THE EVOLUTION OF SEX DETERMINATION
Por
Leo Beukeboom y Nicolas Perrin. Oxford University Press, Oxford, 2014.
El
sexo ocupa un lugar central en la concepción humana del mundo vivo. De hecho,
la distinción entre macho y hembra se encuentra profundamente enraizada en
nuestro cerebro. La biología del sexo y la conceptualización social del sexo
(género) acompañan nuestra vida diaria. Masculinidad y feminidad son elementos
simbólicos fundamentales de todas las culturas humanas. Según la doctrina
taoísta, todos los fenómenos del universo parten de la interacción entre el
principio femenino (yin) y el masculino (yang). Existen razones biológicas para
esa fascinación cultural por el sexo: se requiere para la reproducción humana.
Sin embargo, frente al prominente papel de la mujer en esa tarea, sobre quien
recae la carga del embarazo y la lactancia, la contribución exacta del varón en
el proceso reproductor ha sido objeto de largos debates e interpretaciones
contradictorias.
¿Qué
entender por sexo? Existen al menos dos definiciones biológicas. La primera
considera el sexo como intercambio genético entre individuos. La segunda lo
explica por la presencia de meiosis. Aunque ambas definiciones se solapan en
buena parte de su recorrido, no dejan de presentar importantes diferencias: la
transmisión vírica no es sexo, la autofecundación es una forma de sexo y hay
tipos diversos de partenogénesis. Meiosis y mitosis portan numerosas
semejanzas. Una y otra implican división celular y recombinación genética. Pero
uno y otro proceso divergen también en varios aspectos importantes: la
recombinación mitótica se produce entre cromátidas hermanas, no hay intercambio
de material genético y termina con dos células diploides genéticamente
idénticas. En cambio, la recombinación meiótica se da entre cromosomas
homólogos, hay intercambio y se producen cuatro células haploides genéticamente
únicas. El sexo meiótico es un proceso complejo en dos etapas, iniciado por
singamia, es decir, la fusión de dos células haploides para formar un cigoto
diploide, y terminando con la reducción a la haploidía a través de la meiosis.
Encontramos
sexo meiótico en la mayoría de los linajes de eucariotas. Ampliamente
difundido, es conspicuo entre grandes formas multicelulares; no así en las
unicelulares, donde puede ser facultativo y expresarse solo en condiciones
específicas y crípticas. El sexo meiótico se asocia a menudo con la
reproducción. A veces de una forma inseparable. Los humanos nos reproducimos
solo sexualmente, e igualmente todos los demás mamíferos.
La
reproducción sexual se cuenta entre las notas integrantes de la definición de vida.
Llamamos vivo a lo que, en potencia, está capacitado para reproducirse.
Requiere, por lo común, el desarrollo de una meiosis y la fusión de dos gametos
de sexos diferentes. Importa distinguir entre determinación sexual y
diferenciación sexual. Por la primera se entiende la etapa del desarrollo en
que el destino del individuo conduce a la condición de macho o de hembra. La
diferenciación abarca las etapas del desarrollo durante las cuales se van
formando los fenotipos masculinos y femeninos de acuerdo con la decisión
inicial de la determinación. En muchos casos, la determinación del sexo es
genética: machos y hembras portan alelos o genes diferentes que especifican su
morfología sexual. En los animales, ello suele ir acompañado de diferencias
cromosómicas. En otros casos, el sexo puede venir determinado por el medio (la
temperatura, por ejemplo) o por variables sociales (el tamaño de un organismo
en relación a otros miembros de su población). El ámbito de la determinación
del sexo se ciñe a veces a la acción del desencadenante inicial (activación de Sry
en los terios), mientras que el desarrollo consiguiente de las gónadas en
ovarios o testes (o de los meristemos florales en carpelos y estambres) se
refiere a la diferenciación sexual primaria.
No
obstante, el sexo no es intrínsecamente un proceso reproductor. La mayoría de
los linajes a lo largo de la filogenia eucariota han mantenido una forma de
reproducción asexual (que se da durante la fase haploide, durante la fase
diploide o en ambas). En muchos grupos los dos procesos se hallan disociados:
los dinoflagelados, por ejemplo, se reproducen solo asexualmente, a través de
mitosis haploides. Durante el ciclo sexual se fusionan dos células haploides
para formar un cigoto, pero se deja un núcleo haploide tras la meiosis (los
tres restantes se descartan). Como mucho, puede generalizarse que la mayoría de
los eucariotas presentan alguna forma de sexo. Más allá de ello, casi todos los
atributos que asignamos al sexo suelen ser específicos del linaje. La sexualidad
meiótica constituye uno de los rasgos unificadores de la radiación y diversidad
eucariota. Los mismos genes que controlan la meiosis se han encontrado en los
principales linajes, incluidas formas menos conocidas de hongos inferiores,
clorofíceas, rodofíceas, fenofíceas, diatomeas y muchos más. El sexo se ha
perdido en algunos linajes, muy pocos. Los que tienen solo reproducción asexual
(o autofecundación obligada) muestran unas tasas de extinción muy altas:
tienden a ocupar las puntas de las ramas filogenéticas, son recientes y
presumiblemente de vida corta.
Descifrar
la estructura y función de los tipos de apareamiento ha ensanchado las
perspectivas sobre el origen de la sexualidad masculina y femenina.
Sorprendentemente, los mecanismos de determinación del sexo no se han
conservado en el curso de la evolución, sino que han ido adquiriendo una
amplísima diversidad y mutado con celeridad. ¿Qué mueve la dinámica de ese
proceso fundamental que conduce siempre a un mismo resultado: dos tipos
sexuales, el macho y la hembra?
Los
mecanismos que determinan el sexo han interesado a los biólogos desde siempre,
por su universalidad e importancia crítica en todas las formas de vida. En
1983, James Bull publicó una excelente síntesis de la cuestión en Evolution
of sex determining mechanisms. Hasta la fecha no había aparecido ninguna
actualización. Este libro sale al paso de esa deficiencia, sin alejarse de la
idea central, a saber: los sistemas de determinación del sexo, que se dirían
singulares e independientes, forman en realidad un continuo de fondo. Tampoco
existe fundamento para la dicotomía clásica entre determinación genética y
determinación ambiental. El sexo constituye un fenómeno umbral, lábil, influido
por la herencia y por el medio.
Con
Pitágoras (570-495 a.C.) se esbozó la concepción «espermista», tesis que
sostiene que el padre aporta los caracteres esenciales de la progenie, en tanto
que la participación de la madre se limita al sustrato material. En 1676,
Antoni van Leeuwenhoek (1632-1723) utilizó lentes que había tallado, de 270
aumentos, para investigar lo que, «sin sentimiento de pecado, permanece como
resto después del coito conyugal», y establecía que aquella misteriosa
sustancia, el semen, estaba habitada por una muchedumbre de animales
anguiliformes. Pensó que esos «animálculos espermáticos» desempeñaban un papel
crucial al suministrar su sustancia al embrión, en tanto que el óvulo
proporcionaría nutrición. En 1694, Nicolaas Hartsoeker (1656-1725), ayudante de
Leeuwenhoek y codescubridor de los espermatozoides, ilustró su visión
espermista con un dibujo de un humano preformado en el interior de una célula
espermática, el homúnculo.
En
el siglo XVIII, el preste italiano Lazzaro Spallanzani (1729-1799) demostró
experimentalmente, en anfibios, que el esperma del macho era necesario para la
fecundación de los óvulos de la hembra. En 1827, el embriólogo Karl Ernst von
Baer (1792-1876), descubridor del óvulo de los mamíferos, acuñó el término
espermatozoo. Puso en 1841 orden en la maraña conceptual todavía reinante otro
embriólogo, Albert von Kölliker (1817-1905), quien, tras examinar bajo el
microscopio procesos de fecundación en diversos animales marinos, llegó a la
conclusión de que los espermatozoos no eran animales preformados, sino
productos de las células de los testes, que necesitaban del contacto con el
óvulo para una reproducción exitosa. La fusión entre óvulo y espermatozoo fue
observada finalmente en 1876 por el zoólogo Oskar Hertwig.
Una
historia pareja ha recorrido en diferentes culturas y épocas la vía de
determinación del sexo. Parménides, en el siglo VI a.C., propuso que el sexo
depen-
día del lado de la matriz donde se instalara el embrión; para Anaxágoras, del V a.C., el sexo dependía de los testes del progenitor. Aristóteles, en el siglo IV a.C. criticó ambas teorías, aportando pruebas de que, en los animales, los embriones de ambos sexos pueden instalarse en el mismo lado del útero y que los varones con un solo teste podían tener hijos de ambos sexos. Siguiendo las ideas de Empédocles sobre los cuatro elementos, Aristóteles propuso que los machos se caracterizaban por una abundancia de fuego, por cuyo motivo eran cálidos y secos, mientras que las hembras, con abundancia de agua, eran frías y húmedas. Por consiguiente, el sexo de un engendrado viene determinado por el calor del progenitor masculino durante la relación sexual. En el siglo XVIII, el anatomista Michel Procope-Couteau (1684-1753) retomó las ideas de Parménides y Anaxágoras, y sugirió que el mejor camino para controlar el sexo del niño sería eliminar el teste o el ovario conectado con el sexo no deseado.
día del lado de la matriz donde se instalara el embrión; para Anaxágoras, del V a.C., el sexo dependía de los testes del progenitor. Aristóteles, en el siglo IV a.C. criticó ambas teorías, aportando pruebas de que, en los animales, los embriones de ambos sexos pueden instalarse en el mismo lado del útero y que los varones con un solo teste podían tener hijos de ambos sexos. Siguiendo las ideas de Empédocles sobre los cuatro elementos, Aristóteles propuso que los machos se caracterizaban por una abundancia de fuego, por cuyo motivo eran cálidos y secos, mientras que las hembras, con abundancia de agua, eran frías y húmedas. Por consiguiente, el sexo de un engendrado viene determinado por el calor del progenitor masculino durante la relación sexual. En el siglo XVIII, el anatomista Michel Procope-Couteau (1684-1753) retomó las ideas de Parménides y Anaxágoras, y sugirió que el mejor camino para controlar el sexo del niño sería eliminar el teste o el ovario conectado con el sexo no deseado.
Las
teorías ambientalistas o epigenéticas sobre la determinación del sexo han
predominado hasta no hace mucho. A finales del siglo XIX se creía que el
alimento constituía el factor determinante; el sexo vendría determinado por la
nutrición de la madre durante los tres primeros meses de embarazo: una dieta
pobre producía machos; una dieta rica, hembras. Las opiniones epigenéticas
fueron abandonándose tras el descubrimiento de los cromosomas sexuales. Henking
observó en 1891 que un elemento de la meiosis de macho de Pyrrhocoris
apterus (con un sistema XX-X0) se transmitía solo a la mitad del
esperma. Aludió a ese elemento como «X», es decir, desconocido. En 1902,
McClung postuló que era este un cromosoma, el responsable del sexo. Lo llamó
cromosoma X. La implicación del cromosoma X en la determinación del sexo
recibió apoyo ulterior de la obra de Bridges, quien analizó individuos de Drosophila
con constitución aberrante de cromosomas sexuales.
Por
las mismas fechas iniciales del siglo XX, los biólogos se percataron de que la
constitución cromosómica humana difería entre varones y hembras. De los 23
pares de cromosomas, uno es heteromórfico en los varones (con un pequeño
cromosoma Y formando par con su poderoso homólogo X), mientras que en la mujer
el par era homórfico (XX). Conforme avanzaba la centuria, se fue descubriendo
que, en los humanos, las diferencias sexuales esconden diferencias génicas: el
cromosoma Y contiene genes, incluido el gen Sry, que se requieren para
la determinación y diferenciación de la masculinidad. El sexo de un niño
depende de si el espermatozoide paterno que fecundó el óvulo materno contribuyó
con un cromosoma X o con un cromosoma Y.
Las
perspectivas evolutivas sobre el sexo están cuestionando ideas intuitivas que
se suponían asentadas. Citemos solo tres. En primer lugar, aunque asociado con
la reproducción en muchos linajes multicelulares, el sexo no es
fundamentalmente un proceso reproductor, toda vez que los costes resultan mucho
mayores que los beneficios. Tampoco implica intercurso sexual: la fecundación
externa, tras la eclosión de los gametos, es común en muchos organismos. No se
requiere macho y hembra para crear progenie; pensemos en muchos insectos. Por
fin, en la larga historia del sexo, machos y hembras tardaron en llegar; en vez
de dos sexos diferenciados, numerosos organismos presentan tipos de
apareamiento morfológicamente similares, que en los hongos se cuentan por
docenas o cientos.
Pudiera
parecer que con su origen temprano en los eucariotas y su distribución casi
universal, el sexo debería aportar grandes y obvias ventajas evolutivas. Pero
resultan más llamativos los costes que los beneficios. Costes que son de tipos
muy dispares. En primer lugar, los costes fisiológicos, intrínsecos de la
meiosis. En los unicelulares, se gasta más energía en alcanzar la meiosis que
la mitosis. Durante el tiempo necesario para conjugar y reorganizar los
núcleos, una célula de levadura podría experimentar ocho mitosis, produciendo
256 células hijas (esto es, 28). Ello puede parecer un coste muy oneroso, que
queda aliviado cuando expresan sexo aprovechando que las condiciones
ambientales son menos favorables para el desarrollo. El hecho de que el sexo
(como la transformación en bacterias) se exprese a menudo bajo condiciones de
estrés (por ejemplo, bajo escasez de nitrógeno en Chlamydomonas), no
implica necesariamente que constituya una adaptación a esas condiciones, sino
que explota entonces unas circunstancias de coste mínimo. Como resultado de
esas asociaciones, los cigotos se especializan a menudo en estados de reposo,
lo mismo en eucariotas unicelulares que pluricelulares.
Aumentan
los costes cuando el sexo implica un intercambio genético entre diferentes
individuos (reproducción cruzada, frente a autofecundación o clonación). En
primer lugar, el cruzamiento puede inducir una importante carga de
recombinación, por disgregación de combinaciones beneficiosas de genes adquiridas
durante la selección. En segundo lugar, el propio proceso de apareamiento es
costoso. La constitución de los órganos de la reproducción del macho y la
hembra, así como los caracteres secundarios, imponen una carga pesada en
inversión energética. Dar con un compañero sexual puede a veces ser arduo, en
particular si la densidad de población es baja. El apareamiento difunde,
además, las enfermedades de transmisión sexual e induce riesgos de depredación,
sobre todo si comporta un despliegue o una exhibición llamativa.
Los
genomas han de cumplir una diversidad de funciones durante el ciclo biológico
de un organismo. Por ello codifican una diversidad de programas que deben ser
silenciados o expresados según la situación. Ello se aplica también a los sexos
y tipos de apareamiento. Los genomas son fundamentalmente bipotentes, dotados
de capacidad para promover un sexo u otro de acuerdo con determinadas claves
específicas. Ese enunciado es enteramente cierto en sistemas con determinación
ambiental del sexo: un embrión de tortuga se desarrollará en macho o hembra
según la temperatura de incubación. Y es casi cierto de sistemas con
determinación sexual genotípica: un XY humano o de Drosophila porta
pares de todos los genes requeridos para desarrollarse en una hembra; los
individuos XX pueden desarrollar también fenotipos masculinos (si bien no serán
fértiles porque les faltarán los genes ligados al cromosoma Y requeridos para
la formación adecuada de testes).
Los
mecanismos de la determinación del sexo abarcan no solo el desencadenante
inicial que dirige un programa de desarrollo del organismo hacia un sino
masculina o femenino, sino que aseguran también la presencia de genes que
organizan la diferenciación sexual primaria. La diferenciación sexual es un
proceso complejo, que requiere redes reguladoras génicas, con bucles de
realimentación y antagonismos dinámicos.
Fuente:
Revista investigación y ciencia, Nº 464
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