Por. Dr. Alberto F. Roldán, Argentina*
“La
soberbia de creernos santos es la puerta por la que se cuela el diablo.”
José Míguez Bonino
José Míguez Bonino
El objetivo del presente artículo es reflexionar
sobre lo que es el progresivo interés de los evangélicos por la política. Al
afirmar que ese interés fue progresivo, estamos dando por sentado que no
siempre fue así y que, por algunas razones que es menester señalar, los
evangélicos fueron poniendo en evidencia un creciente interés por esa temática
en diversas etapas que aquí sintetizamos en tres.
En primer lugar y, sobre todo en iglesias
evangélicas de origen estadounidense o inglés, era común escuchar frases
lapidarias como “la política es del diablo”. Si la política pertenece al
enemigo, entonces, como hijos de Dios no tenemos nada que ver con ello. Es
posible que ese tipo de rechazo a la política obedezca a erróneas lecturas de
la Biblia, como es el caso del texto donde Jesús dice: “mi reino no es de
este mundo” (Juan 18.36) que leído en forma superficial, pareciera indicar
que si el reino de Dios no es de este mundo, por lo tanto, no tiene nada que
ver con la política de este mundo. A ese rechazo de la política la he
denominado en una tesis de investigación como “teología antimundo” que se especializa
por reducir el concepto “mundo” al ámbito de lo diabólico ya que la Biblia
dice: “el mundo entero está bajo el maligno” (1era de Juan 5.19). Lo que
se ignora es que el Evangelio también dice que “De tal manera amó Dios al
mundo” (Juan. 3.16) y que el mundo es, también, un ámbito de la acción
reconciliadora de Dios.
Hubo, más recientemente, un cambio profundo (iba a
decir “radical”) en la perspectiva de los evangélicos hacia la política.
Tomando América Latina como escenario global, podríamos decir que “de la
política del diablo” se pasó, sin escalas, a “la política de Dios”, entendida
no en sentido bíblico cuyo paradigma es “el Reino” sino en el sentido concreto
de la política humana como ámbito de interés de los cristianos. Creo que esa
tendencia se puede marcar a partir de los años 1980 que es cuando en América
Latina se produce un crecimiento exponencial de los evangélicos, que suscitó
estudios sociológicos como la investigación de David Stoll: Is Latin
American turning Protestant? (1) Entusiasmados por el
crecimiento numérico de las iglesias, no faltaron líderes prominentes que,
desde los púlpitos, instaban a “tomar el poder”, “ser cabeza y no cola”,
“estamos llamados a reinar”, “solo cuando los evangélicos tomen el poder
político nuestra nación cambiará” y frases por el estilo.
Aquel sueño de tener presidentes evangélicos se hizo
efectivo, por lo menos, en un caso: Guatemala. El país centroamericano es uno
de los ejemplos más emblemáticos del crecimiento exponencial de
evangélicos (las cifras oscilan entre 30 y 40% de la población) y tuvo,
efectivamente, dos presidentes surgidos de las filas de iglesias pentecostales
y carismáticas: el Gral. Ríos Mont y el del Ingeniero Serrano Elías. El
primero, que accedió a la primera magistratura del país mediante golpe de
Estado (avalado incluso por famosos líderes evangélicos latino[1]americanos)
y el segundo que, si bien llegó a la presidencia por voto popular, tuvo que
abandonar el mandato a raíz de graves problemas de corrupción en su gestión.
La tercera etapa es la de los procesos de
democratización de nuestros países latinoamericanos, particularmente en el cono
sur, que quizás motorizaron el interés de los evangélicos por la política.
Después de años de represión militar y gobiernos de facto, entramos en
una etapa de vida democrática que, más allá de sus aciertos y errores, es el
mejor modelo para la vida ciudadana en el Estado de derecho. En esta instancia,
es posible que, acaso de modo implícito, los evangélicos comenzaran a darse
cuenta que la asistencia social y la acción social, dependen de la política. Y
que, como decía el teólogo y político protestante Reinhold Niebuhr: “… debe
trazarse una aguda distinción entre la conducta social y moral de los
individuos y las de los grupos sociales, nacionales, raciales y económicos; y
que esta distinción justifica y hace necesarias normas políticas que una ética
puramente individualista debe siempre encontrar embarazosas.” (2)
Se trata de una afirmación que muestra en forma
clara, que es necesario distinguir la conducta individual de la conducta grupal
y que una ética puramente individualista no puede solucionar los problemas
sociales, nacionales, raciales y económicos, los que deben encararse mediante
normas políticas. El caso de Guatemala es altamente ilustrativo al respecto: el
crecimiento numérico de los evangélicos dista de reflejarse en un cambio social
profundo y positivo. Ello desmiente el famoso esquema de los evangélicos: “el
cambio social ocurrirá en la medida que haya más convertidos.” Se trata de un
punto de vista que, en 1974 era cuestionado por C. René Padilla, por ser
ingenuo y deshonesto, ya que hay problemas estructurales en el seno de las
propias iglesias y, en suma: “La vida social, en cualquier nivel, necesita ser
organizada, estructurada, y esto exige la adopción de una política.” (3)
En conclusión: transitando ya varias décadas de
política democrática, es de esperar que los evangélicos hayan superado las dos
primeras etapas: la de considerar que “la política es del diablo” y la de
“tomar el poder para gobernar las naciones” a esta etapa: la de una madura
presencia de los evangélicos en la vida política para lo cual es esencial tener
claro algunas cosas básicas: la arena política requiere preparación como
cualquier otra vocación y profesión; no hay que esperanzarse demasiado de
que si los evangélicos gobiernan no habrá corrupción porque, como bien señala
José Míguez Bonino, se trata de una ilusión de que “como somos creyentes:
somos incorruptibles […] La soberbia de creernos santos es la puerta por la
que se cuela el diablo.” (4) En tercer lugar, la separación entre Iglesia
y Estado que comenzó a gestarse con la Reforma Protestante y se articuló filosóficamente
en el siglo XVII, nos enseña que la Iglesia debe respetar al Estado que fija
leyes y las aplica por igual para todos los ciudadanos. Por su parte la
Iglesia, si bien tiene una función política no debe embarcarse en una política
partidaria, ya que ella corresponde a cada cristiano en forma individual, más
allá de que la Iglesia deba pronunciarse cuando se vulneran los derechos
humanos o la vida es amenazada.
En síntesis: la política entendida como el gobierno
de la ciudad no es ni del diablo ni de Dios –más allá de que sea una expresión
de su gracia general- sino que pertenece a los seres humanos que buscan el bien
común mediante normas políticas que coadyuven al bienestar de los ciudadanos,
creyentes o no creyentes.
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(1) David Stoll, Is Latin American turning Protestant? The Politics of
Evangelical Growth, University of California Press. Hay version en castellano.
(2) Reinhold Niebuhr, El hombre moral en la
sociedad inmoral, trad. Zohar Ramón del Campo, Buenos Aires: Siglo XX,
1966, p. 9. El autor gestó su obra a partir de las injusticias sociales y la
explotación que sufrían los obreros de las fábricas automotrices en Detroit,
donde era pastor. La editorial Siglo XX era un sello secular y el hecho
de que publicara un libro de un teólogo protestante, pone en evidencia la
importancia y trascendencia de su pensamiento.
(3) C. René Padilla, “Iglesia y sociedad en América
Latina” en C. René Padilla, compilador, Fe cristiana y Latinoamérica hoy, Buenos
Aires: Certeza, 1974, p. 139.
(4) José Míguez Bonino, Poder del Evangelio y
poder político, Buenos Aires: Kairós, 1999, p. 14. Cursivas originales.
*Dr.
Alberto F. Roldán
Doctor en Teología (Instituto Universitario Isedet)
Máster en Ciencias Sociales y Humanidades
(Universidad Nacional de Quilmes)
Maestría en Educación (Universidad del Salvador en
Buenos Aires)
Escritor y conferencista internacional
Pastor de la Iglesia Presbiteriana San Andrés
Escritor y conferencista internacional
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