Por
Juan Stam, Costa Rica
Las
iglesias evangélicas observan infaliblemente dos celebraciones especiales cada
año: la Navidad y Semana Santa. Pero hay dos sucesos más, también sumamente
importantes, con fecha del mes y del día, que nunca se celebran. Son el domingo
de Ascensión y el domingo de Pentecostés. ¿Cuántos de nosotros nos dimos cuenta
el pasado 11 de mayo que se cumplían los cincuenta días después de la Pascua?
Es tal nuestro olvido de las bases históricas de nuestra fe, que ni las
iglesias pentecostales acostumbran celebrar el día de Pentecostés. Hermanos y
hermanas, ¡recordemos que el pentecostés es una fecha y no sólo ciertas experiencias
especiales!
Eso
levanta una pregunta importante para hoy: ¿Qué significa, bíblicamente, ser
pentecostal? Para responder a esa pregunta, tenemos que volver al día de
Pentecostés, en que Cristo fundó la iglesia en el Espíritu y marcó su carácter
para siempre. Es obvio, entonces, que ser pentecostal es vivir de acuerdo con
el modelo que nos da el capítulo dos de los Hechos.
El
Pentecostés, según este capítulo, ocurrió en tres momentos, tres fases, y todos
los tres son indispensables para una auténtica pentecostalidad. En primer
lugar, experimentaron los poderosos dones del Espíritu Santo (Hch 2:1-13). En
segundo lugar, Pedro proclamó el evangelio con un mensaje profundamente bíblico
(2:14-41). En tercer lugar, una comunidad transformada practicó el evangelio en
todas sus consecuencias (2:42-47). ¡Eso es ser pentecostal, todo eso y nada
menos!
Los
discípulos tenían por delante una gran tarea de comunicación, y el Espíritu los
calificó para ella con el extraordinario don de idiomas extranjeros. El texto
hasta identifica la larga lista de pueblos en cuyas lenguas los apóstoles
hablaron “las maravillas de Dios” (2:11), y todos oyeron “en su propio
dialecto” (2:6, griego), “en nuestra lengua en que hemos nacido” (2:8). Lo
interesante es que en seguida Pedro les predicó en una lengua común,
probablemente un griego medio machucado porque no era su lengua materna. Pero
entendieron muy bien su mal griego, tanto que tres mil personas entregaron sus
vidas a Cristo. Entonces, ¿Para qué hacían falta las lenguas? ¿Cuál fue la
intención del Espíritu en impartir ese don, si de todas maneras entendían el
sermón de Pedro?
Creo
que el propósito y el sentido del don de lenguas en el Pentecostés era doble.
Primero, el Señor quería decirnos que todos los pueblos tienen el derecho de
escuchar el evangelio en su propio “dialecto” en que han nacido, en los tonos
auténticos de su propia cultura. En el día de Pentecostés el Espíritu demostró
que el evangelio no tiene ningún idioma oficial, ni el latín ni el inglés ni el
hebreo ni el griego.
Para
nuestros hermanos y hermanas bribrí, el lenguaje del evangelio es el bribrí.
Tampoco tiene el evangelio una cultura oficial. El evangelio está llamado a
encarnarse en los “acentos” auténticos de cada cultura, como Jesús mismo se
encarnó plenamente en la cultura suya.
Creo
que San Pedro da otra razón del don de lenguas cuando explica en su sermón lo
que había pasado (2:17-18). En esta cita de Joel 2:28-32, debemos observar dos
detalles: aquí ni Joel ni Pedro mencionan el don de lenguas como tal, pero
todos los dones mencionados son de tipo profético (profetizar, ver visiones,
soñar). Además, según Joel y Pedro, los dones se reparten entre todos los
creyentes, sin discriminación alguna, ni de edad (hijos, ancianos), ni de sexo
(hijos, hijas), ni de clase social (siervos, siervas). En otras palabras, el
don de lenguas aquel día significaba que de ahí en adelante, la iglesia entera
estaría llamada a ser una comunidad profética en medio de las naciones
(2:9-11). En el Antiguo Testamento, sólo unos pocos recibieron el Espíritu y el
llamado profético. Ahora, el Espíritu profético, que vino sobre Elías e Isaías
y todos aquellos antiguos portadores de su presencia y su poder, ha venido.
Pero
no basta sólo la experiencia de los dones del Espíritu para ser pentecostal. El
segundo momento, la predicación fiel de la Palabra con exposición bíblica clara
y cuidadosa (2:14-41), es esencial a la pentecostalidad, igual que el tercer
momento, una nueva comunidad que llega aun hasta compartir todos sus bienes
(Hch 2:42-47; 4:31-35).
Fuente:
El blog de René Padilla, Fundación Kairos, 2015.
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