Por.
Jaume Triginé, España*
Los
datos objetivos son tozudos y ponen de manifiesto el limitado papel e influencia
de la iglesia en nuestra vieja Europa. Sus raíces cristinas poca savia
espiritual trasladan ya a este tronco añejo. Se impone el reconocimiento de la
limitada significación de la iglesia en grandes espacios de la población. Sin
duda hay grandes obstáculos difíciles de sortear. No siempre disponemos de
respuestas lógicas y suficientes para explicar el problema del mal en el mundo.
La utilización histórica del nombre de Dios por parte de tantos opresores,
incluida la iglesia, ha provocado, como correlato, un importante rechazo del
hecho y de la praxis religiosa.
Adquiere
tintes de paradoja la falta de significación de la iglesia para algunos de sus
propios miembros. Son demasiadas las personas que en los últimos años han
abandonado sus comunidades a la búsqueda de nuevos espacios en los que poder
vivir y practicar su espiritualidad de modo más coherente con su forma de
entender las cosas; adentrándose, incluso, en modelos de orientación
personalista y descomprometida con la institución. Son cristianos sin pertenencia
eclesial. Triste contradicción.
Desde
un punto de vista sociológico, hay una pluralidad de causas explicativas de tal
desencanto en tantas personas. La crisis religiosa de la modernidad, resultado
de la primacía del pensamiento racional, el empirismo que postula que sólo es
posible conocer aquello que nos es accesible a través de los sentidos o
mediante los métodos de la investigación científica y la influencia de los
maestros de la sospecha (L. Feuerbach, K. Marx, S. Freud) han conducido al hombre
contemporáneo a la secularización.
En
un mundo globalizado, el fácil acceso a la información y al conocimiento
comporta que muchos de nuestros conciudadanos cuestionen y rechacen la tutela
histórica de la iglesia. Hoy coexisten muchas cosmovisiones y espiritualidades
entre las que elegir. Asistimos a un creciente pluralismo con sus secuelas de
relativismo.
Nos
hallamos en una sociedad presidida por la ciencia, la técnica, el pragmatismo,
la previsión… de la que han sido expulsados los elementos de misterio y las
fuerzas sobrenaturales que antaño explicaban las vicisitudes humanas. Hoy es el
hombre quien controla el mundo, a través del conocimiento de sus leyes, su
propia situación y su futuro. No hay lugar para las fuerzas ciegas del destino
o la voluntad omnímoda de los dioses. Todo puede ser explicado, desde las
constantes universales que rigen el cosmos hasta los descubrimientos del genoma
humano que explican nuestras ambivalencias individuales.
El
pluralismo religioso, propio de nuestras sociedades libres, abiertas y
democráticas, conduce, asimismo, al relativismo. Frente al mercado de las
religiones, con su amplia oferta: monoteísmos, espiritualidades orientales,
neopaganismo…, muchas personas se preguntan dónde se halla la verdad, ya que
cada una de ellas pregona la propia.
Ahora
bien, las causas de la desafección son plurales y no debemos caer en el
reduccionismo cómodo y fácil. Considerar exclusivamente las causalidades
externas comporta el riesgo de un repliegue endogámico de la iglesia y la falta
de autocrítica, siempre necesaria para superar situaciones disfuncionales y
seguir avanzando. Y es que, seguramente, alguna cosa, o más de una, no estamos
haciendo suficientemente bien.
Si
tenemos en cuenta las palabras del libro de Proverbios: Donde no hay dirección
divina (otras versiones sugieren visión, profecía, liderazgo…), no hay
orden (otros textos dejan entrever que el pueblo decae) concluimos que las
personas con funciones de liderazgo tienen una gran responsabilidad en la
gestión de la complejidad propia de nuestro tiempo histórico. De las personas
al frente de las iglesias se espera que posean la capacidad para compartir una
visión espiritual, establecer objetivos, gestionar recursos plurales e integrar
a la comunidad en torno a unos objetivos consensuados y a la axiología del
Reino de Dios. En la Biblia hallamos extraordinarios ejemplos de liderazgo con
capacidad para transmitir grandes visiones y proyectos: Moisés y la salida de
Egipto del futuro pueblo de Israel, Nehemías y la reconstrucción de Jerusalén
tras años de abandono a causa del exilio, Pablo y la evangelización de los
países del Mediterráneo…
Los
líderes bíblicos no son superhéroes, no fueron perfectos en todo, como tampoco
lo son nuestros líderes actuales; ahora bien, sí se espera de las personas que
se hallan al frente de las comunidades eclesiales el más alto grado posible de
desarrollo competencial: conocimientos, aptitudes, actitudes… para llevar a
término la misión espiritual de la iglesia.
Diferentes
estudios ponen de manifiesto que las iglesias que inciden significativamente en
su entorno tienen, junto a otras características, un liderazgo eficaz
compartido con un buen equipo de trabajo. Es una exigencia de la naturaleza de
la función pastoral y de la complejidad del momento presente. Lo reclama
también el grado de formación y preparación de las nuevas generaciones.
Otra
cuestión a plantearse es acerca de algunos de nuestros relatos. Todo aquello
que tiene que ver con Dios sólo puede ser expresado mediante la analogía. Dios
no pertenece al espacio-tiempo, su ámbito es la eternidad. Nuestras categorías
descriptivas no le alcanzan, son insuficientes. Por ello, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento encontramos tantos relatos simbólicos que así han
de ser interpretados para disfrutar de su belleza estética y profundizar en su
fondo teológico.
Pero
con frecuencia, se pretende que la narración simbólica se entienda como
historia objetiva y las personas de fuera o dentro de la iglesia, cada vez más
preparadas y con más conocimientos objetivos sobre la realidad de las cosas, no
admiten el discurso porque transmite demasiadas connotaciones de premodernidad,
además de representar un lenguaje ininteligible y críptico, considerando que la
cultura religiosa de las nuevas generaciones es prácticamente inexistente. Si
el cristianismo es entendido como una cosa del pasado, cada vez interesará
menos.
Cabe
también plantearse si nuestra narrativa responde a los interrogantes de
nuestros coetáneos. ¿No sería mejor escuchar primero sus inquietudes y
preocupaciones? Las preguntas de la postmodernidad son de naturaleza
existencial y reclaman respuestas útiles. Nuestras respuestas continúan siendo,
con frecuencia, dogmáticas y conceptuales. Urge preguntarse cuál es su efecto.
Adquiere
tintes de urgencia la interpretación de los signos de los tiempos y la
adecuación de la iglesia a ellos para que nuestra generación pueda volver a
encontrar en el cristianismo una respuesta significativa a su necesidad de
sentido.
*Jaume
Triginé, Licenciado en Psicología por la Universidad de Barcelona. Articulista
y autor de LA IGLESA DEL SIGLO XXI ¿CONTINUIDAD O CAMBIO?, de ¿HABLAMOS DE
DIOS? TEOLOGÍA DEL DECÁLOGO y de ¿HABLAMOS DE NOSOTROS? ÉTICA DEL DECÁLOGO.
Fuente:
Lupaprotestante, 2016.
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