Por Dr. René Padilla, Argentina
En términos bíblicos, a la tarea de los gobernantes se la denomina «hacer justicia a los pobres», y desde esa perspectiva se entiende la oración a favor del rey en el Salmo 72:
Oh Dios, otorga tu justicia al rey, tu rectitud al príncipe heredero. Así juzgará con rectitud a tu pueblo y hará justicia a tus pobres. Brindarán los montes bienestar al pueblo y fruto de justicia las colinas. Él hará justicia a los pobres del pueblo y salvará a los necesitados, ¡él aplastará a los opresores! (vv. 1-4).
La premisa fundamental de esta oración es que el Dios de Israel —el Padre del Señor Jesucristo, para los cristianos— ama la justicia y exige que las relaciones humanas sean regidas por la justicia. No es de sorprenderse, por lo tanto, que en los escritos bíblicos la justicia ocupe un lugar preponderante. Tanto es así que las principales palabras griegas para justicia (mishpat y sedeqah) en el Antiguo Testamento y griegas (dikaiosune y krisis) en el Nuevo Testamento aparecen más de 1.000 veces. Se da por sentado que la justicia es inherente tanto al carácter como a la acción de Dios. Consecuentemente, dondequiera que el fuerte abusa de su poder —sea éste político o económico, cultural o religioso, social o racial— no sólo comete una injusticia contra el débil sino que viola la voluntad de Dios para la vida humana. En cualquier situación de injusticia, Dios se pone del lado de las víctimas y en contra de sus opresores, del lado de los explotados y en contra de sus explotadores. Porque Dios es justo y ama la justicia, él «es refugio de los oprimidos; es su baluarte en momentos de angustia» y «no se olvidará para siempre del necesitado, ni para siempre se perderá la esperanza del pobre» (Sal 9.9,18). «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos» (Sal 103.6). Por otro lado, porque él es justo y ama la justicia, «él aborrece a los aman la violencia» y «hará llover sobre los malvados ardientes brasas y candente azufre; ¡un viento abrasador será su suerte!» (Sal 11.5-6).
Muchas personas objetan esta manera de hablar acerca de Dios. Su objeción es la siguiente: porque Dios es justo, no se parcializa sino que trata a todos por igual. La respuesta a esta objeción es que, aunque es cierto que, ya que Dios es justo, cualquier forma de injusticia —sea que ésta favorezca al rico o al pobre— le desagrada (cf. Lv 19.15), también es cierto que, ya que la justicia de Dios excluye cualquier forma de favoritismo, ninguna persona está por encima de la ley: no hay lugar para la impunidad sobre la base de la posición social o económica (cf. Dt 1.16-17). La justicia retributiva de Dios es imparcial, y consecuentemente espera que también los jueces sean imparciales y se los exhorta sobre el peligro de los sobornos, «pues el soborno nubla los ojos del sabio y tuerce las palabras del justo» (Dt 16.19; cf. Mi 7.3-4). A la vez, porque Dios es imparcial, su intención es corregir cualquier desequilibrio de poder que distorsione las relaciones entre los seres humanos y, por lo tanto, toma el lado de los débiles.
Desde esta perspectiva, la justicia social es positivamente parcial porque busca corregir la parcialidad destructiva —una parcialidad que refleja la pecaminosidad de la naturaleza humana— inherente en cualquier situación de injusticia. En el análisis final, la parcialidad no es de Dios sino nuestra, como se ve claramente en Deuteronomio 10.17-19, entre muchos otros pasajes bíblicos que se podrían citar: «Él defiende la causa del huérfano y la viuda, y muestra su amor por el extranjero, proveyéndole ropa y alimentos. Así mismo debes tú mostrar amor por los extranjeros, porque también tú fuiste extranjero en Egipto». Aparte de destacar la relación entre la parcialidad de Dios a favor del huérfano, la viuda y el extranjero —los pobres y los oprimidos—, este pasaje destaca lo que Dios espera de su pueblo Israel en términos de la práctica de la justicia en relación con los pobres. La provisión de ropa y alimentos es la provisión de Dios por medio de su pueblo para satisfacer necesidades básicas de los necesitados. Dios hace justicia a los pobres por medio del pueblo del pacto. Si la justicia tiene que ver con las relaciones de poder entre las personas, la manera de ejercer justicia es usar el poder para corregir la desigualdad e instaurar la equidad.
La justicia de Dios tiene que ver con la corrección de toda forma de abuso de poder, toda distribución económica injusta, toda violación de derechos humanos presente en la sociedad. La justicia que Dios desea no es sólo la de los tribunales. Además de ésta, él desea la justicia que busca la corrección de la injusticia, la que quiere enderezar lo que está torcido. Es justicia correctiva, reparadora, vindicativa y, en este sentido, parcial. Como tal, provee la base para la redistribución del poder socioeconómico y político en aras de shalom —abundancia de vida para todo ser humano—. Da por sentado que todo miembro de la comunidad —y, por extensión, todo grupo humano y toda nación en el mundo— tiene el mismo valor que los demás. Consecuentemente, debe tener igual acceso al poder en sus relaciones con los demás y a los recursos de la creación de Dios. La justicia tiene una estrecha relación con la misericordia —la solidaridad mutua— y con la humildad ante Dios, como se ve en Miqueas 6.8, síntesis de la ética del Antiguo Testamento: «¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: practicar la justicia, amar la misericordia y humillarte ante tu Dios».
Sobre esta base bíblica, Dios dispone que en el pueblo de Israel los gobernantes ejerzan el poder para «hacer justicia a los pobres». En otras palabras, quiere que lo usen para evitar que los fuertes se aprovechen de los débiles, para asegurar que haya equidad en la distribución del poder y que todos por igual tengan acceso a los bienes de la creación de Dios. Y lo que Dios dispone para el pueblo de Israel como «luz de las naciones» es a la vez lo que él quiere para todas las naciones de la tierra.
En línea con esta perspectiva, Alfredo Zaiat está en lo correcto cuando, refiriéndose al conflicto de los empresarios agropecuarios con el Gobierno argentino, afirma que si ha habido una medida que ha buscado avanzar la redistribución del ingreso para comenzar a construir una sociedad equitativa es la de las retenciones móviles a las exportaciones del agro. [...] La historia enseña que para mejorar la distribución de la renta hay que afectar al poder económico, que hoy tiene su manifestación en la trama multinacional sojera. Por ese motivo, la crisis es política y no [meramente] económica.[i]
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[i] Alfredo Zaiat, «El test de las retenciones», Página 12, 8 de mayo de 2008. La aprobación de la medida del Gobierno argentino con respecto a las retenciones no niega la urgente necesidad de políticas gubernamentales claras en cuanto al uso del dinero de las retenciones, de una reforma agraria a fondo y de un plan de desarrollo económico que beneficie a todos a mediano y a largo plazo.
En términos bíblicos, a la tarea de los gobernantes se la denomina «hacer justicia a los pobres», y desde esa perspectiva se entiende la oración a favor del rey en el Salmo 72:
Oh Dios, otorga tu justicia al rey, tu rectitud al príncipe heredero. Así juzgará con rectitud a tu pueblo y hará justicia a tus pobres. Brindarán los montes bienestar al pueblo y fruto de justicia las colinas. Él hará justicia a los pobres del pueblo y salvará a los necesitados, ¡él aplastará a los opresores! (vv. 1-4).
La premisa fundamental de esta oración es que el Dios de Israel —el Padre del Señor Jesucristo, para los cristianos— ama la justicia y exige que las relaciones humanas sean regidas por la justicia. No es de sorprenderse, por lo tanto, que en los escritos bíblicos la justicia ocupe un lugar preponderante. Tanto es así que las principales palabras griegas para justicia (mishpat y sedeqah) en el Antiguo Testamento y griegas (dikaiosune y krisis) en el Nuevo Testamento aparecen más de 1.000 veces. Se da por sentado que la justicia es inherente tanto al carácter como a la acción de Dios. Consecuentemente, dondequiera que el fuerte abusa de su poder —sea éste político o económico, cultural o religioso, social o racial— no sólo comete una injusticia contra el débil sino que viola la voluntad de Dios para la vida humana. En cualquier situación de injusticia, Dios se pone del lado de las víctimas y en contra de sus opresores, del lado de los explotados y en contra de sus explotadores. Porque Dios es justo y ama la justicia, él «es refugio de los oprimidos; es su baluarte en momentos de angustia» y «no se olvidará para siempre del necesitado, ni para siempre se perderá la esperanza del pobre» (Sal 9.9,18). «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos» (Sal 103.6). Por otro lado, porque él es justo y ama la justicia, «él aborrece a los aman la violencia» y «hará llover sobre los malvados ardientes brasas y candente azufre; ¡un viento abrasador será su suerte!» (Sal 11.5-6).
Muchas personas objetan esta manera de hablar acerca de Dios. Su objeción es la siguiente: porque Dios es justo, no se parcializa sino que trata a todos por igual. La respuesta a esta objeción es que, aunque es cierto que, ya que Dios es justo, cualquier forma de injusticia —sea que ésta favorezca al rico o al pobre— le desagrada (cf. Lv 19.15), también es cierto que, ya que la justicia de Dios excluye cualquier forma de favoritismo, ninguna persona está por encima de la ley: no hay lugar para la impunidad sobre la base de la posición social o económica (cf. Dt 1.16-17). La justicia retributiva de Dios es imparcial, y consecuentemente espera que también los jueces sean imparciales y se los exhorta sobre el peligro de los sobornos, «pues el soborno nubla los ojos del sabio y tuerce las palabras del justo» (Dt 16.19; cf. Mi 7.3-4). A la vez, porque Dios es imparcial, su intención es corregir cualquier desequilibrio de poder que distorsione las relaciones entre los seres humanos y, por lo tanto, toma el lado de los débiles.
Desde esta perspectiva, la justicia social es positivamente parcial porque busca corregir la parcialidad destructiva —una parcialidad que refleja la pecaminosidad de la naturaleza humana— inherente en cualquier situación de injusticia. En el análisis final, la parcialidad no es de Dios sino nuestra, como se ve claramente en Deuteronomio 10.17-19, entre muchos otros pasajes bíblicos que se podrían citar: «Él defiende la causa del huérfano y la viuda, y muestra su amor por el extranjero, proveyéndole ropa y alimentos. Así mismo debes tú mostrar amor por los extranjeros, porque también tú fuiste extranjero en Egipto». Aparte de destacar la relación entre la parcialidad de Dios a favor del huérfano, la viuda y el extranjero —los pobres y los oprimidos—, este pasaje destaca lo que Dios espera de su pueblo Israel en términos de la práctica de la justicia en relación con los pobres. La provisión de ropa y alimentos es la provisión de Dios por medio de su pueblo para satisfacer necesidades básicas de los necesitados. Dios hace justicia a los pobres por medio del pueblo del pacto. Si la justicia tiene que ver con las relaciones de poder entre las personas, la manera de ejercer justicia es usar el poder para corregir la desigualdad e instaurar la equidad.
La justicia de Dios tiene que ver con la corrección de toda forma de abuso de poder, toda distribución económica injusta, toda violación de derechos humanos presente en la sociedad. La justicia que Dios desea no es sólo la de los tribunales. Además de ésta, él desea la justicia que busca la corrección de la injusticia, la que quiere enderezar lo que está torcido. Es justicia correctiva, reparadora, vindicativa y, en este sentido, parcial. Como tal, provee la base para la redistribución del poder socioeconómico y político en aras de shalom —abundancia de vida para todo ser humano—. Da por sentado que todo miembro de la comunidad —y, por extensión, todo grupo humano y toda nación en el mundo— tiene el mismo valor que los demás. Consecuentemente, debe tener igual acceso al poder en sus relaciones con los demás y a los recursos de la creación de Dios. La justicia tiene una estrecha relación con la misericordia —la solidaridad mutua— y con la humildad ante Dios, como se ve en Miqueas 6.8, síntesis de la ética del Antiguo Testamento: «¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: practicar la justicia, amar la misericordia y humillarte ante tu Dios».
Sobre esta base bíblica, Dios dispone que en el pueblo de Israel los gobernantes ejerzan el poder para «hacer justicia a los pobres». En otras palabras, quiere que lo usen para evitar que los fuertes se aprovechen de los débiles, para asegurar que haya equidad en la distribución del poder y que todos por igual tengan acceso a los bienes de la creación de Dios. Y lo que Dios dispone para el pueblo de Israel como «luz de las naciones» es a la vez lo que él quiere para todas las naciones de la tierra.
En línea con esta perspectiva, Alfredo Zaiat está en lo correcto cuando, refiriéndose al conflicto de los empresarios agropecuarios con el Gobierno argentino, afirma que si ha habido una medida que ha buscado avanzar la redistribución del ingreso para comenzar a construir una sociedad equitativa es la de las retenciones móviles a las exportaciones del agro. [...] La historia enseña que para mejorar la distribución de la renta hay que afectar al poder económico, que hoy tiene su manifestación en la trama multinacional sojera. Por ese motivo, la crisis es política y no [meramente] económica.[i]
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[i] Alfredo Zaiat, «El test de las retenciones», Página 12, 8 de mayo de 2008. La aprobación de la medida del Gobierno argentino con respecto a las retenciones no niega la urgente necesidad de políticas gubernamentales claras en cuanto al uso del dinero de las retenciones, de una reforma agraria a fondo y de un plan de desarrollo económico que beneficie a todos a mediano y a largo plazo.
Fuente: El blog del Dr. René Padilla, Fundación Kairós, Argentina.
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