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viernes, 11 de diciembre de 2009

John Ludlow y el socialismo cristiano (I)

Por. Dr. Alfonso Ropero, Madrid.

Religión y sociedad

La religión es originariamente un fenómeno social y público, por más que en nuestros días estemos acostumbrados a interpretarla en términos de individualismo, recluida en la privacidad de cada cual. Desde el punto de la vista sociológico la religión es la manera que un grupo humano tiene de relacionarse con su entorno: espíritus, hombres y cosas[1]. Por eso la disputa, la desavenencia, la controversia, la herejía y el cisma en materia religiosa siempre se han considerado como una cuestión pública y social, con implicaciones políticas. La separación Iglesia-Estado, Política-Religión es un logro moderno de un pequeño número de naciones occidentalizadas.
En otros tiempos, cuando la religión era el lenguaje universal en que todos se expresaban, las reivindicaciones sociales cobraban la forma de protesta religiosa. Detrás de muchos movimientos de reforma religiosa se encuentra una fuerte crítica social y una visión utópica del futuro a la luz de una sociedad más justa y equitativa. En la mayoría de los grupos religiosos disidentes al lado de rechazo de una determinada teología se encuentra el deseo revolucionario de trastocar las estructuras sociales en favor de los marginados, que encuentran en el lenguaje religioso la expresión de sus reivindicaciones sociales.
No hay historia general del socialismo y de los movimientos sociales que se precie, que no incluya en sus páginas gran número de movimientos religiosos cristianos que, bajo la bandera de la religión, amparaban una visión nueva de la sociedad y del papel del individuo en la misma. Para el estudioso del protestantismo y todo persona culta en general son obras de referencia obligada.
Es imposible valorar con justicia el significado del cristianismo y del protestantismo en el mundo sin conocer su significado, implicaciones y contribuciones sociales. Todavía hoy sigue siendo una obra cumbre y ejemplar del pensamiento histórico social y económico La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) de Max Weber. Envidiable estudio, cuya importancia crece con el tiempo[2].
Dentro de las obras de consulta general hay que mencionar la Historia general del socialismo, publicada bajo la dirección de Jacques Droz, profesor de la Universidad de París (Ediciones Destino, Barcelona 1976); El socialismo. De la lucha de clases al Estado providencia, dirigido por Iring Fetscher (Plaza & Janés, Barcelona 1984); Juan Roger Riviere (Historia de los movimientos sociales, C.E.C.A., Madrid 1971); Mª Mar Araus, Historia del pensamiento socialista según Cole (MCC, Madrid 1991).
Cuando el cristianismo ha sido fiel a sí mismo nunca ha permitido la separación entre aquellos elementos que podemos llamar devocionales y de piedad: oración, culto, meditación en la Palabra de Dios, testimonio, asistencia fraternal y caritativa, y los sociales, que incumben la situación del hombre en su relación con la economía, la política y el bienestar. Ahora bien, no podemos esperar que cristianos de otros siglos tuvieran la misma conciencia a la que hemos llegado nosotros después de un largo aprendizaje de años, conciencia que nos han dado hecha y casi formada y en la que no hemos casi ni intervenido en ella para nada.
Desde un principio el cristianismo comenzó a ver a cada persona, libre o esclava, hombre o mujer, de una u otra raza, un valor querido por Dios y elevado a la categoría de participante de la naturaleza divina en Cristo (2 Pd. 1:4). Sólo era una cuestión de tiempo que este germen de hermandad universal fructificara en movimientos en pro de la igualdad en todos los ordenes de la vida, social, político, jurídico y religioso.
La lucha por la dignidad humana dentro de la cristiandad no siempre ha avanzado en línea progresiva. Circunstancias internas y externas han provocado muchas fluctuaciones y recaídas. Incluso en una época de emancipación religiosa como la Reforma religiosa del siglo XVI se dieron pasos contraproducentes para el avance progresista cristiano. Uno de ellos, según el profesor F.R. Barry, fue el rechazó protestante en su totalidad del Derecho Canónico para poner en su lugar el antiguo sistema legal romano, este cambio negativo en Alemania concedió a las clases más pudientes un dominio completo y férreo sobre su propiedad y sus dependientes. Fue un gran retroceso para la ética social cristiana[3].
Esto nos lleva trazar una distinción hecha en su día por Lluis Duch. La distinción que se refiere al cristianismo y a los cristianismos. En cuanto magnitud histórica el cristianismo se interpreta y se vive de formas muy diferentes. Por eso es mucho más apropiado hablar de cristianismos que de cristianismo a la hora de entender la ética y el comportamiento social de las Iglesias. Otro tanto se podría decir del socialismo y tantos otros términos políticos o culturales.
Dentro del enorme abanico de interpretaciones que se han hecho de la tradición cristiana, sin que se pueda decir que hayan concluido, es posible distinguir tres grandes modelos de expresión y práctica, que, tal como los describe Duch, son los siguientes:
1) El tipo sacerdotal.
2) El tipo profético.
3) El tipo sapiencial[4].
Para nosotros la interpretación profético-sapiencial es la que hace justicia a la imagen que el Nuevo Testamento nos ofrece de Cristo. La interpretación sacerdotal dio lugar a las lamentables guerras de religión y a todos los conflictos entre la Iglesia y el Estado, la política y la fe, que han caracterizado a la Iglesia católica, aunque en su interior se hayan levantado voces proféticas llamando a la liberación y compromiso del Evangelio con los pobres y desheredados, ofreciendo un mensaje cristiano integral y no escapista.
El tipo sacerdotal está dominado por el espíritu jerárquico, imprescindible para el ejercicio del poder. Sin embargo, tal como podemos ver en las Escrituras, Jesucristo advirtió muy seriamente contra esta desviación. Sabía muy bien que la búsqueda del poder, ya espiritual, ya político, deriva en abuso del mismo. En la comunidad creyentes todos son hermanos, y nadie es más que nadie. No hay líderes y masa, gobernantes y gobernados. Para Jesús, pese a lo que luego ocurrirá en los diferentes cristianismos que se irán desenvolviendo en la historia, quiere que la Iglesia sea una hermandad y, taxativamente prohibe la constitución piramidal de la misma. “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas en entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:25-28; Mc. 10:35-45).
En un principio, el cristianismo, Cristo mismo, atrajo las capas marginales de la sociedad: publicanos y pecadores, prostitutas y mujeres en general, siendo él mismo, Jesús, un judío marginal. La propuesta de Jesús de la salvación por gracia, debida al amor de Dios y ofrecida a todos sin discriminación ni “acepción de personas” fue la subversión más radical del régimen tradicional de privilegios, diferencias y exclusiones estamentales, tanto en el plano religioso como civil. Con su vida y con su enseñanza Jesús desaprobó sin contemplaciones el poder y la discriminación en todas sus formas por causas de riqueza, poder, sexo, clase, religión.
No tiene nada de extraño, pues, que buena parte de las reivindicaciones sociales a lo largo de la historia del Occidente cristiano hayan mirado a Jesús y su enseñanza sobre el Reino de Dios como el modelo y norte de la fraternidad humana en la tierra.
La larga marcha del mundo obrero
1848 fue un año especialmente revolucionario para Europa. Pocas naciones se libraron de las revueltas y protestas revolucionarias. Francia, Italia, Alemania, Austria y Suiza se encontraron en vértice de la misma, la única excepción notable fue Gran Bretaña. En esta nación la clase trabajadora procuró reconciliarse con la clase pudiente. No porque el obrero inglés fuera más pacífico o servil que su hermano del resto de Europa; ni que el capital británico fuera más amable y justo con el trabajo que el capitalismo liberal foráneo. Ni mucho menos. La libre competencia fue atroz en el Reino Unido, con la consiguiente desventaja del trabajador y su inhumana postración en la miseria y el sufrimiento. El trabajador británico, sin la menor duda, se movilizó tan rápido y eficazmente como pudo contra la tiranía de los dueños de las fábricas. Sin embargo, el historiador inglés Macaulay podía decir que su país “no vio ni un sólo día interrumpido el curso regular de su gobierno.” Semejante fenómeno, en un tiempo caracterizado por las barricas y la exportación de principios revolucionarios, sólo tiene una explicación plausible. Aquella que indica la notoria intervención de fuerzas espirituales de orden cristiano. Ellas nos muestran bien a las claras que el Evangelio fue un elemento saludable y liberador en aquella época, y que lo sigue siendo todavía en la nuestra. No podía ser de otra manera. ¿Qué leemos que dijo Cristo a sus discípulos? “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5:13,15).
A veces se piensa en la Iglesia de Inglaterra en términos de conservadurismo, elecciones episcopales, ritualización progresiva y ceremonialismo. Se ignora completamente que «una serie de hombres eminentes por su espíritu y por su activa filantropía, como los teólogos y escritores y pastores F.D. Maurice, J.M. Ludlow, C. Kingsley, A. Vansittart y E. Vansittart-Neale se propusieron substituir el cruel y despiadado principio de la libre competencia en el sistema de producción y mercado, cuyos efectos eran terribles sobre el proletariado industrial, por el principio cristiano de hermandad y ayuda a los débiles y desprotegidos. En el corazón del cristianismo late la creencia en la hermandad de todos los hombres y el amor incondicional al prójimo. “Siendo cristianos —decían aquellos hombres— somos también más socialistas.” Su fe cristiana no les impedía unir fuerza con los que renegaban de ella pero estaban a favor de mejorar las condiciones sociales de los que soportaban el lado negativo del crecimiento industrial. Estos socialistas cristianos trabajaban gustosos con los descreídos partidarios de Owen, con los cartistas revolucionarios, cuando se trataba de mitigar la miseria social por medio de cooperativas. A sus esfuerzos se debió que en el año 1852 la Industrial and Provident Societies Act proporcionase bases legales firmes a las cooperativas de trabajadores. Su propósito era algo más que la extensión de las cooperativas de consumo. Su finalidad última consistía en colocar la cooperación de trabajadores en el lugar de la empresa capitalista, y no sólo en el comercio, sino también en la industria; esto es, querían anular la oposición entre patrono y obrero, haciendo de manera que los obreros fuesen sus propios patronos.»[5]
La experiencia social de Ludlow
Los defensores más tempranos de la clase trabajadora habían sido principalmente personas no adscritas a ninguna iglesia, y en general, desencantados con la fe cristiana. Casi todos ellos sentían una tremenda desconfianza de la Iglesia, muy justa por su parte, a la consideraban aliada de los patronos y sancionadora, en nombre de Dios, del estado de injusticia que padecían los obreros, el cual se intentaba disimular con actos de caridad y filantropía individual y así, al paso que tranquilizaban sus conciencias, mantenían bajo sujeción a los justamente descontentos. La Iglesia establecida, para su vergüenza lo decimos, se había dejado manipular como si tratase de un departamento de policía moral del gobierno. Una vez más el protestantismo se veía en el inminente peligro de perder a las masas obreras. Como ocurrió en el albor de la Reforma del siglo XVI cuando Lutero escribió contra los campesinos en revuelta, que marginó de la Iglesia evangélica un largo sector de la sociedad, los proletarios de la revolución industrial estaban a punto de dar la espalda para siempre a una Iglesia comprometida con los poderes explotadores del capital, e indiferente a su sufrimientos, excepto para chantajearles con la promesa de un paraíso más allá compensador de un infierno más acá.
En esa encrucijada aparecieron dos figuras señeras, F.D. Maurice, un teólogo, un pensador cristiano, y J. Ludlow, un hombre de fe y acción. Uno fecundó al otro en un movimiento recíproco. Ambos, por amor a la Iglesia y a la humanidad, a la que aquella ha se servir expresando y viviendo los principios del Reino de Dios, escogieron su lugar de actividades y se propusieron nada menos que socializar el cristianismo y cristianizar el socialismo, fórmula sencilla pero genial, en un tiempo que las iglesias condenaban toda sanción cristiana de principios socialistas. Un tiempo no lejano, desgraciadamente, en muchos círculos religiosos para los que la sola mención de la socialización del cristianismo y cristianización del socialismo, evoca el supuesto fantasma del “Evangelio social” o la teología de la liberación, entendida como una confabulación marxista atea contra la fe cristiana.
Maurice y Ludlow, hijos dignos de una Iglesia que en la medida de sus fuerzas busca el equilibrio en todo, no promocionaron lo uno a costa de lo otro, sino ambos términos a la vez como equivalencia y expresión cabal y completa de aquella palabra que dice: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin marcha del mundo” (Stg. 1:27). Y mira que había viudas y huérfanos desamparados en aquella época, debido a los frecuentes accidentes laborales, insalubridad, hacinamiento, enfermedades, etc.
De la piedad individual a la acción social
Conviene aclarar que hubo muchos personajes notables en aquella época que se ocuparon de estas lacras sociales, que tomaron las obras de misericordia como parte ineludible de su ministerio cristiano. El mundo evangélico, sin teoría social, dio muestras de poseer una acción social más eficiente que la de muchos teorizantes. Nombres que han llenado las páginas de la historia cristiana son George Müller, Lord Shaftesbury, Charles Spurgeon[6], Doctor Barnardo, etc. Sin embargo, encomiables como son, no pasaron de ser iniciativas privadas en línea con la piedad individualista, que dejaron intactas las pésimas condiciones laborales y sociales del sistema de producción competitiva, alienando así la mayoría de la clase trabajadora para el Evangelio y la Iglesia.
Con Ludlow, sin embargo, se inicia una nueva manera de entender y vivir radicalmente el Evangelio en el mismo centro del problema: la producción industrial, que iba a alterar, positivamente, no sólo la condición de trabajo sino todo el conjunto de relaciones sociales y humanas. Fue un adelantado de su tiempo.
En 1864, aprovechando la celebración de una gran exposición industrial en Londres, con la que se pretendía demostrar que el futuro y progreso de las naciones consiste en el comercio y no en la rapiña militar, tuvo lugar un encuentro entre grupos de obreros franceses y organizaciones sindicales británicas que dieron lugar a la creación de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), que la historia conoce con el nombre de la Primera Internacional y de la que formó parte Karl Marx, el cual había hecho público su Manifiesto del Partido Comunista en 1848.
Maurice y Ludlow se adelantaron a ellos en teoría y práctica, como veremos en el ensayo del Dr. Raven. Allí donde unos ponían lucha ellos buscaban fraternidad, solidaridad, cooperación.
La Iglesia de Roma publicó en 1864 la encíclica papal Quanta cura, que iba acompañada de un catálogo de ochenta proposiciones inaceptables para el fiel romano (Syllabus errorum). El papa señalaba al principio protestante del libre examen como el causante directo del liberalismo económico y del socialismo, consecuencia de éste[7]. Habrá que esperar a 1981 a que otro papa, esta vez Juan Pablo II, introduzca en su encíclica dedicada al trabajo, Laborem exercens, la novedad —en un documento pontificio— de la participación laboral en la producción. En ella se dice: «Pero hay que subrayar ya aquí, en general, que el hombre que trabaja desea no sólo la debida remuneración por su trabajo, sino también que sea tomada en consideración en el proceso mismo de producción, la posibilidad de que él, a la vez que trabaja incluso en una propiedad común, sea consciente de que está trabajando en “algo propio”» (15). Aunque represente un retraso de casi un siglo y medio respecto a Ludlow y la teología social anglicana es de agradecer y significa el reconocimiento indirecto de lo acertado y profético que en su día fueron los Socialistas Cristianos de Ludlow, Maurice y Kingsley, escritor y hombre de acción, teólogo y pastor anglicanos respectivamente. No era unos soñadores utópicos, en todo caso, utópatas del Reino de Dios, del cual decimos en nuestra oración: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6:10).
En nuestros días de crisis y globalización del comercio y el capital; de aumento desproporcionado de la riqueza y la pobreza; de nuevas injusticias y graves atropellos contra la dignidad humana, es preciso que asumamos nuestro testimonio cristiano protestante en línea con la mejor teología de la Iglesia, que encuentra en la Palabra de Dios “tesoros viejos y nuevos”. Para ello es preciso exorcizar las voces individuales que se arrogan una representatividad humana y divina que no les corresponde y que paraliza, además, la aparición de un pensamiento y una teología creativa bíblica, cristiana, evangélica, reformada, eclesial, corporativa, cristocéntrica en una palabra; que desde la situación en que nos hallamos responda confiadamente a los retos de la modernidad con la inquebrantable fe que vence al mundo. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1 Jn. 5:4).
No hace mucho un dirigente evangélico admitió que durante treinta años, toda una vida docente y pastoral, no había visto las implicaciones sociales del Evangelio, sino todo lo contrario. Aunque tardía, nos alegra su cambio de perspectiva, otros ni lo confesarían. Cuando se hace teología desde uno mismo, es propio reducir nuestra visión y mermar el testimonio bíblico. No somos infalibles, no podemos tener en cuenta todos los factores que entran en la tarea hermenéutica y que colorean copiosamente nuestra interpretación de la Escritura, de la sociedad y de los demás. Necesitamos de la amplia comunidad teológica que la Iglesia cristiana de todos los tiempos nos provee, para construir un pensamiento global, y no excluyente por defecto, que agrade a Dios y sea de beneficio a la comunidad cristiana y a la comunidad social.
Por eso hay que divulgar obras que contribuyan a conocer el pensamiento social del cristianismo desde una perspectiva bíblica e histórica. De momento baste una pincelada sobre John Ludlow y los socialistas cristianos ingleses, siguiendo para ello los estudios de Charles Raven.
Continuará....

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