Por. Juan
Stam, Costa Rica
La
pasada semana vimos que en Apocalipsis 6 rl apóstol Juan oye los cánticos
celestiales pero levanta su voz de protesta profética contra el imperio, oye
también el clamor de las víctimas.
Y
decíamos que ser profeta tiene dos dimensiones, una vertical y una horizontal. El profeta ha estado con Dios, ha visto
a Dios y conoce a Dios íntimamente, y ve todo desde la perspectiva de Dios.
Pero el profeta también vive cerca de su pueblo y ve su realidad.
Ambas
dimensiones son esenciales.
Si sólo ve a Dios, puede ser un místico pero no un profeta. Si sólo
ve al mundo, puede ser un sociólogo o un economista, pero tampoco un profeta.
El
profeta Elías nos da un ejemplo de esta profecía comprometida. Era varón
santo, portador del Espíritu y hombre de oración, pero para traer vida al hijo
de la sunamita tuvo que subir y extenderse, en contacto chocante y peligroso,
sobre el cadáver del niño (2 R 4:32-36; cf. 1 R 17:21). El profeta vive en
contacto íntimo con Dios y en contacto con el pueblo, con todos los riesgos
correspondientes.
Los
profetas tenían (y tienen) el gran problema de realmente creer en Dios, y
realmente amar al prójimo y a la justicia (Jer 50:25,31,34; cf. Ap 18:8). Tienen el problema muy
incómodo de haber visto al Señor y haber escuchado su voz. Eso no les ayudaba a
adaptarse a la sociedad como personas normales y tranquilas.
Después
de un encuentro con Dios, nadie puede seguir siendo conformista. "Al
encontrarme con tus palabras", dice Jeremías (15:16-17), "yo las
devoraba, ellas eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu
nombre... He vivido solo, porque tu estás conmigo y me has llenado de
indignación". Esa paradójica mezcla de deleite y furia es lo que mueve a
los profetas.
Los
profetas no eran profetas porque ellos querían serlo, sino porque sabían que
Dios les había llamado para hablar en su nombre. No escogieron ser profetas; Dios los
obligó, contra su propia voluntad. "El Espíritu me levantó y se apoderó de
mí, y me fui amargado y enardecido, mientras la mano del Señor me sujetaba con
fuerza" (Ez 3:14).
Son
conocidas las palabras de Amós: "Yo no soy profeta ni hijo de
profeta... Pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: 'Ve y
profetisa a mi pueblo Israel'" (7:14-15). Isaías relata en términos
poderosamente dramáticos su propio llamado al ministerio profético (Is 6:1-13)
y lo vuelve a describir más adelante: El Señor me llamó antes de que yo
naciera, en el vientre de mi madre pronunció mi nombre. Hizo mi boca una espada
afilada... me convirtió en una flecha pulida (Is 49:1-2)
Jeremías, el profeta angustiado y lloroso, era
profeta a pesar suyo. Fue tan amarga su experiencia profética que dijo que
lamentaba haber nacido (15.10; 20:14-15), pues nació para ser "hombre de
contiendas y disputas contra las naciones. No he prestado ni me han prestado,
pero todos me maldicen" (15:10). Acusó a Dios de haberlo seducido y
forzado a ser profeta contra su voluntad (20:7). Ahora, todo el mundo se burla
de él, por lo que "la palabra de Yahvéh no deja de ser para mí un oprobio
y una burla" (20:8). Pero a pesar de todos los pesares, Jeremías no puede
callarse:
Si
digo: "No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre",
entonces su palabra en mi interior se vuelve un fuego ardiente que me cala
hasta los huesos. He hecho todo lo posible por contenerlo, pero ya no puedo más
(20:9) ¿No es acaso mi palabra como fuego, como martillo que pulveriza la roca?
(23:29)
Los
profetas no podían callarse, porque la Palabra de Dios los consumía. En ellos había nacido un imperativo
ineludible de levantar su voz.
Un
cántico cristiano, que se llama "el profeta", capta la poderosa
urgencia de la palabra profética:
Antes que te formaras dentro del vientre de tu madre, antes que tú nacieras
te conocía y te consagré. Para ser mi profeta de las naciones yo te escogí:
irás donde te envíe, y lo que te mande proclamarás. Estribillo: Tengo que
gritar, tengo que arriesgar, ¡ay de mí si no lo hago! ¿Cómo escapar de tí?
¿Cómo no hablar si tu voz me quema dentro? Tengo que andar, tengo que luchar,
¡Ay de mi si no lo hago! ¿Cómo escapar de tí? ¿Cómo no hablar si tu voz me
quema dentro? No temas arriesgarte Porque contigo yo estaré; no temas
anunciarme porque en tu boca yo hablaré. Te encargo hoy mi pueblo para arrancar
y derribar, para edificar, destruirás y plantarás. Deja a tus hermanos. deja a
tu padre y a tu madre, abandona tu casa porque la tierra gritando está. Nada
traigas contigo, porque a tu lado yo estaré; es hora de luchar porque mi pueblo
sufriendo está.
Otra
canción, de los tiempos
de la guerra de Vietnam, es también un grito de protesta profética contra la
violencia y la injusticia:
YO
NO PUEDO CALLAR
Un río
de lágrimas florece,
allá
en las aldeas de Vietnam
y
todos los niños que ahí mueren
jamás
han tenido navidad.
E
hambre clava y clava sus colmillos
en
Biafra, Nicaragua y Pakistán
y
claman los ancianos mutilados
por el
fatal efecto del napalm.
Yo no
puedo callar
No
puedo pasar indiferente
Ante
el dolor de tanta gente
Yo no
puedo callar.
Yo no
puedo callar
Me van
a perdonar, amigos míos
Pero
yo tengo ahora un compromiso
Y
tengo que cantar la realidad.
Brasil,
Río de Janeiro se divierte
un río
de placer su carnaval
y
mientras que allá en otros lugares
se
mueren por la falta de pan.
Y
mientras que los pueblos poderosos
puedan
echar el trigo en alta mar
los
cínicos exponen sus razones
para
subir el precio y nada más.
Cada
minuto muere en este instante
un
niño de fatal desnutrición
y el
perro que se gasta el potentado
devora
su filete de exportación.
Yo no
puedo callar
No
puedo pasar indiferente
Ante
el dolor de tanta gente
Yo no
puedo callar.
Yo no
puedo callar
Me van
a personar, amigos míos
Pero
yo tengo ahora un compromiso
Y
tengo que cantar la realidad.
¡Que
Dios levante hoy también en América Latina profetas que viven cerca de él y
cerca del pueblo, con ese gran defecto de no saber callarse!
Fuente:
Protestantedigital, 2017
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