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lunes, 7 de diciembre de 2009

Corrupción. Resulta que no éramos inmunes

Alfonso Ropero, España*

Primero la crisis económica, después la corrupción a todos los niveles y de todos los colores políticos y ámbitos geográficos, que no han dado respiro a una ciudadanía, ya bastante asustada por lo que se le viene encima: paro prolongado, embargo de bienes, carencia de soluciones; que ahora tiene que soportar cómo muchos de los máximos responsables de la buena marcha de la comunidad civil y político no han hecho otra cosa que mirar su bolsillo; producto típico de un modelo de vida centrado únicamente en la adquisición de bienes materiales, en el prestigio cifrado en el tanto tienes; porque aquí el que no tiene, parece ser que nada vale.
Esnobs del mal arte de la distinción basado en la firma, la marca; la cultura entendida como producto de consumo y de cotización. La ignorancia absoluta respecto al valor del ser y estar contra una corriente de basura de buenos modales y productos de lujo que ahogan el desarrollo de la vida en contacto con la realidad.
Fabricantes de miseria
Referirse a la corrupción era como hablar de la condición propia de los países tercermundistas, de las llamadas “repúblicas bananeras”, ciegos a un tipo de corrupción sutil, y legal, instalada en los despachos de los ejecutivos empresariales y políticos del llamado mundo desarrollado. La corrupción era cosa de “los otros”. De los partidos izquierdistas salidos de populacho que aprovechan el acceso al poder para desquitarse de las miserias pasadas y robar a su antojo para equipararse a los “ricos de siempre”. Se olvida que las buenas familias deben su fortuna (que de carecer de ella está por ver si serían calificadas de “buenas”) al expolio y explotación de las clases oprimidas, léase trabajadores a sueldo, braceros, jornaleros, esa masa informe indefensa ante el privilegio y poder del capital.
A veces se olvida que las buenas familias deben su fortuna al expolio y explotación de las clases oprimidas. Ciertamente la corrupción abunda, y mucho, en los países donde existe una mayoría de gente pobre. La pobreza denuncia siempre una situación de corrupción, institucionalizada por algunas familias asentadas en poder, repartido por turnos. Son los Fabricantes de miseria, por citar el título de una obra escrita por los economistas y politólogos latinoamericanos Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa (Plaza & Janés, Barcelona 1999), que muestras cómo la corrupción instalada en todos los estamentos el poder ahogan la vida de los pueblos (pp. 295-304).
La corrupción es un monstruo, una cloaca que toca todos los órganos de la sociedad. Es política, administrativa, económica, judicial, sindical, cobijada por las maquinarias políticas de los grandes partidos.
La corrupción, ese afán de enriquecerse a cualquier costa y no decir nunca “basta”, nos ha metido en la crisis, dejando millones de víctimas de todo el mundo, encadenadas a hipotecas imposibles de pagar, reduciendo su nivel de vida hasta un nivel suicida, suicida en el sistema actual de producción basado en el consumo masivo, pues cuando a la víctima se le ha extraído todo su poder adquisitivo, ya no le queda nada paga gastar, y esa falta de gasto desgasta a los que viven de alimentar esa pasión consumista sin control. Millones de personas que han visto reducida su calidad de vida obligados a pagar precios astronómicos por verdaderas ratoneras, versión humana de las colmenas y grandes de producción avícola. El mínimo espacio al máximo precio posible para uso y disfrute de unos cuanto explotadores, que cuentan sus propiedades inmuebles, sus coches de lujo, sus yates, por docenas.



Es el mayor robo del siglo, la mayor operación de piratería de la historia



Ha sido , es el mayor robo del siglo, la mayor operación de piratería de la historia. La actuación más insolidaria de una sociedad que si dice democrática, liberal, que dice creer en la familia y en el desarrollo humano. Y todo con el consentimiento de la autoridades políticas, desde las municipales a la nacionales y autonómicas; testigos del expolio del pueblo por cuanto resultaban beneficiadas, pese a los casos sangrantes de corrupción, de erosión personal y medioambiental. Nunca han sido los políticos tan ciegos como ahora, desde los días de los romanos y de aquellos visigodos cuya política consistía en enriquecer a los suyos. Nepotismo una y mil veces denunciados en los papas del Renacimiento y practicado sin tregua ni vergüenza por los modernos papas del laicismo y del liberalismo.
No todos somos iguales
Tantos casos de corrupción en espacio tan corto de tiempo no sólo llenó las páginas de la prensa diaria y las tertulias de los medios informativos, sino que ha ocupado editoriales, artículos de opinión, propuesta de leyes anticorrupción. La corrupción, se nos ha tenido que recordar, “es algo serio” (Soledad Gallego-Díaz). Serio, porque a fuerza de tener que convivir con ella, la sociedad se puede volver insensible. Lo peor es la voluntad de quitarle importancia y gravedad, creer que todos somos iguales y que cualquiera haría lo mismo de estar en su lugar.



El monstruo de la corrupción no sólo devora nuestra economía, sino también nuestras almas



Así es como el monstruo de la corrupción no sólo devora nuestra economía, sino también nuestras almas. Todos somos iguales ante la ley y deberíamos ser ante la oportunidad de disfrutar de los bienes que la sociedad pone al alcance de todos, pero no somos iguales ni física, ni psicológica, ni moralmente. Hay quien cede al chantaje y quien no; hay quien se deja sobornar y quien lo rechaza.
La corrupción es seria porque amenaza con ahogar la democracia, con extender el escepticismo general y fomentar esa corrupción generalizada y de pequeña factura de si ellos lo hacen, yo también. Si los políticos defraudan, porqué no defraudar nosotros cuando se presenten las circunstancias. Ciertamente, o la democracia acaba con la corrupción o la corrupción acabará poco a poco con la democracia.

El fin de las ideologías

Viejas glorias de los partidos, hombres clave en los gobiernos del Estado español han caído vergonzosamente, enredados en tramas de especulación inmobiliaria, de latrocinio descarado. Surge un clamor unánime: “Hay que realizar reformas legales y extremar los mecanismos de control para que estos hechos no se repitan”. Pero es evidente que mil reformas no bastarán mientras la corrupción anide en el interior de tantas personas cuya única meta en la vida tener éxito en la vida, entendida esta como una lucha por adquirir riqueza, poder y prestigio. “Urge —escribe Xavier Vidal-Folch— un cambio cultura de muchos políticos, por el que se autoimpongan el imperativo de cumplir la norma” (El País, 29 de octubre de 2009). Me permito corregir esta opinión y hacerla extensible a toda la sociedad, no sólo a los políticos. Estos no son sino el reflejo de los valores aceptados y valorados por la sociedad civil. Una sociedad que ha presenciado en un corto espacio de tiempo la caída de las grandes ideologías, pero que no ha sabido reemplazarlas por otras que el traicionero, burlón y despiadado culto al dinero, el amo y señor más antiguo de la humanidad, liberado de las viejas amarras de antaño que lo tenían supeditado al valor supremo de la vida, cifrada en la creencia en un poder insobornable, invocado bajo el nombre de Dios. El único que el poderoso señor Dinero temía y tenía que buscarle la vuelta para salirse con las suyas. Sus artimañas de Diablo están escritas en la historia con letras de la sangre derramada por los pueblos colonizados, explotados y exterminados para saciar la sede oro de unos cuantos. Pero el viejo Dios no dejaba disfrutar por entero al bucanero ni al ladrón encumbrado a los honores de señor y barón, recordándole con insistencia que la puerta que él quería abrir para disfrutar a sus anchas de vida presente y eterna, le estaba vedada, cerrada a cal y canto. Aquí y allá se elevaban voces que, como Juan el Bautista podían terminar con su cabeza servia en una bandeja, pero que renacían en Jesús de Nazaret, el cual muerto a su vez, resucita en miles de discípulos capaces de trastornar el mundo.



Una sociedad que ha presenciado en un corto espacio de tiempo la caída de las grandes ideologías, pero que no ha sabido reemplazarlas por otras que el traicionero, burlón y despiadado culto al dinero



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[*] Doctor en Filosofía por St. Alcuin House Theological Seminary (USA). Máster en Teología por el CEIBI. Graduado de Welwyn School of Evangelism, Herts (Inglaterra). Profesor de Historia de la Filosofía en el CEIBI.

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