Por. Antonio Cruz, Españá*
La demografía como estudio estadístico de la población se ha interesado siempre por la natalidad, el crecimiento y la mortalidad en las sociedades humanas. La inclinación hacia tales asuntos surgió con la explosión demográfica de Occidente a mediados del siglo XVII. Hasta entonces la población mundial había aumentado muy lentamente. Desde los 150 a 300 millones de personas que según se cree poblaban el mundo en los días del Señor Jesús, hasta los 500 ó 600 millones del año 1650, el número de nacimientos y defunciones estuvo más o menos equilibrado. La población tardó en duplicarse más de dieciséis siglos.
Sin embargo, a partir de ese momento la tasa de crecimiento se disparó y en tan sólo doscientos años se volvió a doblar la población. En 1850 ya había 1.200 millones de personas en la tierra y el crecimiento continuaba aumentando. La velocidad de estas duplicaciones se aceleró tal como señalaba la teoría de Malthus, a la que nos referiremos posteriormente. De manera que cien años después, en 1950, el mundo contaba con 2.500 millones de habitantes. Cantidad que volvió de nuevo a duplicarse en tan sólo cuarenta años más.
¿Cuál ha sido la causa de tal explosión? No es que las familias tuvieran más hijos, sino que éstos no se morían como antes. Crecían más sanos a consecuencia de una mejor alimentación y eficaces medidas higiénicas. De forma que al descender la mortalidad infantil y mantenerse constante la tasa de natalidad, la humanidad empezó a aumentar a un ritmo verdaderamente extraordinario. Si a esto se añade que, además, la vida media de cada generación casi se ha duplicado también como consecuencia de los avances médicos y de esta mejora alimentaria, se tiene así el motivo principal de tal incremento. Pero, no obstante, conviene preguntarse ¿ha sido uniforme esta explosión demográfica? ¿Ha afectado por igual a todas las naciones del globo o ha habido desigualdades importantes?
A medida que el mundo industrializado ha prosperado, el número de nacimientos ha iniciado un descenso que ha llegado hasta casi equipararse con el de defunciones. Algunos países europeos, como Austria, Bélgica e Italia, han alcanzado el crecimiento cero de su población. En 1998, España presentaba también una tasa de fecundidad que estaba entre las más bajas del mundo, sólo nacían 1,2 hijos por mujer (es decir, 12 por cada diez mujeres). Pero diez años después, en 2008 se apreció un aumento de la fecundidad, que se situó en 1,46 hijos por mujer en edad de procrear, el valor más alto registrado en las dos últimas décadas. El incremento de esas seis centésimas respecto al 1,40 del 2007 sitúa la tasa de natalidad (número de nacimientos por cada 1.000 habitantes) en el 11,38. El aumento de la fecundidad se debe, como en el censo, a la inmigración, con las mujeres marroquís en cabeza. Según precisó el Instituto Nacional de Estadística (INE), uno de cada cinco alumbramientos (20,7%) llegó de madre extranjera. El aumento de la fecundidad, una esperanzadora alegría estadística en plena crisis, coloca a España en la zona media entre los países de la UE.
Si se tiene en cuenta que la tasa de 2,1 hijos por mujer constituye el mínimo absoluto para que una generación pueda ser sustituida por otra, ya que se requieren dos niños para sustituir a sus padres, resulta que en España todavía faltan niños para reemplazar a la generación precedente.
Sin embargo, en los países en desarrollo el número de defunciones ha disminuido como consecuencia de las importantes campañas sanitarias llevadas a cabo contra enfermedades tales como la malaria o la viruela. Pero tal disminución de la mortandad no se ha complementado, como hubiera sido deseable, con una adecuada revolución agrícola, ni con un desarrollo económico posterior. La tasa de natalidad en las naciones en desarrollo, aunque ha descendido algo, sigue siendo demasiado alta.
El ser humano ha sabido usar su inteligencia para controlar y curar muchas enfermedades que antaño provocaban la defunción prematura. Este progreso médico constituye, sin duda, una clara victoria sobre la muerte y el dolor, sin embargo, también es verdad que plantea nuevos inconvenientes. Antes era la propia naturaleza quien regulaba de manera ciega y cruel la población humana, mediante infecciones y epidemias mortales. El hombre intervino y con su conocimiento científico cambió radicalmente aquel lúgubre panorama. Disminuyó la mortalidad de tantos niños inocentes, aumentó la vida media de los individuos y se produjo la llamada explosión demográfica.
Si la humanidad provocó tal crecimiento ¿no debería también responsabilizarse e intentar solucionar las consecuencias negativas del mismo? La cuestión que nos interesa es ¿cómo conviene actuar hoy? ¿Cuál es el papel de las familias cristianas ante el problema demográfico? ¿Debemos inhibirnos frente a esta realidad y proseguir “fructificando y llenando la tierra” sin ningún tipo de control o, por el contrario, tenemos que asumir el compromiso de la situación actual y planificar adecuadamente nuestra propia descendencia? ¿Deben regir unas mismas normas para todos los cristianos o cada familia puede actuar según sus propias convicciones y en función de la situación demográfica de su país?
Antes de abundar en estas cuestiones veamos algunos aspectos técnicos en los próximos artículos..
Artículos anteriores de esta serie:
1 Demografía y control de la natalidad
*Antonio Cruz es biólogo, profesor y escritor.
Fuente: © A. C. Suárez, ProtestanteDigital.com (España)
La demografía como estudio estadístico de la población se ha interesado siempre por la natalidad, el crecimiento y la mortalidad en las sociedades humanas. La inclinación hacia tales asuntos surgió con la explosión demográfica de Occidente a mediados del siglo XVII. Hasta entonces la población mundial había aumentado muy lentamente. Desde los 150 a 300 millones de personas que según se cree poblaban el mundo en los días del Señor Jesús, hasta los 500 ó 600 millones del año 1650, el número de nacimientos y defunciones estuvo más o menos equilibrado. La población tardó en duplicarse más de dieciséis siglos.
Sin embargo, a partir de ese momento la tasa de crecimiento se disparó y en tan sólo doscientos años se volvió a doblar la población. En 1850 ya había 1.200 millones de personas en la tierra y el crecimiento continuaba aumentando. La velocidad de estas duplicaciones se aceleró tal como señalaba la teoría de Malthus, a la que nos referiremos posteriormente. De manera que cien años después, en 1950, el mundo contaba con 2.500 millones de habitantes. Cantidad que volvió de nuevo a duplicarse en tan sólo cuarenta años más.
¿Cuál ha sido la causa de tal explosión? No es que las familias tuvieran más hijos, sino que éstos no se morían como antes. Crecían más sanos a consecuencia de una mejor alimentación y eficaces medidas higiénicas. De forma que al descender la mortalidad infantil y mantenerse constante la tasa de natalidad, la humanidad empezó a aumentar a un ritmo verdaderamente extraordinario. Si a esto se añade que, además, la vida media de cada generación casi se ha duplicado también como consecuencia de los avances médicos y de esta mejora alimentaria, se tiene así el motivo principal de tal incremento. Pero, no obstante, conviene preguntarse ¿ha sido uniforme esta explosión demográfica? ¿Ha afectado por igual a todas las naciones del globo o ha habido desigualdades importantes?
A medida que el mundo industrializado ha prosperado, el número de nacimientos ha iniciado un descenso que ha llegado hasta casi equipararse con el de defunciones. Algunos países europeos, como Austria, Bélgica e Italia, han alcanzado el crecimiento cero de su población. En 1998, España presentaba también una tasa de fecundidad que estaba entre las más bajas del mundo, sólo nacían 1,2 hijos por mujer (es decir, 12 por cada diez mujeres). Pero diez años después, en 2008 se apreció un aumento de la fecundidad, que se situó en 1,46 hijos por mujer en edad de procrear, el valor más alto registrado en las dos últimas décadas. El incremento de esas seis centésimas respecto al 1,40 del 2007 sitúa la tasa de natalidad (número de nacimientos por cada 1.000 habitantes) en el 11,38. El aumento de la fecundidad se debe, como en el censo, a la inmigración, con las mujeres marroquís en cabeza. Según precisó el Instituto Nacional de Estadística (INE), uno de cada cinco alumbramientos (20,7%) llegó de madre extranjera. El aumento de la fecundidad, una esperanzadora alegría estadística en plena crisis, coloca a España en la zona media entre los países de la UE.
Si se tiene en cuenta que la tasa de 2,1 hijos por mujer constituye el mínimo absoluto para que una generación pueda ser sustituida por otra, ya que se requieren dos niños para sustituir a sus padres, resulta que en España todavía faltan niños para reemplazar a la generación precedente.
Sin embargo, en los países en desarrollo el número de defunciones ha disminuido como consecuencia de las importantes campañas sanitarias llevadas a cabo contra enfermedades tales como la malaria o la viruela. Pero tal disminución de la mortandad no se ha complementado, como hubiera sido deseable, con una adecuada revolución agrícola, ni con un desarrollo económico posterior. La tasa de natalidad en las naciones en desarrollo, aunque ha descendido algo, sigue siendo demasiado alta.
El ser humano ha sabido usar su inteligencia para controlar y curar muchas enfermedades que antaño provocaban la defunción prematura. Este progreso médico constituye, sin duda, una clara victoria sobre la muerte y el dolor, sin embargo, también es verdad que plantea nuevos inconvenientes. Antes era la propia naturaleza quien regulaba de manera ciega y cruel la población humana, mediante infecciones y epidemias mortales. El hombre intervino y con su conocimiento científico cambió radicalmente aquel lúgubre panorama. Disminuyó la mortalidad de tantos niños inocentes, aumentó la vida media de los individuos y se produjo la llamada explosión demográfica.
Si la humanidad provocó tal crecimiento ¿no debería también responsabilizarse e intentar solucionar las consecuencias negativas del mismo? La cuestión que nos interesa es ¿cómo conviene actuar hoy? ¿Cuál es el papel de las familias cristianas ante el problema demográfico? ¿Debemos inhibirnos frente a esta realidad y proseguir “fructificando y llenando la tierra” sin ningún tipo de control o, por el contrario, tenemos que asumir el compromiso de la situación actual y planificar adecuadamente nuestra propia descendencia? ¿Deben regir unas mismas normas para todos los cristianos o cada familia puede actuar según sus propias convicciones y en función de la situación demográfica de su país?
Antes de abundar en estas cuestiones veamos algunos aspectos técnicos en los próximos artículos..
Artículos anteriores de esta serie:
1 Demografía y control de la natalidad
*Antonio Cruz es biólogo, profesor y escritor.
Fuente: © A. C. Suárez, ProtestanteDigital.com (España)
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