Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
“Cada época tiene su Calvino político”:[1]
así da inicio el séptimo apartado del estudio preliminar de Calvino. Textos
políticos, en donde la doctora Marta García-Alonso hace una brillante
revisión de la manera en que se ha interpretado la doctrina política del
reformador francés y establece que sería imposible referirse a todo
historiador, politólogo o filósofo que ha escrito sobre él.
De ahí que sólo tome en cuenta a los
especialistas en Calvino y precisamente, al ocuparse de Eugène Choisy
(1866-1949), pastor ginebrino autor de una tesis sobre el tema (publicada en
1897[2]),
resalta la idea de que la Ginebra calviniana fue, en vez de una teocracia, como
se afirmaba a finales del siglo XIX y comienzos del XX, una bibliocracia, “al
ser la Biblia y no la jerarquía eclesial quien gobernaba la ciudad, como
ocurriría en caso de haber sido una teocracia”.[3]
Georges
Goyau, 1869-1939
Con estos elementos, García-Alonso introduce al
lector al intenso debate cronológico sobre las ideas políticas de Calvino, pues
recuerda que el historiador y ensayista Georges Goyau (1869-1939) respondió a
Choisy señalando que no se trataba “sólo de la inspiración política de la
doctrina, sino de a quién le correspondía interpretar la Escritura”.[4]
Charles Mercier, al terciar, consideraba que la teoría política del reformador
“estaba basada en la idea de autoridad”[5]
y el notable calvinólogo Émile Doumergue (1844-1937), “después de decir que la
doctrina calviniana tiende a la democracia, admite —aunque lo considera una
exageración— que el fundamento que el reformador atribuye a la sociedad civil
y, por tanto, a sus leyes, no es otro que el Decálogo”.[6] Por su parte, Marc-Edouard Chenevière
insistió en que Calvino “ni aceptaba la soberanía popular, ni la idea de
derechos individuales y mucho menos la teoría del derecho natural”.[7] Choisy atribuyó el régimen calviniano a
las necesidades organizativas de la Ginebra en aquella época. Sus palabras son
elocuentes:
No hay que concluir de ello que Calvino no
contento con reorganizar la Iglesia desde su punto de vista, refundó y echó en
un molde nuevo todas las instituciones políticas y civiles en Ginebra. Calvino
no contó con una ciencia universal y nunca ejerció una dictadura en Ginebra.
Era el hombre necesario, el intérprete de la ley divina que emanaba de las
Escrituras para formular y ajustar su aplicación, él era el profeta que
recordaba a la gente y a los magistrados su deber de lealtad al Dios soberano.
La poderosa influencia de Calvin surgió así totalmente de su genio que
respondió a las necesidades de la época, y al hecho de que él era el hombre del
principio teocrático, colocado en la base misma del orden social de la ciudad
tras la adopción de la Reforma.[8]
La autora subraya que esta discusión tiene poco
que ver con la que hoy ocupa a los especialistas, ya en pleno siglo XXI, puesto
que en continuidad con los trabajos de John McNeill de los años 40-50 del siglo
pasado,[9] a Calvino “se le representa ahora como
uno de los forjadores del republicanismo y la democracia”. Esto representa un
gigantesco salto cualitativo enorme en relación con la percepción del impacto
calviniano en la conformación política de la modernidad occidental y corrobora
la frase con que abre el presente artículo, esto es, que cada época encuentra
en el reformador aquello que le interesa. Para aclararlo, menciona a Ralph
Hancock, quien defendió que al diferenciar los dominios de la fe y la razón
como obra de Dios, Calvino “pudo conciliar razón y fe de modo tal que
los creyentes pudieron volcarse en la consecución de sus objetivos mundanos e
investirlos, al mismo tiempo, de sentido religioso-moral”.[10]
Calvino y
el calvinismo, Fuentes de la democracia? 1970
Es en este punto donde resulta notable la
cantidad de referencias que maneja García-Alonso (que aquí se han agregado para
apreciar su trabajo), pues presenta sucesivamente las aportaciones de John
Witte (sobre el constitucionalismo moderno), Mark J. Larson (la comprensión del
Estado), Dale van Kley (los orígenes religiosos desacralizados de la Revolución
Francesa), Harro Höpfl (la tradición política calvinista aristocrática), Robert
Kingdon (autor de una amplia serie de estudios calvinianos), sobre la analogía
entre el modelo eclesial y el político, para concluir con este último, quien
señala que esta analogía “sirvió de inspiración a las doctrinas democráticas de
origen calviniano”. Toda una indagación en las profundidades de los estudios
calvinológicos a través del tiempo.
Libro de
Eugène Choisy, 1897.
La autora avanza en esta sección y señala que
Calvino, dentro del ámbito del derecho divino de los reyes para gobernar,
defenderá que toda autoridad recibe su poder directamente de Dios, por lo que
las autoridades políticas bien pueden ser vistas como vicarios o lugartenientes
divinos. Su función es “sagrada”, afirmó en la Institución de la religión
cristiana (IV, 20, 4), como también dijo que “la política no es un efecto
del pecado, sino voluntad de la Providencia” (IV, 20, 4, 6-7 y 9), de manera
similar a Lutero, algo que Calvino observó desde los tiempos en que escribió su
comentario al tratado De Clementia, de Séneca, pues este filósofo fue el
gran defensor de la monarquía romana (p. XXXIX). Pero, destaca García-Alonso,
el reformador “no se dirige tanto al modelo de gobierno como a la cuestión del
origen y función de la autoridad”, lo que lo condujo a afirmar que “la
autoridad política es, ante todo, guardiana de lo público, definida por
su función, sin importar su nombre o, lo que es lo mismo, el tipo de gobierno
que lidere” (p. XXXIX, énfasis agregado).
Con estas bases es posible afrontar la tarea de
definir la función política de los magistrados, asunto central en la
comprensión calviniana de la res publica, tema al que la autora dedicará
el siguiente apartado, donde también se discute la naturaleza teologal del
Estado y sus características en una situación en que la Iglesia ha sido
reformada, en el marco de la visión calviniana del lugar de cada instancia en
el mundo.
[1]
M. García-Alonso, Calvino. Textos políticos. Madrid, Tecnos, 2016, p.
XXXIV.
[2]
Cf. E. Choisy, La théocratie a Genève au temps du Calvin. Ginebra,
J.G. Fick 1897, en Archive, https://archive.org/stream/latheocratiegen00choigoog#page/n11/mode/2up.
García-Alonso cita la edición de C. Eggimann.
[3]
M. García Alonso, op. cit.
[4] G. Goyau, Une ville-eglise: Genève. Vol. 1. París, Perrin et Cie.,
1919, p. 46, cit. por M. García-Alonso, op. cit., p. XXXV.
[5]
C. Mercier, “L’esprit de Calvin et la democratie”, en Revue d’Historie
Ecclésiastique, 30, 1934, pp. 5-53, cit. por M. García-Alonso.
[6] É. Doumergue, Jean Calvin, les
hommes et les choses de son temps. Vol. 4. Lausana, G. Bridel & Cie,
1910, p. 192, en https://archive.org/details/jeancalvinleshom04doumuoft,
cit. por M. García-Alonso.
[7] Cf. M.-E. Chenevière, La pensée
politique de Calvin. Ginebra-París, Éditions Je Sers, 1937.
[8] E. Choisy, op. cit., p. 61. Traducción propia.
[9] Cf. J.T. McNeill, “The democratic element in Calvin’s
thought”, en Church History, 18, 1949, pp. 153-171.
[10] Cf. R.C. Hancock, Calvin and the foundations of
modern politics. Ithaca, Cornell University Press, 1989.
Fuente: Protestantedigital, 2016.
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