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sábado, 22 de junio de 2013

Política y nuevo régimen constitucional de las iglesias. Mentalidades, discursos, acciones (1995)

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*

El actual es un marco legal posible y no el de todos deseable, pues éste no es factible dada la diversidad de intereses que componen las instancias de poder de toda la sociedad. Pocos pueden considerarse plenamente satisfechos con el marco legal reformado: unos, porque habiendo participado en la elaboración del proyecto, no prosperaron todos sus puntos de vista; otros, porque habiendo intervenido en el proceso legislativo, no tuvieron elementos ni tiempo para un mejor aporte, además de la presión disciplinaria ejercida sobre el partido mayoritario que aceleró los tiempos de aprobación de las enmiendas y elaboraciones de ley; otros más, porque habiendo expresado su parecer en los medios impresos, carecieron de fuerza social para influir en la toma de decisiones, y, las más, las mayorías, porque habiendo sido informadas de un proceso que las afectaba ni fueron invitadas a debatir e influir en los alcances de la reforma, ni tuvieron la fuerza suficiente para hacerse partícipes.[1] (Rodoolfo Casillas R.)
Introducción
Al cumplirse tres años de las reformas constitucionales que permitieron el reconocimiento de las iglesias en México, se han ensayado varios balances desde diferentes niveles y perspectivas. Los primeros, procedentes de las cúpulas católicas, oscilan entre el triunfalismo y las severas dudas de su funcionalidad. Otros análisis, esbozados desde ambientes académicos, también señalan muchas contradicciones y deficiencias en la puesta en práctica de dichos cambios.[2] La mirada oficial, por su parte, y sobre todo en el régimen zedillista, ya no ubica dichas transformaciones dentro del marco de la tan mencionada modernización salinista, sino que más bien, y sobre todo a partir de los conflictos en Chiapas, manifiesta un cierto aire de lamentación por haber cedido a las iglesias un espacio de acción que no se previó en su momento. Ciertos círculos periodísticos, por su parte, no dejan de hablar superficialmente acerca de los males que ha ocasionado esa nueva legislación en el comportamiento de los grupos religiosos. Incluso, algunos legisladores del Partido Revolucionario Institucional (PRI) han llegado a plantear la necesidad de revisar los cambios y, si fuera necesario, dar marcha atrás en lo que estipulan. Los masones se han quedado francamente rezagados.
Ante tal variedad de apreciaciones no debería pasarse por alto que, por encima de dichos pronunciamientos, vale la pena detenerse a observar, así sea sucintamente, la fenomenología propiciada por esos cambios constitucionales en la vida de las iglesias, particularmente en las evangélicas, las cuales, hay que recordar, no fueron las principales interesadas en ser reconocidas como asociaciones constituidas. Además, ante la creciente derechización del país, caracterizada por el aumento de la influencia del Partido Acción Nacional (PAN) en la vida nacional, por medio de sus triunfos en gubernaturas y en municipios, la manera de enfocar el asunto adquiere una dimensión nueva, estrictamente inédita en la época moderna del país, por cuanto era impensable hace por lo menos quince años que un grupo de evangélicos pensara seriamente en la posibilidad de organizarse como partido político regional. Las costumbres episcopales en su trato con el poder no han variado mucho, aunque el peso específico del catolicismo en la vida nacional haya disminuido. El caso es que este proceso de derechización coincide más bien con una laicización de la aplicación de los esquemas católicos tradicionales. Esto es posible advertirlo en las decisiones de los ayuntamientos panistas de Mérida, Monterrey y Guadalajara, acerca de la vida cultural de esas ciudades, y de las mojigaterías del gobernador interino de Guanajuato. Más recientemente, en la asunción de Norberto Rivera Carrera como arzobispo primado de México, la presencia de los gobernadores de Puebla y de Durango, son evidencias del mismo proceso.
Desde la muerte del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y el inicio del conflicto armado en Chiapas, no pasa un día sin que el elemento religioso salga a colación en casi todos los medios. La interminable y dudosa investigación de dicho crimen y el involucramiento directo del obispo de San Cristóbal en las negociaciones por la paz han marcado estos tiempos de una manera peculiar. La reciente expulsión de tres sacerdotes de dicha diócesis no puede ser leída más que como un intento político del régimen actual por subordinar y controlar a un núcleo católico que no ha sido sometido ni siquiera por el Vaticano a pesar de sus múltiples intentos. Girolamo Prigione, flamante embajador del Vaticano, ni siquiera ligeramente cuestionó el abuso de autoridad de que estos religiosos fueron objeto, porque dicho acto se inscribió en una línea de la que él participa.
Las iglesias evangélicas, por su parte, engolosinadas con sus tibios proyectos de expansión numérica y con sus tenues pronunciamientos sobre la necesidad de adecuar las leyes a las nuevas realidades nacionales, poco a poco tuvieron que esforzarse en pensar seriamente acerca de las posibles consecuencias de un cambio en la legislatura del país. Por ejemplo, en febrero de 1991, en las instalaciones del Seminario Teológico Presbiteriano de México tuvo lugar un encuentro de análisis acerca de los artículos referentes a las relaciones Iglesia-Estado. Uno de los participantes, Óscar Moreno Pérez, haciendo gala de un priismo a toda prueba, quiso conducir el hilo principal de la reunión hacia la aceptación acrítica de todo lo que viniera desde el régimen. Ese año habría elecciones para renovar las Cámaras y Salinas de Gortari preparaba sus armas para asaltar el control de las mismas, después de los bochornosos sucesos de julio de 1988: necesitaba un congreso arrodillado para poder, en la segunda mitad de su sexenio, aplicar las reformas modernizadoras que sintonizaran con sus intenciones de mantener la hegemonía de su grupo político hasta comienzos del siglo venidero. Los impulsos neoliberales encaminados al adelgazamiento del Estado y a la formalización del Tratado de Libre Comercio exigían cambios fundamentales en las áreas económica, agrícola, educativa y también en la cuestión religiosa, que se fueron dando sistemáticamente. Ya con las reformas constitucionales en marcha, varios organismos eclesiásticos trataron de reaccionar, unos con mayor fuerza y claridad que otros. Uno de los eventos más relevantes en este sentido fue el Encuentro Iglesias y Sociedad Mexicana, Relaciones Estado-Iglesia, llevado a cabo en enero de 1992.[3]
Cuando apareció publicada la nueva Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en el Diario Oficial de la Federación, el 15 de julio de 1992, la suerte de las iglesias estaba echada: ahora tendrían que acomodarse a una nueva forma de actuación social. Contra la costumbre de los grupos protestantes, habituados al silencio y la pasividad, las nuevas condiciones jurídicas les exigirían formas impredecibles de respuesta y de expresión de sus proyectos. A continuación se harán algunas breves observaciones sobre lo sucedido en estos tres años en el campo religioso protestante.
1. Las mentalidades: del apoliticismo consuetudinario y dualista al protagonismo coyuntural
Carlos Mondragón ha llevado a cabo uno de los mejores esbozos acerca de la evolución de las actitudes de los evangélicos mexicanos hacia la política.[4] Partiendo del desarrollo histórico de los protestantismos mexicanos en la vida del país, llega a la conclusión de que, efectivamente, el desapego por un protagonismo real y eficaz en la situación social se contradice ampliamente con los impulsos que durante la época de la Revolución se dieron en las iglesias históricas. Señala:
El nivel de participación política de los evangélicos no ha sido el mismo en los diferentes momentos de la historia de México. Después de la década de los cuarenta se nota una disminución de la presencia protestante en la vida política mexicana. Este hecho está todavía por explicarse más ampliamente. Por el momento, un historiador como Bastian propone que esto se debió, entre otras cosas, a la pérdida de las escuelas protestantes y su pedagogía, así como al abandono de la herencia liberal-radical. Yo agregaría a esto la pérdida, también, de una teología evangélica que concebía la salvación del ser humano como un hecho integral, que no separaba las necesidades espirituales y materiales de la población.[5]
Este dualismo tan arraigado en la mentalidad evangélica ha contribuido grandemente al letargo social, el cual ahora parece ser sustituido por un protagonismo coyuntural muy ingenuo, que puede desembocar en el uso de los núcleos protestantes para beneficio de ciertas oligarquías, cuyos reacomodos se tratarán de señalar líneas abajo. Las “jerarquías amorfas” de las que hablaba Bastian se han ido conformando en estos tres años de una manera impredecible y errática hasta llegar a fortalecer nuevas formas de caciquismo religioso y político. El mismo Mondragón se refería a estas dificultades inéditas, aun desde antes que se dieran los cambios constitucionales: “El mayor peligro para su inexperiencia política está dado por aquellos que empiezan a ver en los evangélicos una potencial clientela política y electoral”.[6] Este peligro recuerda lo sucedido en Perú, cuando Alberto Fujimori, incorporó a varios líderes evangélicos a su movimiento, Cambio 90, y quienes, como uno de los vicepresidentes, Carlos García, a la hora del autogolpe de estado, terminaron muy mal ubicados. Bastian, al analizar brevemente este episodio, cita al corresponmsal del Washington Post en Lima, quien afirmó: “Mientras que el novelista Vargas Llosa se dirigía a un público anónimo, Fujimori entraba silenciosamente en contacto con otros sectores, aprovechando el ejército gratuito de los evangélicos para difundir su mensaje aun en valles muy lejanos y en barriadas polvorientas de reciente formación”.[7]
Otra perspectiva, sin embargo, mucho más favorable en muchos sentidos para el reajuste necesario de la mentalidad evangélica en cuestión política, lo ha proporcionado Roberto Blancarte con sus observaciones acerca de los efectos de los cambios en la legislación. En un artículo aparecido a principios de 1994, advertía:
Cuando las Iglesias, y sobre todo la católica por ser la mayoritaria, han pretendido intervenir en la sociedad como factor de poder, los resultados han sido muy nocivos tanto para la Iglesia como para el conjunto de la sociedad. Por el contrario, cuando en nuestra historia las Iglesias han intervenido como instituciones proféticas, es decir liberadoras, y han hecho contrapeso al poder absoluto y muchas veces autoritario, los resultados han sido positivos para la sociedad y para las Iglesias mismas.[8]
Resultaría muy sencillo aplicar lo anterior únicamente al catolicismo, debido a su peso específico en la historia del país, pero no deberíamos olvidar la antigua solidaridad evangélica con la lucha revolucionaria de principios de siglo, a través de la cual, los protestantismos mexicanos hicieron sentir su valor como fuerza ideológica minoritaria. Si bien, como insistía Gonzalo Báez-Camargo, dicha participación no tuvo un carácter corporativo,[9] eso no dejó de ponerlos en riesgo al apoyar una lucha que los puso decididamente del lado de la disidencia socio-política. Por ello, ante la coyuntura política actual, es preciso preguntarse si existe una alternativa sólida que sin caer en el corporativismo, permita que las bases evangélicas abandonen de una vez por todas su oficialismo prevaleciente. Blancarte, al intentar hacer un balance de los dos años de los cambios, le dedicó las siguientes líneas a la problemática específicamente protestante:
Las Iglesias protestantes históricas continúan cultivando su alianza implícita con el Estado mexicano. Pero al mismo tiempo, dichas iglesias se ven rebasadas por los acontecimientos sociales, debido entre otras cuestiones a la escasez de cuadros preparados e intelectuales orgánicos, lo que lleva a poca claridad del momento y a un bajo sentido de la oportunidad. La nueva legislación las obliga a replantearse su mismo papel como actores sociales, pero se encuentran incapacitadas para dar respuesta a la situación emergente. De ahí que se enfrasquen permanentemente en conflictos internos de representatividad y olviden cuestionarse acerca del nuevo papel social que las circunstancias nacionales les exigen.[10]
Estas luchas internas por la representatividad las protagonizan políticos improvisados que se ven de repente llevados por la marea de las circunstancias a situaciones en las que tienen que expresar, con la típica mentalidad evangelical, carente de coordenadas políticas adecuadas, la perspectiva de grupos enteros. Es el caso, patético, de Alberto Montalvo, quien en una entrevista ampliamente difundida, y en el fragor de los inicios de la rebelión zapatista en Chiapas, atacó al obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz y a la teología de la liberación como detonantes de “la impartición de la justicia a través de las armas, de la violencia”, además de defender al Estado, criticando la labor de intermediación del obispo de San Cristóbal, cuya participación, según él, “debilita al Estado y lo presenta como inepto para atender sus tareas”.[11] Esta cuasi-idolatría del Estado, de creer que no se equivoca nunca, de suponer que patriotismo debe ser sinónimo de gobiernismo a ultranza, permea indudablemente las actitudes socio-políticas de los protestantes mexicanos. Hace falta poner en práctica una ética política cristiana eficaz que proceda de una efectiva articulación entre las verdades del Evangelio y las realidades de la conflictividad social. Como recordaba Carlos Ramírez al citar a Max Weber: “También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el Diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”.[12]
2. Los discursos: del priísmo acrítico al politicismo beligerante
El Comité Nacional Evangélico de Defensa, con su clásico mitin anual del 21 de marzo, había monopolizado durante décadas la verbalización protestante en relación con el poder. Cada año el acto vespertino revestía el carácter de eco de la celebración matutina oficial, aderezada por supuesto con los excesos evangelísticos de los propagandistas de ocasión, que siguen convirtiendo a la Alameda Central en el espacio evangélico más vociferante de la ciudad. Pero, paulatinamente, esa organización empezó a ser rebasada en su representatividad. En 1992 se dio el primer conflicto, cuando los organizadores de la campaña del evangelista de masas Luis Palau, traído ex profeso a la capital para apuntalar los embates reformistas de la Constitución, trataron de apropiarse del acto, buscando que dicho orador participara en el mismo. Las discusiones entre los dirigentes tuvieron muy en cuenta el hecho de que, por un lado, las reformas aún no se habían formalizado por completo y si alguien como Palau, extranjero, tomaba la palabra en el mitin, eso sería un atentado contra la supuesta obediencia evangélica a los artículos constitucionales, tal como se mantenían desde mucho tiempo atrás. Lo cual no impidió que las masas evangélicas, bien azuzadas, gritaran consignas del tipo de “¡Salinas, amigo/ Cristo está contigo!”.[13] Al término de ese régimen y después de padecer otro colapso económico fruto de las medidas neoliberales que se han impuesto en casi todos los países de la zona, un discurso semejante no vendría a ser más que la manifestación de una sutil complicidad con un sistema que sigue controlando a la nación. Además, la profesión pública de fe en el neoliberalismo del nuevo régimen nos presenta a un Roboam en el poder que no ha tratado de aligerar la carga que dejó el Salomón sexenal sobre las espaldas del pueblo.

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