José Aurelio Paz, La Habana, Cuba.
Muchos hemos convertido la Semana de Pasión en puro fetiche. Acá en Cuba gran parte de la población, que suele llamarse católica, asiste a las iglesias, el Domingo de Ramos, a buscar su hoja de palma que, luego, clavarán detrás de la puerta como amuleto que les proteja de “lo malo”, hasta el año siguiente, y no siempre existe una interiorización del verdadero sentido de estos días.
En las iglesias protestantes pasa otro tanto. Organizamos un maratón de eventos conmemorativos, la mayoría de las veces huecos sin cuestionarnos, realmente, el verdadero significado liberador de la muerte del Hijo de Dios en la Cruz.
Interpretamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén como el gran comienzo de su martirologio, “el hombre” que vino a cambiar los destinos de la Humanidad. Pero le dejamos toda la tarea a él. No pensamos en cuál ha de ser la parte de nuestro compromiso en esa acción transformadora y liberadora. Y eso coloca a la Iglesia en una especie de túnica mortuoria.
¿Tenemos realmente los cristianos dimensión del dolor de Dios-padre y Dios-hijo en ese acto redentor de entrega total? ¿Sirve la ocasión para cuestionarnos hasta dónde llega nuestro sacrificio y nuestro compromiso como cristianos y cristianas con el nuevo calvario de hoy, ese que no está geográficamente en el Gólgota, sino en un mundo global cada vez más desigual y falto de amor?
Existe un proverbio anónimo, de esa joyitas de la tradición oral, que habla de “El mal de Milano: las alas quebradas y el pico sano.” Y este bien pudiera aplicarse a quienes, como cuerpo de Cristo, le profanamos a diario. Las jerarquías eclesiales, cada día, están más dadas a hablar y hablar, pero vuelan poco y el sueño de las utopías sociales parecen arrastrados por los vientos de Cuaresma y llevados a no sé dónde.
Alguien dijo que la vida es un don de Dios y hacerla fluir es nuestro compromiso. Y uno se pregunta: ¿no estaremos dejando abandonado el cuerpo de Cristo a la espectacularidad fatua del milagro, sin detenernos a pensar que la única manera de resucitarlo cada día es con un compromiso claro y fuerte de ser fiel a sus enseñanzas redentoras? ¿Estaremos haciendo lo que nos corresponde como Iglesia y como individuos en el camino a la Redención? ¿Necesitaría la Iglesia de hoy una nueva Resurrección que la lleve al compromiso real, no solo de homilías y sermones, con los pobres y oprimidos, con los niños y las niñas, los colaboradores más puros de Jesús?
El poeta, narrador y dramaturgo español Francisco Villaespesa escribió una expresión que debiéramos aplicarnos por estos días, pero de verdad; más allá del triunfalismo espectacular de la Cruz para hacer un collar con la sencillez y los actos resucitadores de las buenas acciones, de esas que no se detienen en la cáscara de la caridad, sino van a la semilla del verdadero servicio. Decía él: “¡Que enmudezcan nuestras lenguas y empiecen a hablar las manos!”. Sería esa la única manera de hacer que el Jesús de todos y todas sea desclavado y puesto a andar otra vez, junto a nosotros, en este difícil y íntegro camino de Emaús que son los tiempos actuales, esos que nos han tocado vivir y a los cuales no debemos renunciar bajo ninguna circunstancia.
Fuente: ALCNOTICIAS
Muchos hemos convertido la Semana de Pasión en puro fetiche. Acá en Cuba gran parte de la población, que suele llamarse católica, asiste a las iglesias, el Domingo de Ramos, a buscar su hoja de palma que, luego, clavarán detrás de la puerta como amuleto que les proteja de “lo malo”, hasta el año siguiente, y no siempre existe una interiorización del verdadero sentido de estos días.
En las iglesias protestantes pasa otro tanto. Organizamos un maratón de eventos conmemorativos, la mayoría de las veces huecos sin cuestionarnos, realmente, el verdadero significado liberador de la muerte del Hijo de Dios en la Cruz.
Interpretamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén como el gran comienzo de su martirologio, “el hombre” que vino a cambiar los destinos de la Humanidad. Pero le dejamos toda la tarea a él. No pensamos en cuál ha de ser la parte de nuestro compromiso en esa acción transformadora y liberadora. Y eso coloca a la Iglesia en una especie de túnica mortuoria.
¿Tenemos realmente los cristianos dimensión del dolor de Dios-padre y Dios-hijo en ese acto redentor de entrega total? ¿Sirve la ocasión para cuestionarnos hasta dónde llega nuestro sacrificio y nuestro compromiso como cristianos y cristianas con el nuevo calvario de hoy, ese que no está geográficamente en el Gólgota, sino en un mundo global cada vez más desigual y falto de amor?
Existe un proverbio anónimo, de esa joyitas de la tradición oral, que habla de “El mal de Milano: las alas quebradas y el pico sano.” Y este bien pudiera aplicarse a quienes, como cuerpo de Cristo, le profanamos a diario. Las jerarquías eclesiales, cada día, están más dadas a hablar y hablar, pero vuelan poco y el sueño de las utopías sociales parecen arrastrados por los vientos de Cuaresma y llevados a no sé dónde.
Alguien dijo que la vida es un don de Dios y hacerla fluir es nuestro compromiso. Y uno se pregunta: ¿no estaremos dejando abandonado el cuerpo de Cristo a la espectacularidad fatua del milagro, sin detenernos a pensar que la única manera de resucitarlo cada día es con un compromiso claro y fuerte de ser fiel a sus enseñanzas redentoras? ¿Estaremos haciendo lo que nos corresponde como Iglesia y como individuos en el camino a la Redención? ¿Necesitaría la Iglesia de hoy una nueva Resurrección que la lleve al compromiso real, no solo de homilías y sermones, con los pobres y oprimidos, con los niños y las niñas, los colaboradores más puros de Jesús?
El poeta, narrador y dramaturgo español Francisco Villaespesa escribió una expresión que debiéramos aplicarnos por estos días, pero de verdad; más allá del triunfalismo espectacular de la Cruz para hacer un collar con la sencillez y los actos resucitadores de las buenas acciones, de esas que no se detienen en la cáscara de la caridad, sino van a la semilla del verdadero servicio. Decía él: “¡Que enmudezcan nuestras lenguas y empiecen a hablar las manos!”. Sería esa la única manera de hacer que el Jesús de todos y todas sea desclavado y puesto a andar otra vez, junto a nosotros, en este difícil y íntegro camino de Emaús que son los tiempos actuales, esos que nos han tocado vivir y a los cuales no debemos renunciar bajo ninguna circunstancia.
Fuente: ALCNOTICIAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario