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domingo, 13 de junio de 2010

¿Perfeccionismo? no, gracias

Por. Lidia Martín T. España*

¿A quién no le gustaría ser perfecto, hacerlo siempre todo bien y así no tener que sufrir las consecuencias de los propios errores? Probablemente muchos caeríamos en la tentación de aceptar esa opción si algún genio de la lámpara maravillosa nos lo ofreciera. Otros, seguramente, ven en la perfección una existencia anodina desprovista de la emoción de tener algún que otro tropezón en la vida y les produce muchas más satisfacciones la incertidumbre que trae la tan humana certeza, por otra parte, de tropezar en diversas piedras.
Ahora bien, al margen de la posibilidad de ser perfectos, algo que muchos ya asumimos que no está al alcance de nuestra mano, nos toca diferenciar entre la perfección y el perfeccionismo, es decir, esa inclinación permanentemente frustrante que supone ir más allá de la excelencia incluso y estar exentos de cualquier error, por pequeño que éste sea. No son pocos los que, entre sus características de personalidad, cuentan con esa tendencia prácticamente obsesiva a querer alcanzar la perfección y, a veces, llega a tales dimensiones que resulta incluso sorprendente descubrir los niveles de limitación personal que ello acarrea a su devenir cotidiano. El fin en sí mismo parece merecer la pena, lo suficiente, al menos, como para invertir sus vidas casi al completo.
El perfeccionismo trae a las consultas de psicología todo tipo de víctimas producto de una extrema exigencia: desde sujetos que no pueden empezar ninguna tarea por miedo a no terminarla “satisfactoriamente” (lo que, en el lenguaje del perfeccionista significa “sin posibilidad alguna de error”), otros que no lo harán porque no creen que su nivel de desempeño sea, ni siquiera aceptable; personas que no son capaces de bajar el listón ni en una mínima parte por miedo a una hecatombe absoluta, aunque seguir con el ritmo que se han marcado les suponga unos niveles de angustia prácticamente inmanejables.
Algunos necesitan rectificar cada una de las tareas que han desarrollado ellos mismos u otros a su alrededor, perdiendo así cantidades de tiempo difíciles de imaginar, generando además, enfado y frustración en todos aquellos que les rodean. Otros muchos no duermen después de haber sacado un nueve en un examen, simplemente porque sólo se conformaban con un diez. ¿Podemos considerar, entonces, al perfeccionismo como una bendición, una inclinación sana o más bien como un serio problema de cara a la vida? Pues pareciera en la mayoría de las ocasiones que estamos más bien ante la segunda opción y esto asumo que puede suponer un disgusto para muchos, entre los cuales me incluyo, pero la realidad, afortunada o desgraciadamente, no cambia por ello.
Para los que se suelen conformar con demasiado poco, justo en el otro extremo del continuo, ciertas tendencias aprendidas de los que aspiran a la perfección (eso sí, sin excesos) podrían ser entendidas como una mejora, ya que les supondría poder afrontar los retos de la vida, no ya desde el conformismo o la resignación, sino desde otras perspectivas más inspiradoras, desafiantes incluso, que les animaran a desarrollar un claro espíritu de superación. Sin embargo, y en líneas generales, parece que las tendencias perfeccionistas traen más quebraderos de cabeza a las personas que las sufren que beneficios, aún con todo y que ciertos aspectos de la vida puedan tener un cierto impulso cuando la persona permanentemente busca mejorar más y más.
Por ejemplo, en áreas como la laboral, el perfeccionismo o, al menos, cierto grado del mismo, es verdaderamente apreciado como característica personal, tanto en empleados como en líderes o ejecutivos. Ahora bien, qué diferente es ser perfeccionista en el área de lo laboral que en el área de lo personal. Cuando alguien se comporta de esta manera en casa o en el entorno de las relaciones, tiende a querer exigir a los demás lo mismo o incluso más de lo que se auto-demanda y esto es a menudo una lacra para la convivencia. Por decirlo en forma de trabalenguas, el perfeccionista no puede vivir su ilusión de perfección cuando está rodeado de imperfectos, valgan las redundancias.
El deseo de mejorar no debería ser un problema, entonces, pero empieza a serlo, sin duda, cuando la persona no percibe sus propios límites. ¿Es la perfección, entonces, un fin razonable? ¿Nos la podemos plantear como objetivo viable? ¿En qué punto queda, pues, esa inclinación de tantos por alcanzarla? ¿Merece la pena la inversión de esfuerzos, tiempo y frustraciones? ¿Cuál sería un objetivo razonable en este caso?
La Biblia en este sentido, arroja un mensaje provocador y no siempre bien entendido: por una parte encontramos un Dios que demanda del hombre la santidad y la perfección absolutas (“Sed santos, porque Yo soy Santo” en 1ª Pedro 1:16 o “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”, palabras de Jesús en Mat 5:48). Lo hace, no sólo de palabra, sino exigiendo obediencia a una ley que el hombre no puede cumplir por sus propios medios. ¿Se equivocó Dios en este sentido? ¿Quizá “se pasó” con su demanda buscando únicamente crear frustración permanente en el ser humano? “En ninguna manera” nos dice literalmente Romanos 3:31 invalidamos esa demanda de Dios, la ley misma que Él entrego al hombre, sino que mediante la claridad que ésta nos aporta, la de la realidad de no estar a la altura de lo que Dios pide y la necesidad de acogernos a la obra de Otro que sí es perfecto, Jesucristo mismo, es que alcanzamos el listón que Dios establece. Ya no somos vistos a la luz de nuestra incapacidad, sino a través del que es “sin mancha”, Cristo mismo.
Nuestra injusticia hace resaltar, precisamente, la justicia de Dios. Quizá es justamente a la luz de nuestra imperfección donde somos más conscientes de la distancia establecida entre Dios y nosotros. Pero es esa percepción de nuestra incapacidad la que nos permite asirnos de la única obra que Él considerará aceptable de cara a la eternidad: la de Su Hijo en la cruz. Todos nuestros esfuerzos por alcanzar la perfección son, a la luz de Su gloria, como trapos de inmundicia (Is. 54:6). Así, la perfección que Dios exige no es una perfección en términos humanos. Esa es simplemente inalcanzable, no sirve a Sus ojos. La demanda del Creador tiene que ver con algo más profundo que la simple apariencia de perfección o lo que nosotros podemos entender por ese concepto. Va más allá, profundiza en nuestras intenciones, motivaciones, deseos, en el objeto mismo de nuestros afectos. El rey David aconseja a su hijo Salomón diciéndole una gran verdad en este sentido: “Reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos.” (1ª Crón. 28:9)
¿Es posible, entonces, alguna jactancia, algún elemento de logro, de éxito, que podamos atribuirnos con el sentimiento de meta alcanzada, de trabajo bien hecho? ¿Podemos alcanzar esa perfección por algo que nosotros hagamos? Queda excluida esta opción sin contemplación alguna, ya que a la luz del mensaje bíblico sólo podemos alcanzar lo que Dios demanda mediante el regalo gratuito que ese mismo Dios proporciona al hombre: Su gracia inmerecida en la persona de Jesucristo.
Entre una perfección buscada y no conseguida o una inmerecida pero regalada por gracia, quien les escribe opta, por encima del orgullo y sus aspiraciones personales, por la segunda opción. ¿Perfeccionismo? Sin Cristo no, gracias.

Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.”
(Palabras de Romanos 3:28)

*Lidia Martín T. es psicóloga, docente y escritora

Fuente: © L. Martín, ProtestanteDigital.com

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