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domingo, 20 de febrero de 2011

ENCARNACIÓN, AMOR Y SALVACIÓN EN LAS CARTAS DE JUAN

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*

Sólo el amor convierte en milagro el barro. Silvio Rodríguez
Aquel que ama más su sueño de una comunidad cristiana que a la comunidad cristiana misma, se convierte en destructor de toda comunidad cristiana, por más honestas, serias y abnegadas que sean sus intenciones personales.[1] Dietrich Bonhoeffer
1. Un discurso característico
Las cartas que llevan el nombre de Juan dan fe de la manera tan exigente con que las comunidades ligadas a la herencia espiritual del “discípulo amado” asumieron el compromiso con el Evangelio de Jesucristo. Su base fundamental, a contracorriente de las tendencias ya presentes de rechazar la encarnación del Hijo de Dios en el mundo, fue precisamente afirmar vehementemente la presencia efectiva de lo humano en la persona de Jesús. Este énfasis, punto de partida para una práctica sostenida del amor y de la solidaridad del prójimo, produjo una reflexión que se orienta hacia una fuerte crítica del idealismo eclesiástico que a veces ve en las comunidades cristianas el oasis de perfección que no se encuentra en el mundo. Como señala James Wheeler, el tema central de I Juan es “la relación entre el amor al hermano y la fe en Jesucristo encarnado”.[2] Sólo aquellos/as que han experimentado el impacto del Hijo de Dios presente en el mundo de manera física e histórica en el mundo, pueden ser capaces de trasladar dicho impacto a la reconstrucción fraterna de la humanidad. El rechazo al mundo, que intensamente se presenta en extrema oposición con el amor al Padre, se presenta como la continuidad de un rechazo al amor de Dios encarnado plenamente en Jesucristo. Raúl Lugo resume parte del conflicto exterior e interior de estas comunidades: “
Una conclusión importante y universalmente aceptada, es que la literatura joánica muestra la crisis del diálogo de los creyentes con el mundo cultural helenista. La cultura filosófica griega padecía una especie de rechazo instintivo hacia ciertas verdades cristianas fundamentales (Hch. 17,16-33). De manera particular, la literatura joánica parece reaccionar contra una interpretación pregnóstica que despreciaba la encarnación del Hijo de Dios y miraba con cierto desprecio el humilde compromiso concreto traducido en amor a los hermanos más pequeños.[3]
Este discurso práctico y teológico, de ida y vuelta, es lo que caracterizó de manera profunda a este conjunto de comunidades que experimentó en los hechos el nacimiento, la muerte y la resurrección de Cristo como parte de una historia que las enfrentó conflictivamente a otras comunidades y, por supuesto, al mundo que tanto se empeñaron en evidenciar, pues éste, dadas las estructuras con que funciona, no permite que la práctica del amor sea algo generalizado. Estas iglesias no se hacían muchas ilusiones sobre su futuro, pues sabían muy bien que habían surgido en medio de momentos conflictivos, ciertamente dirigidos por Dios, pero que no les escamoteaban la necesidad de afirmar enérgicamente, como lo hicieron, su diferencia dentro del conjunto de creyentes en Jesús de Nazaret, tal como se fueron estableciendo en el primer y segundo siglos de nuestra era. Fueron ellos quienes comprendieron mejor que la mayoría, los aspectos que debían caracterizar a una auténtica iglesia.
Raymond Brown es muy claro cuando señala que estas comunidades enfrentaron polémicamente las tendencias divisionistas sobre todo debidas al rechazo de la encarnación de Jesús y que, finalmente, tuvieron que desaparecer luego de dos o tres generaciones de creyentes consolidados en las enseñanzas del Discípulo Amado: “La muerte de las grandes figuras de la primera generación (apóstoles o no), que vieron al Jesús terreno o resucitado, no debilitó la confianza de la comunidad joánica en la exactitud de sus concepciones que no se vinieron abajo ni con la muerte del Discípulo Amado”.[4] Confesar a Jesús como el Hijo de Dios manifestado en la historia y en la carne es la puerta de entrada para una nueva práctica capaz de generar formas nuevas de convivencia, lejos del idealismo exacerbado y del pesimismo sin sentido.
2. El amor vivido en “comunidades de carne y hueso”
Existe una relación muy clara entre las exigencias comunitarias de la existencia de la Iglesia y la condición humana, puesto que si la primera está formada por personas que participan del mundo y sus estructuras y prácticas, éstas influirán de manera determinante en la integración a la nueva humanidad instaurada por Jesucristo como manifestación de su obra redentora. Social y sociológicamente, la Iglesia es un conglomerado más cuya presencia en el mundo se justifica por las razones que conforman a cada comunidad. Las llamadas iglesias únicamente pueden presentar como su razón de ser el amor de Dios manifestado en Jesucristo y tratar de mantenerlo psicológica, espiritual e incluso políticamente en medio de un mundo que se mueve sólo a partir de intereses expresados honestamente desde sus mismas bases. Por ello, como recuerda Wheeler, las iglesias juaninas llegaron a conclusiones muy sólidas sobre la presencia o ausencia del amor divino entre ellas: “El amor de Dios hacia nosotros es un amor que engendra praxis de amor entre nosotros, y si no existe tal praxis el amor que Dios nos tiene no está en nosotros. A su vez, el amor nuestro a Dios sólo es posible y se verifica en nuestro amor al hermano. Si no existe el amor mutuo, entonces el amor a Dios es un mero decir (4:20)”.[5]
La encarnación del amor de Dios en Jesús no era simplemente una doctrina que todos los miembros de la comunidad debían aceptar, sino que debía ser vista como el motor ético para situarse de otra manera ante el mundo, la comunidad misma y las demás comunidades, y este orden ni siquiera es jerárquico, pues se dio y se da simultáneamente. “Queda muy claro cómo un Jesucristo desencarnado es un justificativo ideológico encubridor de la falta de compromiso con el hermano; y cómo un Jesucristo encarnado es un móvil para la ética del amor y no mera proyección ideológica”.[6] Nunca existió, existe ni existirá la iglesia perfecta, como no existen la familia ni la sociedad perfecta. Como canta Pablo Milanés, desde Cuba, con dolor entendible: “No vivo en una sociedad perfecta/ yo pido que no se le dé ese nombre,/ si alguna cosa me hace sentir esta/es porque la hacen mujeres y hombres”. En las comunidades juaninas todos estaban aprendiendo a ser discípulos y hermanos, en igualdad de circunstancias, de ahí que la exhortación tan firme de I Jn 1 y 2 se dirija a los integrantes del grupo y se asocie la idea de “estar en la luz” a una forma de vida comunitaria contracultural que golpeaba de frente a “las tinieblas”. La falsa superioridad de quienes decían que ya no podían pecar (1.8) es contrarrestada por un llamado al reconocimiento de la realidad del pecado en la vida humana y a la grandeza del perdón de Dios en Jesucristo.
A partir de ahí, en el cap. 2 se plantea la necesaria prueba visible del amor de Dios en la comunidad, un espacio de gracia y verdad dirigido por el Espíritu que podía ser alentador para todos, pero igualmente sin falsos idealismos o ilusiones. La convivencia en la comunidad hace que cada integrante conozca las inclinaciones y tendencias de los demás, como en una auténtica familia y tiene que ser, contra ellas, que el amor, con un realismo a toda prueba y en busca de la consonancia con el nuevo mandamiento evangélico de Jesús, se remonte por encima de nuestros temperamentos y orientaciones para hacerse visible y caminar por el sendero de la luz y la superación del amor malsano por el mundo y sus valores. ¿Encontraremos alguna vez la iglesia perfecta? ¡Jamás! Pues estamos “condenados” a vivir, siempre, en medio de una sociedad imperfecta y siempre perfectible también por la obra de Dios en Cristo. En cada uno de nosotros inicia el cambio.

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[1] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad. Buenos Aires, La Aurora, 1966, p. 18.
[2] J. Wheeler, “Amor que genera compromiso. Estudio de la estructura manifiesta de I Juan”, en RIBLA, núm. 17,
www.claiweb.org/ribla/ribla17/8%20james.htm.
[3] R.H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio. (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17,
www.claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
[4] R.E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. 3ª ed. Bilbao, Desclée de Brouwer, 1998, p. 145.
[5] J. Wheeler, op. cit.
[6] Idem.

Fuente: Leopoldo Cervantes - Ortiz, teólogo, poeta y escritor mexicano.

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