Una vez más ha comenzado la Semana Santa. Las iglesias cristianas hemos enfatizado una comprensión sacrificial de la muerte de Jesús, de modo que cuando recordamos los eventos de la Semana Santa, y cuando predicamos el evangelio en cualquier momento y lugar, afirmamos que Jesús muere para cumplir la voluntad de Dios, que su sacrificio fue necesario para limpiar a la humanidad de sus pecados. Por lo tanto, la celebración de la Semana Santa dependerá mucho de nuestra respuesta a la pregunta, ¿por qué muere Jesús?
Una vez más ha comenzado la Semana Santa. Las iglesias cristianas hemos enfatizado una comprensión sacrificial de la muerte de Jesús, de modo que cuando recordamos los eventos de la Semana Santa, y cuando predicamos el evangelio en cualquier momento y lugar, afirmamos que Jesús muere para cumplir la voluntad de Dios, que su sacrificio fue necesario para limpiar a la humanidad de sus pecados. Por lo tanto, la celebración de la Semana Santa dependerá mucho de nuestra respuesta a la pregunta, ¿por qué muere Jesús?
En la Biblia encontramos diversas maneras de comprender a Dios: para unos, Dios exige sacrificios de animales y seres humanos para aplacar su ira contra la humanidad perversa. Este Dios sanguinario, también se goza en la violencia y el exterminio de pueblos enteros para cumplir sus promesas al pueblo de su preferencia. Es el mismo Dios que hoy sigue enviando enfermedades, terremotos y guerras a distintas regiones del mundo para dar una lección a la humanidad que sigue siendo tan perversa como antes.
Para otros, Dios es amor, misericordia, reconciliación y vida. Este Dios aborrece los sacrificios que se realizan en su nombre, porque este Dios exige del ser humano humildad, misericordia y justicia. Este es el Dios de los profetas y profetisas del Antiguo Testamento; es también el Dios de Jesús, a quien Jesús trata como un padre amoroso. Este Dios no envía calamidades al mundo, sino que está presente en el mundo, sufriendo con el mundo, gritando con el mundo que su voluntad no es la muerte sino la vida; porque este Dios creó el universo precisamente para regocijarse en la vida.
Cuando recordamos la muerte de Jesús podemos creer que estaba cumpliendo la voluntad de un Dios sediento de sangre, al estilo de los antiguos sacrificios en el pueblo de Israel y en las naciones vecinas: un sacrificio de expiación donde la sangre de la víctima opera la liberación del pueblo de algún pecado, castigo o maleficio. Estos sacrificios también abundaban en el mundo grecorromano donde creció la iglesia cristiana. La imagen del mesías como “cordero de Dios” ya estaba presente en escritos proféticos como el de Isaías 53; es asumida en el evangelio de Juan y el apóstol Pablo la desarrolla en sus cartas, sentando las bases de una teología sacrificial que llega hasta nuestros días. Sin embargo, cuando Jesús cuenta la par&aacu te;bola de la viña y los viñadores malvados, nos dice que Dios envió a su hijo a los viñadores no para que lo matasen, sino para que rectificaran su maldad.
Al recordar la muerte de Jesús, podemos entender que su muerte fue el resultado de una conspiración entre los representantes de la autoridad religiosa judía y la autoridad del imperio romano; que la muerte de Jesús fue un acto de injusticia a manos del poder político y religioso que temía las palabras y enseñanzas de aquel profeta nazareno, a quien el pueblo seguía y aclamaba como rey. Podemos creer entonces que el Dios de Jesús también fue crucificado en aquella cruz, que compartió el dolor y el sufrimiento de su hijo, y que, en un acto soberano de amor y justicia, le levantó de entre los muertos y le hizo Señor, Rey y Juez de la historia.
Pero este señorío, este reinado y este juicio que Jesús trae a la humanidad no es similar a la manera como en nuestro mundo los reyes y jueces ejercen la justicia. Jesús lo enseñó así a sus discípulos: no será así entre ustedes, ninguno dominará al otro, ninguno esclavizará al otro, sino que el que quiera ser mayor deberá ser el servidor de los demás. “Nadie tiene mayor amor que este: aquel que entrega su vida por sus amigos”. No creo que Jesús buscara su muerte, es más, creo que quiso vivir intensamente su vocación de profeta, maestro, hermano de sus hermanos y hermanas, judío comprometido con la tradición liberadora de su pueblo, hombre enamorado de la vida que gustaba de celebrar con sus amig os y amigas, sobre todo con los pobres, con los leprosos, con prostitutas y publicanos, con aquellos y aquellas que sufrían el desprecio, la marginación y el abandono social.
Desde esa identificación con las personas sufrientes de su tiempo, debemos entender el sufrimiento y la pasión de Jesús. Su muerte es figura de la muerte de tantos y tantas en su tiempo. Su muerte sigue siendo hoy figura de la pasión de nuestro mundo, de la pasión de la naturaleza que sucumbe ante la depredación humana; de la pasión de pueblos que sufren violencia y muerte en las guerras; de la pasión de personas que son torturadas, encarceladas, exiliadas, desempleadas, ignoradas, despojadas de sus elementales derechos; de la pasión de quienes sufren violencia y discriminación en sus propias familias, en sus centros de estudio y trabajo, en sus iglesias.
Pero la voz y el testimonio de Jesús no fueron apagados con su muerte; sus palabras de vida y esperanza resucitaron en las voces y el testimonio de hombres y mujeres, que aceptaron ser testigos de su resurrección, negaron la muerte, la enfrentaron y continuaron proclamando al mundo la buena noticia de un Dios de amor, misericordia y justicia. Celebrar hoy la Semana Santa no es solamente recordar, es comprometerse con esa memoria de Jesús, una memoria profética y transformadora de la vida, que no se basa en recordar un acto sacrificial divinamente establecido de antemano, sino que señala a los responsables de la muerte y el sufrimiento de los más pequeños para poder así enfrentar las injusticias.
La memoria de Jesús nos compromete a proclamar junto con el Dios de Jesús, que queremos la vida y no el sufrimiento; que queremos la paz y no la violencia; que queremos el perdón y no el resentimiento; que queremos la misericordia y no el castigo. Solo así la iglesia será fiel al legado de Jesús, solo así la Semana Santa dejará de ser una mezcla de sentimientos de tristeza, nostalgia y alegría que después se lleva el viento, para ser una semilla que engendre una humanidad nueva.¿De qué manera vamos a recordar el martirio y la resurrección de Jesús?
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