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jueves, 28 de julio de 2016

Corrupción: panorama en América Latina



Por. Carlos Martínez García, México
Sí, la corrupción mata. Deforma y destruye con distintos ritmos a personas, grupos y naciones. En América Latina tenemos un caudal de evidencias históricas, herencias estructurales y datos estadísticos que muestran nítidamente por todo nuestro Continente los estragos sociales y económicos causados por prácticas corruptas en distintos gobiernos de las más diversas orientaciones políticas.
La forma en que la actual Latinoamérica fue obligada a integrarse en el sistema económico del siglo XVI configuró una estructura socioeconómica que pervivió mucho más allá del régimen colonial impuesto por España y Portugal. Estas dos naciones, potencias militares en aquel entonces, dominaron enormes extensiones de territorios allende sus fronteras, pero no tenían el control sobre cómo se estaba conformando y globalizando la economía planetaria. En una obra clásica, Stanley J. y Barbara H. Stein, sintetizaron bien la paradoja de los dos principales países de la Península Ibérica:
En 1492, España y Portugal eran dependencias económicas de Europa y, a pesar del surgimiento de sus imperios ultramarinos en el siglo XVI y del control que ejercieron sobre esas regiones hasta alrededor de 1824, siguieron siendo dependientes, Este anómalo status de colonia e imperio determinó la historia de los países ibéricos y de sus posesiones coloniales. Condicionó la sociedad, la economía y la política coloniales y también el curso de la historia latinoamericana hasta los tiempos modernos.1
El régimen colonial dejó herencias malditas en los países sojuzgados, entre ellas sociedades estratificadas y excluyentes, en las que todo beneficiaba a los colonizadores europeos y a sus descendientes en estas tierras. En sentido contrario, el sistema estaba diseñado para explotar intensivamente a la población indígena, y cuando está fue insuficiente, a los esclavos africanos traídos al Nuevo Mundo en condiciones infrahumanas. Otra de las herencias fue la de concebir los puestos de servicio público y nombramientos políticos como espacios para el enriquecimiento personal y familiar.
Quienes llegaron a nuestro Continente procedentes de España y Portugal con designaciones reales para emprender aquí actividades político/administrativas y/o empresariales, debieron comprar su nombramiento a la Corona respectiva. La inversión era recuperada con creces, mediante expoliación brutal de la mano de obra a su servicio y a través de prácticas corruptas que dejaron escuela en la conformación de las sociedades latinoamericanas.
Al consumarse la independencia política de España y Portugal, cada nueva nación latinoamericana prosiguió con el modelo económico supeditado al dominio externo. Los tres siglos de Colonia dejaron estragos culturales por la cerrazón a que en Amerindia se expresaran ideas distintas a las permitidas oficialmente. La Santa Inquisición se encargó de hacer efectiva la pedagogía del terror, consistente en infundir miedo a la población con el fin de que no se dejara seducir por herejías.
La por Carlos Monsiváis llamada “aduana de las ideas”, nos refundió en el oscurantismo, y con ello el proceso democratizador, uno de cuyos componentes es el ejercicio de la crítica, se postergó con graves consecuencias sociales y educativas para los pueblos. Fue así que “las aduanas de toda índole del virreinato desvinculan a la Nueva España de los avances de las metrópolis y gracias a eso la Ilustración no sucede en México”.2
Las independencias nacionales, en general, cambiaron la dependencia política de España y Portugal pero hubo línea de continuidad con el modelo económico y la forma de ejercer el poder político. Económicamente las élites criollas reforzaron las estructuras que les enriquecían a costa del trabajo cautivo de millones de seres humanos. En cuanto a la administración de lo público, lo importante era mantener buenas redes con el centro de poder, o sus representantes locales, a quienes se les debía el nombramiento y por consecuencia lealtad irrestricta, en detrimento de ejercer el cargo público para beneficio de hombres y mujeres de estas tierras.
En la Nueva España, el rey ejercía el control de sus vasallos desde la Península, a través de una extensa red de instancias burocráticas formada por un ejército de funcionarios con facultades delegadas, que abarcaba desde el virrey y la Audiencia, hasta los alcaldes de los pueblos. En una estructura de gobierno semejante, la adquisición y conservación de los cargos en la administración pública dependía de la reputación y de las buenas relaciones que se tuvieran en la capital, comúnmente llamada “corte”. Por ello la búsqueda de vínculos favorables multiplicó las cadenas de patronazgo y clientelismo en la ciudad de México, y a su imagen, en las principales ciudades del virreinato.3
Los regímenes surgidos de los movimientos independentistas resultaron igual o más corruptos que el dominio colonial español y portugués. De nueva cuenta los pueblos de los países nacientes fueron testigos de cómo las élites medraban los recursos públicos, continuando con prácticas culturales que se internalizaron no solamente en las cúpulas políticas y económicas sino también se filtraron al resto de la sociedad.
Las independencias nacionales del siglo XIX, y los movimientos sociales revolucionarios que acontecieron durante el siglo XX en distintos momentos y naciones, prometieron construir nuevas bases para la transformación de las estructuras corporativistas y clientelares, para, en su lugar mejorar los niveles de vida de la población al desterrar, entre otros elementos, el caudal de corruptelas de quienes los citados movimientos combatieron.
El caso mexicano es ilustrativo de cómo desde el poder, supuestamente revolucionario, se siguió una política en la cual la corrupción era un elemento central. El general Álvaro Obregón, presidente del país de 1920 a 1924, acuñó una frase de realpolitik que resumía la forma y fondo de cómo cooptaba a los generales de las otras facciones revolucionarias que le disputaban el poder. Ante la sublevación consideraba que la mejor arma era el soborno: “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”.
Por toda América Latina quienes sostenían los ideales revolucionarios, de transformación social y económica sucumbieron ante cañonazos como los pregonados por el general Obregón. La corrupción mostró su poder corrosivo de ideales y potenció el síndrome de Sísifo, consistente en una y otra vez trabajosamente empujar una voluminosa y pesada piedra hacia la cima de la montaña, y cuando estaba a punto de lograrse el objetivo perder las fuerzas y ver desolado cómo la piedra rodaba en cada ocasión cuesta abajo.
Estadísticas y un amplio número de investigaciones han mostrado el escalofriante costo de la corrupción en cada país de América Latina, así como en lo que podría haberse invertido y el bienestar que un gasto público bien orientado habría traído en creación de infraestructura y servicios sociales. Periódicamente Transparencia Internacional publica el índice de percepción de corrupción por país, y en la medición las naciones latinoamericanas, con escasas excepciones, tienen números que reflejan alta corrupción.4
Los indicadores económicos, el porcentaje del Producto Interno Bruto que se va por la cañería de la corrupción, el enriquecimiento multi millonario de los beneficiarios del sistema de sobornos, coimas, cochupos, cohechos (y tantas otras palabras que describen la práctica cotidiana de la corrupción), son números que podemos conocer y ayudan a dimensionar el tamaño del monstruo que a diario da tarascadas al bienestar de los latinoamericanos.
Notas bibliográficas
1.Stanley J, y Barbara H. Stein, La herencia colonial de América Latina, Siglo XXI Editores, México, 1970, p. 7.
2. Carlos Monsiváis, “Notas sobre el destino (a fin de cuentas, venturoso) del laicismo en México”, Fractal, número 26, julio-septiembre 2002. Está disponible en línea (http://www.mxfractal.org/F26monsivais.html).
3. Salvador Cárdenas Gutiérrez, “La lucha contra la corrupción en la Nueva España según la visión de los neoestoicos”, Historia Mexicana, vol. LV, núm. 3, enero-marzo 2006, p. 720.  

Fuente: Protestantedigital, 2016

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