Por. ALEXANDER CABEZAS MORA, Costa Rica*
El mes pasado los medios de comunicación en Oaxaca,
México, presentaron al mundo las imágenes de una joven pareja acribillada a
balazos. Fue el viernes 29 de enero. El brazo izquierdo del padre, tendido boca
arriba, tocaba la pierna de su esposa de 17 años, quien se encontraba boca
abajo. Fue quizás el último intento de saber que moría al lado de su esposa.
Pero en medio de ambos, yacía el cuerpo sin vida de un bebé, de tan solo siete
meses, con claros impactos de bala en su frágil cuerpecito.
Las autoridades aún no han podido confirmar si este
triple asesinado obedecía a una lucha entre cárteles, un ajusticiamiento, o si
tan solo la pareja y su hijo estaban en el lugar menos indicado en el momento
menos apropiado.
No será la primera vez que mueren niños, niñas y
personas inocentes en esta encarnizada lucha entre cárteles de las drogas. En
México, desde que se inició esta guerra, 150 mil personas han muerto asesinadas
y otras 25 mil permanecen desaparecidas (La Nación/El Mundo, México).
Pese a ser realidades complejas y particulares, los
niveles de violencia están llegando a su tope más alto en nuestra región. Según
el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), América Latina continúa siendo una
de las áreas más inseguras del mundo, solo por detrás de África.
En medio de estos hechos, hay diversos factores que se
afirman a lo largo y ancho de nuestra región y que están perpetuando la
violencia. Es cierto que los gobiernos adolecen de recursos para realizar
tareas de orden preventiva y operativa en su lucha por paliar la violencia,
aunque eso es solo la punta del iceberg. Por ejemplo, no es un secreto que hay
una decadencia en algunos sectores de los gobiernos y, debido a ello, muchos
políticos son seducidos a la participación del negocio de las drogas.
La combinación, narco y gobiernos, es lo que conocemos
como “Narcoestado” y “Narcogobierno”. Estos neologismos me hacen pensar en el
efecto en cascada que involucra a otros estratos y crea una especie de
subcultura que incluso, de alguna forma, hemos aceptado y validado.
Quizás por ello acuñamos términos que hace 20 años o
más no existían, tales como las “narcofamilias” (familias nucleares y
extendidas que se dedican al comercio de drogas). A la vez, surgen otros
neologismos, “narcohijos”, quienes a expensas de sus padres, estudian, se
gradúan y exhiben sin pena en las redes sociales sus “narcoestilos” de vidas
glamorosas, que son presentadas en las “narconovelas”. Mas no podemos
olvidar que el prefijo “narco” denota y connota un fenómeno vinculado a la
muerte y a la violencia, relacionado con la mafia y las drogas.
Cierta vez estando en Honduras, en El Salvador y otros
países centroamericanos, me compartían que la existencia de las maras puede ser
un negocio rentable. No lograba entenderlo hasta que me explicaron que gracias
al incremento de la violencia, surgen empresas lideradas por personas del
ejército o empresarios con fuertes nexos con el gobierno, quienes se dedican a
brindar protección a otras empresas, y a ciertas comunidades de clase alta. Entonces
la violencia es rentable y algunos políticos lo saben.
Lo peor del caso es que este patrón se reproduce en
otros ambientes. En este sentido están aquellos quienes por unas
cuantas monedas para comprar drogas y mantenerse, cobran “impuesto de guerra”,
“vacuna” o cualquier otra palabra para referirse a la extorsión, por ejemplo,
que afecta a las indefensas mujeres quienes subsisten haciendo y vendiendo
tortillas caseras, a riesgo que si no pagan, mueren.
¡La violencia vende y siempre alguien se beneficiará
de ésta! Pero, ¿a qué precio? Antonio María Costa, director ejecutivo de la
ONU, afirmaba que la lucha de un mercado reducido de drogas por parte de los
cárteles en México, “ha sido una bendición para los Estados Unidos porque ha
provocado una reducción del consumo” (El Economista 2010).
Pregunto, ¿podrá existir bendición para la humanidad
en detrimento de otros seres humanos? ¿Qué decir de aquellos que quedan en el
centro de estas guerras, víctimas inocentes cuyo único pecado fue haber crecido
por necesidad económica en ambientes hostiles cargados de violencia?
A lo que también pregunto, ¿tendremos como iglesias
una respuesta menos escapista, menos triunfalista, pero más humana y
realista para las familias que son víctimas de la violencia?
Sé que no existen respuestas sencillas, no obstante
nos toca revisar nuestras debilidades como Iglesia para encontrar fortalezas,
en un desafío de construir un frente común bajo la dirección del Señor.
El politólogo Juan Luis Hernández, en su artículo “¿Qué
significa ser Iglesia en territorio narco?”, hace una referencia para
la Iglesia Católica en México, pero sus palabras deberían tener eco en otros
sectores eclesiásticos e iglesias de base en nuestra región:
“Los narcos han evidenciado que la Iglesia no está
unida, que no ha respondido como un solo cuerpo ante las amenazas y muertes de
sus propios activos. Frente a los narcos, la Iglesia mexicana se está jugando
su propio ser” (Eme Equis 2014).
Lo que me hace pensar el peligro que corremos de
perder nuestra relevancia y diluir nuestra misión, cuando nos cuesta tomar
partido en estos aspectos de la vida cotidiana que están cercenando a la
humanidad, por estar distraídos en otros aspectos a los que tendemos a darles
más prioridad.
La última oración de Jesús durante su travesía
terrenal, continúa siendo una especie de rendición de cuentas. El mundo creerá
en Jesús no por el testimonio de una iglesia grande o poderosa, ni por sus
discursos, o los milagros que puedan o no pueda hacer, etc., creerá única y
sencillamente por la unidad que podamos expresar (Juan 17:21).
El mundo está urgido de esta unidad que se construye
cuando entendemos que ante una sociedad violenta y hostil, la unidad no es un
lujo, es una necesidad que nos lleva a tejer alianzas y redes, para solventar
nuestras falencias. Ante la encarnizada violencia producida por la corrupción,
la maldad, el egoísmo, la ambición de los grupos organizados, la tarea comienza
por reconocer que la unidad del cuerpo de Cristo es clave, después… después,
¡qué vengan las estrategias!
*Alexander Cabezas Mora - Pastor y Teólogo - Costa
Rica
Fuente: Protestantedigital, 2016.
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