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lunes, 14 de diciembre de 2009

HUMANIDAD DE DIOS Y EXISTENCIA HUMANA

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México


Pues del cielo a la tierra rendido
Dios viene por mí…[1]
Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695)

1. Humanidad de Dios y servidumbre
Uno de los énfasis radicales que la profecía mesiánica antigua intuyó muy bien en relación con la figura histórica que encarnaría siglos después en Jesús de Nazaret fue el servicio, pues el perfil de la persona que aparece desde el cap. 42 de Isaías, y que inicialmente se aplicó a todo Israel como pueblo de Dios, es el de alguien dispuesto a servir sin dilaciones a la humanidad entera. Normalmente, los llamados “cánticos del Siervo” (42, 49, 50, 53) son evocados en la Semana Santa para destacar el sufrimiento del mesías en su afán por obtener la salvación, pero a veces se deja un poco de lado el hecho de que los alcances de figura tienen también una estrecha relación con la intención divina de encarnarse en todos los aspectos de la vida humana. Ésa es precisamente una de las aristas clave de la encarnación o humanización de Dios: su esfuerzo denodado por hacerse presente y “saborear”, desde la humanidad de Jesús, todo lo humano sin menoscabo de su divinidad que habría de manifestarse en los instantes supremos de la redención. Porque antes de que éstos sucedieran, la figura humana de Jesús no se paseó en el mundo mostrando, como se han empeñado algunos en reproducir la imagen convencional, un aura de santidad alrededor de su cabeza o alguna otra forma de anunciar que el Mesías estaba allí presente. Por el contrario, Jesús mismo se encargaría de resumirlo en una magnífica frase: “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22.27b). Es decir, el Dios encarnado en él, era un servidor, un siervo auténticamente humano.
El Siervo de Yahvé, según Isaías 42, sería una persona escogida y sostenida por él; las últimas palabras del v. 1 resonaron algunas veces en el ministerio de Jesús, quien se inspiró abiertamente en estos pasajes para reivindicar su labor: “…él me llena de alegría. He puesto en él mi Espíritu y hará justicia entre las naciones” (TLA). Carlos Mesters hace una magnífica recapitulación sobre la figura del Siervo que brota de estos cánticos:
Mucha gente se pregunta: ¿quién es el Siervo? ¿Es el pueblo? Es Jesucristo? ¿Somos nosotros? Es alguno de los profetas? En quién estaba pensando Isaías Junior cuando escribió los cuatro cánticos? […] al hacer los cánticos, la preocupación mayor de Isaías Junior [era] […]presentar al pueblo del cautiverio un modelo que lo ayudara a descubrir en la figura del Siervo, su misión como Pueblo de Dios. Por tanto, para Isaías Junior, el Siervo de Dios ¡es el pueblo del cautiverio! Más tarde, Jesús se inspiró en los cuatro cánticos del Siervo para realizar su misión aquí en la tierra. Por eso, el Siervo es también Jesús.[2]
Se trata de una persona comprometida sobre todo con la justicia y, en el espíritu del Adviento, de alguien luminoso para la realidad oscura y difícil: “luz de las naciones” (v. 6). Porque sólo la justicia y la solidaridad incondicional pueden iluminar este mundo. Dios accede a la humanidad y el servicio a través de esta figura que encarna primero, su pueblo, y después en la proyección futura, el propio Jesús, quien encuentra en estos cánticos el “guión”, el “retrato hablado de su misión.
2. El Verbo encarnado en la existencia humana de Jesús
La teología del Cuarto Evangelio es profunda y alta al mismo tiempo. No en balde el símbolo de Juan es el águila, el que busca las alturas. No obstante, a la hora de centrarse en la persona de Jesús, en su humanidad, sus palabras son consecuentes con una fe anclada hondamente en la experiencia y la creencia unidas de que la humanidad de Dios se manifestó fehacientemente en la persona de Jesús de Nazaret, en sus olores, en sus sensaciones, en su corporalidad entera, y al mismo tiempo en el hecho de que esa misma carnalidad sería proyectada por la obra de Dios a las alturas de la Palabra, del Logos que estaba con Dios desde la eternidad hasta la eternidad. El periodo intermedio entres esas fases de la eternidad fue, precisamente, la existencia histórica de Jesús, justamente la que dicen los eruditos es irrecuperable más que para los ojos de la fe. El autor del Cuarto Evangelio (ni nadie) podía ser testigo de los sucesos remotos de sus famosas primeras palabras (“En el prinicipio…”, pero sí que lo fue, algunas frases después, para desemobocar en el también famoso v. 14: “Aquel que es la Palabra/ habitó entre nosotros/ y fue como uno de nosotros./ Vimos el poder que le pertenece/ como Hijo único de Dios,/ pues nos ha mostrado/ todo el amor y toda la verdad” (TLA).
La teología más alta no excluye un grado de abajamiento que sigue en todo la dinámica misma de Dios de hacerse humano a toda cosa, casi de una manera obsesiva, para penetrar en el misterio humano, en correspondencia con aquellas tendencias místicas que buscan “un matrimonio entre el cielo y la tierra”. Dios en la carne de Jesús probó la pequeñez para agrandar a la humanidad y se rebajó tanto que la humanidad no fue solamente un estado de prueba o un “purgatorio” sino que el sabor de lo humano se integró completamente a la divinidad del Hijo de Dios, y así subiría al cielo, de regreso, “vestido” de humanidad para “reintegrarse” a la Trinidad eterna, pero ahora con una esencia acompañada de verdadera y efectiva humanidad. Como explica González de Cardedal, en palabras casi místicas, tributarias de la mejor teología de todos los tiempos, pues sin el trabajo de K. Barth, el reformado, difícilmente alguien podría escribir así, sin ser cuestionado o perseguido por su atrevimiento:
La humanidad de Jesús es tan real y decisiva como su divinidad […] Jesús es el fruto eterno del Padre, de sus amorosas entrañas; y es el fruto temporal de María, de sus amorosas entrañas en el consentimiento, en la gestación, en la compañía durante su ministerio y en la renuncia a estar en el centro para que él lo fuera todo […] Jesús se parece a Dios y se parece a María. El Padre es el origen de su existencia personal eterna y María, por la acción del Espíritu Santo, que suscita el cuerpo del engendrado, a la vez que prepara el alma y alumbra la conciencia de la engendradora, es el origen de su existencia personal temporal. El cristianismo sólo tiene fundamento y sólo merece la pena ser cristiano si Cristo es el Verbo encarnado y en él tenemos dicha la Verdad y dada la Realidad de Dios.[3]
Ciertamente no existe un “relato navideño” como tal en este evangelio… pero ni falta que hace, pues aunque ni él ni Marcos quisieron “rebajarse” para contar los entretelones del nacimiento de Jesús, no por ello dejan de plantear las enormes dimensiones del evento máximo de actuación de Dios en la historia, cuando Él asume, con todos los costos, la humanidad verdadera y solidaria para desde aquí, desde abajo, completar su labor redentora, no ya desde el poder sobrehumano y trascendente sino de la manera más complicada: desde la vilnerabilidad y la indefensión totales. Ninguna forma de eternidad podía “defender” a Dios en Jesús de experimentar la transitoriedad de lo humano, ¡pero Él tampoco quiso que fuera así!
Y tuvo que ser otro poeta, Jorge Luis Borges, de estirpe protestante, quien retomaría esta visión plenamente humana del Hijo de Dios en su proceso encarnacional y humanizante. Dos veces eligió Juan 1.14 como centro de su atención y en ambas ocasiones el poema se llama así, como la cita del evangelio. Éste es el poema más breve:

Refieren las historias orientales
La de aquel rey del tiempo, que sujeto
A tedio y esplendor, sale en secreto
Y solo, a recorrer los arrabales
Y a perderse en la turba de las gentes
De rudas manos y de oscuros nombres;
Hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
Harún, Dios quiere andar entre los hombres
Y nace de una madre, como nacen
Los linajes que en polvo se deshacen,
Y le será entregado el orbe entero,
Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
Pero después la sangre del martirio,
El escarnio, los clavos y el madero.[
4]
Dios quiso, en Jesús, “beber” la humanidad hasta las heces, hasta lo último, desde la alegría suprema hasta el dolor más profundo, con la honestidad que sólo Él podíe enseñarnos, una vez más comprometido completamente con la humanidad entera. Por todo ello: “Jesús puede ser llamado con toda razón microcosmos y mediador. La primera palabra se ha utilizado para designar al hombre que contiene en sí de alguna manera todo el resto del mundo, que él es el mundo en pequeño. Con toda verdad esta fórmula sólo se puede aplicar a Jesús en cuya realidad personal convergen reconciliados Dios y el mundo, la humanidad y la divinidad, lo máximo y lo mínimo, la santidad y el pecado”.[5]

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[1] Sor Juana Inés de la Cruz, “Al nacimiento de nuestro Señor”, en Alfonso Méndez Plancarte, est., sel. y notas, Poetas novohispanos. Segundo siglo (1621-1721). Parte segunda. 3ª ed. México, UNAM, 1994 (Biblioteca del estudiante universitario), p. 76.
[2] C. Mesters, La misión del pueblo que sufre. Los cánticos del siervo de Dios en el profeta Isaías, en www.mercaba.org/Mesters/los_canticos_del_siervo_de_dios_.htm
[3] O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1997, pp. 87-89.
[4] J.L. Borges, “Juan I, 14”, en El otro, el mismo (1964), www.sololiteratura.com/bor/borelotroelmismo.htm
[5] O. González de Cardedal, op. cit., p.87.

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