse partícipes.[1] (Rodoolfo
Casillas R.)
Introducción
Al
cumplirse tres años de las reformas constitucionales que permitieron el
reconocimiento de las iglesias en México, se han ensayado varios balances desde
diferentes niveles y perspectivas. Los primeros, procedentes de las cúpulas
católicas, oscilan entre el triunfalismo y las severas dudas de su
funcionalidad. Otros análisis, esbozados desde ambientes académicos, también
señalan muchas contradicciones y deficiencias en la puesta en práctica de
dichos cambios.[2] La mirada oficial, por su parte, y sobre todo en el régimen
zedillista, ya no ubica dichas transformaciones dentro del marco de la tan
mencionada modernización salinista, sino que más bien, y sobre todo a partir de
los conflictos en Chiapas, manifiesta un cierto aire de lamentación por haber
cedido a las iglesias un espacio de acción que no se previó en su momento.
Ciertos círculos periodísticos, por su parte, no dejan de hablar
superficialmente acerca de los males que ha ocasionado esa nueva legislación en
el comportamiento de los grupos religiosos. Incluso, algunos legisladores del
Partido Revolucionario Institucional (PRI) han llegado a plantear la necesidad
de revisar los cambios y, si fuera necesario, dar marcha atrás en lo que
estipulan. Los masones se han quedado francamente rezagados.
Ante
tal variedad de apreciaciones no debería pasarse por alto que, por encima de
dichos pronunciamientos, vale la pena detenerse a observar, así sea
sucintamente, la fenomenología propiciada por esos cambios constitucionales en
la vida de las iglesias, particularmente en las evangélicas, las cuales, hay
que recordar, no fueron las principales interesadas en ser reconocidas como
asociaciones constituidas. Además, ante la creciente derechización del país,
caracterizada por el aumento de la influencia del Partido Acción Nacional (PAN)
en la vida nacional, por medio de sus triunfos en gubernaturas y en municipios,
la manera de enfocar el asunto adquiere una dimensión nueva, estrictamente
inédita en la época moderna del país, por cuanto era impensable hace por lo
menos quince años que un grupo de evangélicos pensara seriamente en la
posibilidad de organizarse como partido político regional. Las costumbres
episcopales en su trato con el poder no han variado mucho, aunque el peso
específico del catolicismo en la vida nacional haya disminuido. El caso es que
este proceso de derechización coincide más bien con una laicización de la
aplicación de los esquemas católicos tradicionales. Esto es posible advertirlo
en las decisiones de los ayuntamientos panistas de Mérida, Monterrey y
Guadalajara, acerca de la vida cultural de esas ciudades, y de las mojigaterías
del gobernador interino de Guanajuato. Más recientemente, en la asunción de
Norberto Rivera Carrera como arzobispo primado de México, la presencia de los
gobernadores de Puebla y de Durango, son evidencias del mismo proceso.
Desde
la muerte del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y el inicio del conflicto
armado en Chiapas, no pasa un día sin que el elemento religioso salga a
colación en casi todos los medios. La interminable y dudosa investigación de
dicho crimen y el involucramiento directo del obispo de San Cristóbal en las
negociaciones por la paz han marcado estos tiempos de una manera peculiar. La
reciente expulsión de tres sacerdotes de dicha diócesis no puede ser leída más
que como un intento político del régimen actual por subordinar y controlar a un
núcleo católico que no ha sido sometido ni siquiera por el Vaticano a pesar de
sus múltiples intentos. Girolamo Prigione, flamante embajador del Vaticano, ni
siquiera ligeramente cuestionó el abuso de autoridad de que estos religiosos
fueron objeto, porque dicho acto se inscribió en una línea de la que él
participa.
Las
iglesias evangélicas, por su parte, engolosinadas con sus tibios proyectos de
expansión numérica y con sus tenues pronunciamientos sobre la necesidad de
adecuar las leyes a las nuevas realidades nacionales, poco a poco tuvieron que
esforzarse en pensar seriamente acerca de las posibles consecuencias de un
cambio en la legislatura del país. Por ejemplo, en febrero de 1991, en las
instalaciones del Seminario Teológico Presbiteriano de México tuvo lugar un
encuentro de análisis acerca de los artículos referentes a las relaciones
Iglesia-Estado. Uno de los participantes, Óscar Moreno Pérez, haciendo gala de
un priismo a toda prueba, quiso conducir el hilo principal de la reunión hacia
la aceptación acrítica de todo lo que viniera desde el régimen. Ese año habría
elecciones para renovar las Cámaras y Salinas de Gortari preparaba sus armas
para asaltar el control de las mismas, después de los bochornosos sucesos de
julio de 1988: necesitaba un congreso arrodillado para poder, en la segunda
mitad de su sexenio, aplicar las reformas modernizadoras que sintonizaran con
sus intenciones de mantener la hegemonía de su grupo político hasta comienzos
del siglo venidero. Los impulsos neoliberales encaminados al adelgazamiento del
Estado y a la formalización del Tratado de Libre Comercio exigían cambios
fundamentales en las áreas económica, agrícola, educativa y también en la
cuestión religiosa, que se fueron dando sistemáticamente. Ya con las reformas
constitucionales en marcha, varios organismos eclesiásticos trataron de
reaccionar, unos con mayor fuerza y claridad que otros. Uno de los eventos más
relevantes en este sentido fue el Encuentro Iglesias y Sociedad Mexicana,
Relaciones Estado-Iglesia, llevado a cabo en enero de 1992.[3]
Cuando
apareció publicada la nueva Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en
el Diario Oficial de la Federación, el 15 de julio de 1992, la suerte de las
iglesias estaba echada: ahora tendrían que acomodarse a una nueva forma de
actuación social. Contra la costumbre de los grupos protestantes, habituados al
silencio y la pasividad, las nuevas condiciones jurídicas les exigirían formas
impredecibles de respuesta y de expresión de sus proyectos. A continuación se
harán algunas breves observaciones sobre lo sucedido en estos tres años en el
campo religioso protestante.
1. Las mentalidades: del
apoliticismo consuetudinario y dualista al protagonismo coyuntural
Carlos
Mondragón ha llevado a cabo uno de los mejores esbozos acerca de la evolución
de las actitudes de los evangélicos mexicanos hacia la política.[4] Partiendo
del desarrollo histórico de los protestantismos mexicanos en la vida del país,
llega a la conclusión de que, efectivamente, el desapego por un protagonismo
real y eficaz en la situación social se contradice ampliamente con los impulsos
que durante la época de la Revolución se dieron en las iglesias históricas.
Señala:
El
nivel de participación política de los evangélicos no ha sido el mismo en los
diferentes momentos de la historia de México. Después de la década de los
cuarenta se nota una disminución de la presencia protestante en la vida
política mexicana. Este hecho está todavía por explicarse más ampliamente. Por
el momento, un historiador como Bastian propone que esto se debió, entre otras
cosas, a la pérdida de las escuelas protestantes y su pedagogía, así como al
abandono de la herencia liberal-radical. Yo agregaría a esto la pérdida,
también, de una teología evangélica que concebía la salvación del ser humano
como un hecho integral, que no separaba las necesidades espirituales y
materiales de la población.[5]
Este
dualismo tan arraigado en la mentalidad evangélica ha contribuido grandemente
al letargo social, el cual ahora parece ser sustituido por un protagonismo
coyuntural muy ingenuo, que puede desembocar en el uso de los núcleos
protestantes para beneficio de ciertas oligarquías, cuyos reacomodos se tratarán
de señalar líneas abajo. Las “jerarquías amorfas” de las que hablaba Bastian se
han ido conformando en estos tres años de una manera impredecible y errática
hasta llegar a fortalecer nuevas formas de caciquismo religioso y político. El
mismo Mondragón se refería a estas dificultades inéditas, aun desde antes que
se dieran los cambios constitucionales: “El mayor peligro para su inexperiencia
política está dado por aquellos que empiezan a ver en los evangélicos una
potencial clientela política y electoral”.[6] Este peligro recuerda lo sucedido
en Perú, cuando Alberto Fujimori, incorporó a varios líderes evangélicos a su
movimiento, Cambio 90, y quienes, como uno de los vicepresidentes, Carlos
García, a la hora del autogolpe de estado, terminaron muy mal ubicados.
Bastian, al analizar brevemente este episodio, cita al corresponmsal del
Washington Post en Lima, quien afirmó: “Mientras que el novelista Vargas Llosa
se dirigía a un público anónimo, Fujimori entraba silenciosamente en contacto
con otros sectores, aprovechando el ejército gratuito de los evangélicos para
difundir su mensaje aun en valles muy lejanos y en barriadas polvorientas de
reciente formación”.[7]
Otra
perspectiva, sin embargo, mucho más favorable en muchos sentidos para el
reajuste necesario de la mentalidad evangélica en cuestión política, lo ha
proporcionado Roberto Blancarte con sus observaciones acerca de los efectos de
los cambios en la legislación. En un artículo aparecido a principios de 1994,
advertía:
Cuando
las Iglesias, y sobre todo la católica por ser la mayoritaria, han pretendido
intervenir en la sociedad como factor de poder, los resultados han sido muy
nocivos tanto para la Iglesia como para el conjunto de la sociedad. Por el
contrario, cuando en nuestra historia las Iglesias han intervenido como
instituciones proféticas, es decir liberadoras, y han hecho contrapeso al poder
absoluto y muchas veces autoritario, los resultados han sido positivos para la
sociedad y para las Iglesias mismas.[8]
Resultaría
muy sencillo aplicar lo anterior únicamente al catolicismo, debido a su peso
específico en la historia del país, pero no deberíamos olvidar la antigua
solidaridad evangélica con la lucha revolucionaria de principios de siglo, a
través de la cual, los protestantismos mexicanos hicieron sentir su valor como
fuerza ideológica minoritaria. Si bien, como insistía Gonzalo Báez-Camargo,
dicha participación no tuvo un carácter corporativo,[9] eso no dejó de ponerlos
en riesgo al apoyar una lucha que los puso decididamente del lado de la disidencia
socio-política. Por ello, ante la coyuntura política actual, es preciso
preguntarse si existe una alternativa sólida que sin caer en el corporativismo,
permita que las bases evangélicas abandonen de una vez por todas su oficialismo
prevaleciente. Blancarte, al intentar hacer un balance de los dos años de los
cambios, le dedicó las siguientes líneas a la problemática específicamente
protestante:
Las
Iglesias protestantes históricas continúan cultivando su alianza implícita con
el Estado mexicano. Pero al mismo tiempo, dichas iglesias se ven rebasadas por
los acontecimientos sociales, debido entre otras cuestiones a la escasez de
cuadros preparados e intelectuales orgánicos, lo que lleva a poca claridad del
momento y a un bajo sentido de la oportunidad. La nueva legislación las obliga
a replantearse su mismo papel como actores sociales, pero se encuentran
incapacitadas para dar respuesta a la situación emergente. De ahí que se
enfrasquen permanentemente en conflictos internos de representatividad y olviden
cuestionarse acerca del nuevo papel social que las circunstancias nacionales
les exigen.[10]
Estas
luchas internas por la representatividad las protagonizan políticos
improvisados que se ven de repente llevados por la marea de las circunstancias
a situaciones en las que tienen que expresar, con la típica mentalidad
evangelical, carente de coordenadas políticas adecuadas, la perspectiva de
grupos enteros. Es el caso, patético, de Alberto Montalvo, quien en una
entrevista ampliamente difundida, y en el fragor de los inicios de la rebelión
zapatista en Chiapas, atacó al obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel
Ruiz y a la teología de la liberación como detonantes de “la impartición de la
justicia a través de las armas, de la violencia”, además de defender al Estado,
criticando la labor de intermediación del obispo de San Cristóbal, cuya
participación, según él, “debilita al Estado y lo presenta como inepto para
atender sus tareas”.[11] Esta cuasi-idolatría del Estado, de creer que no se
equivoca nunca, de suponer que patriotismo debe ser sinónimo de gobiernismo a
ultranza, permea indudablemente las actitudes socio-políticas de los
protestantes mexicanos. Hace falta poner en práctica una ética política
cristiana eficaz que proceda de una efectiva articulación entre las verdades
del Evangelio y las realidades de la conflictividad social. Como recordaba
Carlos Ramírez al citar a Max Weber: “También los cristianos primitivos sabían
muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete
en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la
violencia, ha sellado un pacto con el Diablo, de tal modo que ya no es cierto
que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que
frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente
hablando”.[12]
2. Los discursos: del priísmo
acrítico al politicismo beligerante
El
Comité Nacional Evangélico de Defensa, con su clásico mitin anual del 21 de
marzo, había monopolizado durante décadas la verbalización protestante en
relación con el poder. Cada año el acto vespertino revestía el carácter de eco
de la celebración matutina oficial, aderezada por supuesto con los excesos
evangelísticos de los propagandistas de ocasión, que siguen convirtiendo a la
Alameda Central en el espacio evangélico más vociferante de la ciudad. Pero,
paulatinamente, esa organización empezó a ser rebasada en su representatividad.
En 1992 se dio el primer conflicto, cuando los organizadores de la campaña del
evangelista de masas Luis Palau, traído ex profeso a la capital para apuntalar
los embates reformistas de la Constitución, trataron de apropiarse del acto,
buscando que dicho orador participara en el mismo. Las discusiones entre los
dirigentes tuvieron muy en cuenta el hecho de que, por un lado, las reformas
aún no se habían formalizado por completo y si alguien como Palau, extranjero,
tomaba la palabra en el mitin, eso sería un atentado contra la supuesta
obediencia evangélica a los artículos constitucionales, tal como se mantenían
desde mucho tiempo atrás. Lo cual no impidió que las masas evangélicas, bien
azuzadas, gritaran consignas del tipo de “¡Salinas, amigo/ Cristo está
contigo!”.[13] Al término de ese régimen y después de padecer otro colapso
económico fruto de las medidas neoliberales que se han impuesto en casi todos
los países de la zona, un discurso semejante no vendría a ser más que la
manifestación de una sutil complicidad con un sistema que sigue controlando a
la nación. Además, la profesión pública de fe en el neoliberalismo del nuevo
régimen nos presenta a un Roboam en el poder que no ha tratado de aligerar la
carga que dejó el Salomón sexenal sobre las espaldas del pueblo.
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