Por. Pedro Álamo, España*
Después de escuchar a innumerables
personas predicar sobre las Escrituras he observado que algunas lo hacían de
forma mecánica, otras se limitaban a leer un texto que habían preparado con
mayor o menor acierto, otras articulaban frases más o menos coherentes, otras
se esforzaban para intentar comunicar algo, otras daban una clase magistral
como si de alumnos de un colegio se tratara…, y otras llegaban a lo más
profundo del corazón. Reflexionando en esto he llegado a la conclusión de que
solo en la medida en que tenemos un encuentro con la Palabra podremos
transmitir el mensaje de Dios por la fuerza del Espíritu.
Predicar es más que hablar en público, más
que articular frases ordenadas, más que seguir las reglas de la oratoria…
Hablar es lo que hacen los políticos cuando se les llena la boca de promesas
que no van a cumplir; hablar es lo que hacen algunos tertulianos en las
distintas emisoras de radio cuando son confrontados con una pregunta incómoda y
dan vueltas a una idea sin decir absolutamente nada; hablar, en muchas
ocasiones, quizás demasiadas, es lo que hacen los que intentan manipular a sus
oyentes con palabras persuasivas, buscando sus propios intereses y no los
intereses de los demás…
Insisto, predicar es más que hablar, es
más que articular palabras de una forma ordenada. Cada vez que escucho un
sermón, me pregunto si el orador está llegando a los oyentes, si el mensaje
traspasa la corteza cerebral y alcanza lo más profundo de nuestro ser, si ha
“tocado” el corazón en el sentido bíblico del término (sede del pensamiento,
sentimiento, voluntad e intenciones). También pregunto a la persona con la que
comparto mi vida si piensa que el sermón escuchado en la iglesia ha llegado a
los demás y, normalmente, hay coincidencia de criterio. Además, hago estas
preguntas cuando me ha tocado a mí compartir el mensaje de la Palabra y, siendo
honesto, he descubierto momentos en los que he logrado llegar a lo más profundo
del corazón y momentos en que he notado barreras propias y ajenas que
obstaculizaban la transmisión del mensaje del Señor. En unos casos la
predicación ha sido poderosa; en otros, ha sido pobre.
Siguiendo las reglas más básicas de la
comunicación, que un mensaje “conecte” depende del orador y del oyente; pero
creo que es responsabilidad del que habla captar la atención de su auditorio e
intentar transmitir activamente el mensaje. En este sentido, la motivación es
clave para lograr el objetivo.
Por ello, vuelvo a recalcar que, solo en
la medida en que tengamos un encuentro con la Palabra, podremos transmitir el
mensaje de Dios por la fuerza del Espíritu. Por ello, para motivar al
auditorio, el orador ha de haber sido persuadido previamente al encontrarse con
la Palabra. El término “motivación” proviene del latín “motivus”, movimiento y
el sufijo “-ción”, acción. De esta manera, si uno mismo no ha sido motivado,
jamás podrá motivar a los demás; si uno no ha sido “movido” en su interior,
jamás podrá mover a la acción a los demás.
Moisés se encontró con el Señor y fue
comisionado para llevar un mensaje a Israel: “Yo os sacaré de la aflicción
de Egipto a la tierra del cananeo…, a una tierra que fluye leche y miel”,
dice el Señor (Éxodo 3.17). Más adelante, Moisés llega a Egipto y va a la
presencia de Faraón para transmitirle el mensaje de Dios: “Deja ir a mi
pueblo” (Éxodo 5.1). Moisés vuelve a tener un encuentro con Dios y le da un
recado para transmitir a Israel, un mensaje de esperanza, de futuro (Éxodo
6.1,ss.). El pueblo no escuchó las palabras de Moisés a causa de la congoja que
tenía y de las duras condiciones en que trabajaba (Éxodo 6.9). Lo importante de
este relato es la capacidad y valentía que demostró Moisés al ir a hablar a un
pueblo oprimido, sometido, esclavizado y la osadía que tuvo para enfrentarse a
Faraón, Rey de Egipto, uno de los imperios más formidables de la época. El
resultado ya lo conocemos. Moisés guió al pueblo de Dios hacia la tierra
prometida porque había tenido un encuentro con Dios que había transformado su
propio corazón, lo que le llevó a transmitir el mensaje del Señor con poder.
Otro relato trascendente lo encontramos en
el segundo libro de los Reyes 22.1,ss., y tiene que ver con el hallazgo del
libro de la ley; la profetisa Hulda fue consultada y ésta dio un mensaje de
parte de Dios para el Rey Josías: “Por cuanto oíste las palabras del libro,
y tu corazón se enterneció, y te humillaste delante de Jehová…” (2º Rey
22.18-19). El Rey Josías mandó llamar al pueblo, desde el más chico hasta el
más grande y leyó la Palabra y, después, se puso en pie e hizo pacto delante de
Jehová (2º Rey 23.1,ss.). Al tener un encuentro con la Palabra, el rey
transmitió el mensaje al pueblo y decidió cambiar las cosas desarrollando una
serie de reformas.
Viene a mi mente el encuentro con la
Palabra que tuvo el pueblo de Dios cuando Esdras lee la ley ante todos los que
podían entender (Neh 8.1,ss.). Hay algunas anotaciones en el texto que merece
la pena resaltar. Dedicaban gran parte del día a la lectura de la Palabra y los
levitas “hacían entender al pueblo la ley” (Neh 8.7) y añade: “Y
leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido,
de modo que entendiesen la lectura” (Neh 8.8). El resultado fue
confesión de pecado (Neh 9), compromiso de guardar la ley de Dios (Neh
9.38-10.1,ss.) y celebración (Neh 12.,27,ss.). Tanto el escriba Esdras, como
los levitas y el Gobernador Nehemías tuvieron un encuentro con la Palabra y la
expusieron al pueblo de Dios; solo así se puede transmitir el mensaje de Dios
con poder.
El apóstol Pablo solicita a Timoteo: “Que
prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye,
reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2ª Tim 4.2). Hay quien
usa el púlpito para transmitir sus propias ideologías, sus pensamientos
religiosos, sus preferencias teológicas… Pero eso no es predicar el mensaje de
Dios. El apóstol exhorta a predicar la Palabra y, para esto, hay que tener un
encuentro con el Dios de la Palabra y, solo entonces, se puede transmitir el
mensaje del Señor con la fuerza del Espíritu.
Al tener un encuentro con la Palabra,
afectamos a todo el ser personal: pensamientos, sentimientos, voluntad,
intenciones, decisiones… Todo queda influido por la Palabra, no nos deja
impasibles, nuestro corazón se renueva y efectuamos cambios en nuestra vida.
Solo a partir de ese momento estamos en condiciones de compartir el mensaje de
Dios con la fuerza del Espíritu. Ahora bien, si nos empeñamos en hablar las
Escrituras sin haber sido previamente persuadidos por ellas, sin haber sido
“tocados” por el Señor de la Palabra, el mensaje que transmitiremos carecerá
del poder de lo alto y su efecto será mínimo.
Hay Comunidades que tienen programas
planificados de lectura y textos que sirven de base para los sermones
dominicales. Nada en contra de ello siempre y cuando el predicador disponga del
tiempo suficiente para tener un encuentro con la Palabra, lo que no siempre se
consigue y, por lo tanto, el efecto de su sermón será pobre en los oyentes. Si
se predica sobre un texto porque ese día toca hablar sobre ese pasaje
determinado corremos el riesgo de hilvanar palabras sin que hayamos tenido un
encuentro con la Palabra y, entonces, no se podrá compartir el mensaje de Dios
con la fuerza del Espíritu; en este caso, el sermón se convierte en una
conferencia fría, distante, separada de las vivencias cotidianas de los
oyentes, carecerá de valor espiritual y el efecto será nulo…
Conviene, por tanto, que el predicador
tenga un encuentro con la Palabra que afecte a su propia vida y, entonces,
estará en condiciones de compartir el mensaje de Dios para llenar las
necesidades de sus oyentes llegando a su corazón (pensamiento, sentimiento,
voluntad, intenciones, decisiones…). Es preocupante observar cómo, muchas
veces, después de un sermón dominical, todo sigue igual, no hay cambios, no se
toman decisiones y esto es porque no se ha escuchado la voz de Dios; sí, se ha
leído la Biblia, se ha oído un sermón, se ha estado atento a las palabras
emitidas por el orador, pero no se ha producido un encuentro con Dios.
Hay predicadores que solo se dirigen a las
emociones de los oyentes y otros que solo se dirigen al intelecto. Pero no
podemos olvidar que somos seres pensantes y emocionales. Creer no es solo
pensar sino, también, sentir; creer no es solo sentir sino, también, pensar.
Cuando uno se encuentra con Dios, no solo se piensa, también se siente y la
voluntad queda afectada no solo por lo que se piensa sino, también, por lo que
se siente. Por ello, el mensaje se ha de dirigir no solo al pensamiento, sino a
todo el ser personal, incluyendo los sentimientos, la voluntad, las
intenciones…
Predicar es más que hablar. Predicar tiene
que ver con un encuentro con el Señor antes del sermón, con pensar en las
necesidades de la Comunidad, con prepararse a conciencia para transmitir el
mensaje de Dios y con guiar a la iglesia a encontrarse con el Señor, Dios
todopoderoso, mediante la fuerza del Espíritu. El pensamiento quedará afectado,
los sentimientos serán transformados, la voluntad será renovada y las
decisiones de seguir a Jesús serán tomadas porque el Señor habrá hablado y el
pueblo tomará conciencia de que tiene que seguir las pisadas del Maestro para
construir un mundo mejor mientras espera que él venga para hacer un mundo
nuevo.
Solo en la medida en que tengamos un
encuentro con la Palabra podremos transmitir el mensaje de Dios por la fuerza
del Espíritu y ser canales para operar cambios en el pueblo de Dios. Entonces,
la predicación será poderosa y cumplirá su propósito, no de entretener, sino de
cambiar el corazón.
*Pedro
Álamo es Bachiller en Teología, Licenciado en Psicología,
Pastor y Profesor de Teología hasta el año 2001. Actualmente ejerce como
delegado comercial en una Compañía de servicios tecnológicos para editoriales.
Autor de "La iglesia como comunidad terapéutica" y "Consejería
de la persona. Restaurar desde la comunidad cristiana", publicados por la
Editorial Clie. Miembro de la Iglesia Betel, en L'Hospitalet de Llobregat,
Barcelona. Ha participado en tertulias radiofónicas sobre temas especializados
de Teología en Onda Rambla, Barcelona.
Fuente: Lupaprotestante, 2015.
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