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sábado, 3 de abril de 2010

El día que quebró la inercia de la muerte

Por. Wenceslao Calvo, España*

Se define la inercia como la tendencia a permanecer en el estado en que los cuerpos se encuentran, sea éste de reposo o de movimiento, a menos que una fuerza externa les obligue a cambiar de estado. Es una de las condiciones elementales de la materia y del mundo en el que vivimos y hay que tenerla presente para comprender el funcionamiento de ambos. Pero ambas clases de inercia, la del reposo y la del movimiento, no son dos principios neutrales que parten de condiciones igualitarias.
La inercia del reposo tiene un poderoso aliado de su parte que, a su vez, es un mortal enemigo de la inercia del movimiento. Ese aliado-enemigo se llama rozamiento, por el cual los cuerpos en movimiento acaban deteniéndose. Es decir, en el estado actual de la materia hay una tendencia a ´preferir´ la inercia del reposo a la inercia del movimiento. Es por esta razón por la que nuestro mundo necesita energía, de la clase que sea, para seguir funcionando, porque de lo contrario la resistencia del rozamiento terminará triunfando sobre la inercia del movimiento, desembocando en la inercia del reposo.
Todo esto tiene también su correspondencia más allá de la física y es aplicable a muchos ámbitos de la vida humana, de manera que se precisa un esfuerzo continuado para el mantenimiento y la superación de un determinado estado, dado que hay fuerzas que trabajan para minar y contrarrestar lo conseguido.
La mayor evidencia de que en nuestro universo la inercia del reposo es más poderosa que la inercia del movimiento la tenemos en la muerte, de modo que podríamos denominar a la inercia de la muerte como ese estado al que todas las criaturas están abocadas y en el que quedarán para siempre, a menos que una fuerza externa lo modifique.
Esa inercia de la muerte no fue la condición original de nuestro mundo, pero es en la que ha quedado una vez que el hombre rompió las leyes morales que Dios había establecido. Y aunque la vida lucha y quiere abrirse paso y establecer su propia inercia, la muerte acaba frenándola y termina, vez tras vez, triunfando. En vano resultan los esfuerzos de la ciencia para tratar de revertir ese estado de cosas. Resulta humillante que Moisés escribiera hace tres mil quinientos años que ´Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo su fortaleza es molestia y trabajo´(1) y que después de tanto tiempo y tantos avances ni siquiera hayamos sido capaces de aumentar esas cantidades del tiempo de vida allí estimado. No es que no hayamos podido romper la inercia de la muerte, es que básicamente ni siquiera hemos podido retardarla o alejarla algo de nosotros.
La inercia de la muerte lleva aparejada todo un ritual, al que podríamos denominar la inercia del ceremonial de la muerte, por el cual hay una serie de actos vinculados a la misma que se repiten invariablemente, aunque con diversos matices dependiendo del lugar y del tiempo. La inercia de ese ceremonial sigue unos patrones sociales determinados, que tienen que ver con el tratamiento del cadáver, con el duelo por parte de los allegados, con las creencias espirituales asociadas y con las consecuencias jurídicas y burocráticas que se desprenden, como pueden ser la herencia y el papeleo del sepelio. Y de nada servirá intentar romper con la inercia del ceremonial de la muerte, porque eso no modificará la inercia de la muerte misma. Si ahora en España se incinera más que se entierra, lo que es expresión de un cambio en la inercia del ceremonial, la realidad sigue siendo la misma que siempre: la inercia de la muerte sigue impertérrita ahí, igual que antes. Desde Adán, o mejor dicho, desde Abel, primer muerto en la historia de la humanidad, esa inercia es inexorable.
También con Jesús la muerte y su inercia se cumplieron. Incluso se efectuó con él la inercia del ceremonial de la muerte, pues hubo una preparación de su cadáver(2) y un entierro(3), por parte de sus íntimos. Hubo llanto, hubo dolor, hubo quienes se preocuparon de que todo se hiciera como era debido. Por tanto, nada distinto al resto de los mortales. En todo semejante a nosotros.
Sin embargo, en la madrugada de aquel primer día de la semana se iba a quebrar, por primera vez en la historia de la humanidad, la inercia de la muerte. Porque una fuerza irrumpió en aquella tumba, que por un lado cumplió las leyes naturales por las que este mundo se rige y por otro las superó. Las cumplió, porque la tendencia de la materia es a permanecer en el estado que está, a menos que una fuerza externa intervenga. Y eso es precisamente lo que sucedió. Una fuerza extraordinaria se puso en moción en aquel momento para levantar al que estaba muerto. Pero esa fuerza superior superó, valga la redundancia, la tendencia al declive innata en todas las cosas, ya que ese levantamiento de la muerte no fue pasajero ni temporal, sino definitivo. Antes había habido algunas resurrecciones de muertos, pero eran casos de resurrecciones transitorias, en los que de nuevo la inercia de la muerte terminaba venciendo a la inercia de la vida. Pero con la resurrección de Jesús no ocurrió así, ya que el Resucitado vive y vive para siempre.
En ti y en mí se cumplirá la inercia de la muerte y también alguna clase de inercia de ceremonial de la muerte. La única manera de que eso se rompa es mediante aquel que dijo ´Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.´(4) Lo que el progreso humano no ha podido ni podrá hacer, es lo que Dios hizo con Jesús y hará con todos los que creen en él. El domingo de resurrección es el perenne recordatorio de que en Jesús se quebró la inercia de la muerte, abriéndose paso definitiva y victoriosamente la de la Vida. ¡Gloria a Dios!

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1) Salmo 90:10
2) Juan 19:38-40
3) Juan 19:41-42
4) Juan 11:25

*Wenceslao Calvo es conferenciante, predicador y pastor en una iglesia de Madrid

Fuente: © W. Calvo, ProtestanteDigital.com

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