Por. Dr. Alfonso Ropero, España.
En marzo de 1848, el británico John Ludlow, descubrió en París cómo el socialismo de Louis Blanc[8], bajo su “loca furia roja”, había cautivado la conciencia de los obreros y que, a menos que los cristianos comprendieran, iba a hacer temblar su fe hasta los mismos cimientos. Esto hizo que se pusiera en marcha el movimiento del cual Maurice y Kingsley, Westcott y Stewart, Scott Holland y el obispo Gore, son los más representativos; el movimiento que “ha dirigido la corriente de nuestro cristianismo inglés hacia la preocupación por los grandes problemas sociales de nuestra era, y en este momento está transformando los ideales sociales del presente.”[9] Para aquellos a quienes Coleridge y Carlyle, Maurice y Kingsley, Shaftesbury y Ruskin son dioses familiares, mientras que Ludlow es ni siquiera un nombre, una apreciación como la nuestra les parecerá extremadamente exagerada. Un mínimo conocimiento de la Iglesia de Inglaterra de la primera mitad del siglo pasado revelará que, a pesar de las magníficas labores misioneros y en pro de la abolición de la esclavitud y en pro de la caridad y la consagración individual, no hubo ningún intento para estudiar o influenciar la vida corporativa de la sociedad, que desafiara su ordenamiento social, o que valorara los esfuerzos de los reformadores en el extranjero, o de los cartistas en la nación. La vieja tradición aristocrática había sido minada por la presión de las guerras napoleónicas y rota por el Acta de Reforma. La confusión general se manifestó en la política del laissez-faire y la abdicación de los mejores hombres de Estado de su responsabilidad reguladora del progreso. Robert Owen, un pionero solitario del experimento social, fue un precursor de Karl Marx en su determinismo y hostilidad contra la religión. La Iglesia, como Newman, consideraba a los pobres “como objetos de compasión y benevolencia.” La religión vino a parecerse mucho a lo que Kingsley llamó “una ración de opio para mantener tranquilas a las bestias de carga mientras están siendo sobrecargadas.[10]”
Fue Ludlow quien, como fundador del así llamado movimiento Socialista Cristiano, gracias a su conocimiento de la democracia europea continental, sus estudios de derecho, y su constante servicio social, creó una alianza entre los campeones de la emancipación popular y los profetas del Evangelio cristiano. Pocos hombres han hecho una obra tan grande con tan poca recompensa a cambio.
J.M. Ludlow
Por nacimiento y educación, carácter y capacidad, profesión y larga vida, Ludlow estaba admirablemente equipado para su tarea. Nació en India el 8 de marzo de 1821, donde su padre era militar. De acuerdo a su amigo Tom Hughes heredó una parte de la fuerte independencia de sus antepasados cromwellianos. Se quedó huérfano de padre cuando sólo era un niño. Su madre se trasladó a París, donde recibió su educación y se graduó en Derecho o Leyes. Sus brillantes estudios llamaron la atención de Guizot[11], entonces Ministro de Instrucción. En 1838 viajó a Londres y pasó a formar parte del colegio de abogados en 1843. A su educación y trabajo debe su íntima relación con el movimiento democrático. En sus días de universidad contrajo una estrecha relación con Fourier[12] y el resto de los líderes de la oposición a Luis Felipe. Francia era, con mucho, el país más progresista de Europa: el socialismo estaba en la plenitud de su infancia y el joven inglés Ludlow podía ver bajo su retórica y sistema los intereses y aspiraciones vitales de las gentes. En su contacto quedó emancipado de las convenciones, encendido con una pasión por la justicia social y un conocimiento de primera mano de los esquemas de reforma que Inglaterra nunca hubiera trazado. Su estudio de la historia constitucional, derecho y práctica legal le dieron el poder de adaptar a su propio país lo que había aprendido en Francia. En adición a esto había desarrollado un excelente carácter, sin preocupación por la alabanza, libre de egolatría, pródigo en esfuerzos, persistente en la consecución de sus metas, y rápido a la hora de adoptar medios apropiados a sus fines, y sobre todo fue un demócrata y un cristiano.
En cuanto a la religión tuvo la ventaja de formar su propia personalidad en una atmósfera donde el tabú sobre la discusión de temas vitales no era tan fuerte como en Inglaterra. Debía mucho a Martín Lutero y a la Iglesia Reformada Francesa, a Arnold y Coleridge. El catolicismo, en su sentido más estrecho, le era repelente, pero al mismo tiempo estaba muy lejos de la bibliolatría de muchos evangélicos, centrados en un modelo rígido de piedad personal para el más allá. Para Ludlow la religión tenía que cubrir el campo total de la experiencia y de la conducta: nada de eludir las dificultades, ni silenciar los argumentos, o menosprecio de la ética general, o pasar por alto las demandas de Cristo.
Puede decirse que la obra de su vida comenzó en 1848 en París, aunque anteriormente había publicado dos volúmenes y tomado parte activa en el ataque a las Leyes del Cereal. Unos pocos días después regresó a Londres, se encontró con Maurice y “el velo se rasgó”. Desde entonces fueron amigos; Ludlow había encontrado “al único hombre por el que alguna vez he sentido respeto y reverencia”, y Maurice había ganado un seguidor que debido a su conocimiento, energía y lealtad podía llevarle a él a poner en práctica los ideales de su teología: unidos una combinación casi ideal de talentos.
F.D. Maurice
El fruto de esta unión fue inmediato. Ludlow, Maurice y Kingsley decidieron lanzar un periódico y una de serie de tratados. El semanario Politics for the People apareció el 6 de mayo de 1848, tuvo una corta vida de diecisiete números, siendo Ludlow el autor de más de un tercio de su contenido, pero dio a sus fundadores no solamente un considerable seguimiento entre la clase social bien situada, sino que estableció un eslabón directo con los representantes obreros. Siguió una serie de conferencias con la intervención de cartistas y otros, donde eran discutidos los problemas del día y se acumulaban las evidencias de la maldad de la competencia incontrolada.
Sien embargo Ludlow no estaba satisfecho con hablar o con predicar si esto no llevaba a la acción. Su familiaridad con los esfuerzos de los franceses le animó a experimentar algo similar en Inglaterra. A lo largo del año 1849 fue madurando sus planes, volvió a París en el verano, allí investigó las Associations Ouvriéres (Asociaciones Obreras) de la línea de Buchez, considerando cómo relacionarlas con los problemas británicos. Como Owen, y en contraposición a los pioneros de la Rochdale[13], creyó que el método y las condiciones de la producción están en la raíz del mal; que el sistema de propiedad privada, no controlada por ninguna combinación eficaz entre los obreros y conducida competitivamente sin restricción y crudeza, no podía ser remediada con una distribución cooperativista; sino que el germen que puede producir un nuevo orden industrial reside en la autogestión del trabajo, debidamente madurado.
Expuso el resultado de sus estudios en el cuarto tratado dedicado al Socialismo Cristiano, modelado según el esquema de las Asociaciones Obreras que en el temprano 1850 había convencido a Maurice y al resto del grupo a aceptar. El 11 de febrero de ese mismo año, la Asociación de Sastres comenzó a trabajar en el número 34 de la calle Castle y en junio se publicó la constitución formal del movimiento.
La organización era bastante simple. En la cabeza estaba el Concilio de Promotores, en el que descansaba la obra de propaganda, la recaudación de fondos, la dirección de la política a seguir, y “la difusión de los principios de la cooperación como la aplicación práctica del cristianismo a los negocios del mercado y de la industria.” Junto al Concilio se encontraba Junta Central o Comité de Negocios, formada por representantes de los obreros y de los encargados de las diferentes asociaciones, a los que se les confiaba el negociado de los detalles del mercado y la coordinación de las relaciones entre las sociedades, así como la extensión del trabajo. Bajo esta junta se encontraban las asociaciones, o talleres autogestionados, cada cual bajo el Concilio de Administración, que actuaba como consejero de la dirección, afiliación de nuevas asociaciones y árbitro de negocios de los asuntos internos. A cada asociado se le daba de paga “un salario justo por un día justo de trabajo”, proporcional a su habilidad y competencia; y cada seis meses los beneficios, sometidos a deducción para pago de créditos y aumento de capital, eran divididos entre los asociados “en proporción al tiempo que cada cual había trabajado.” Árbitros eran elegidos en caso de disputa entre los asociados y los encargados, o la Junta Central adjudicada, así como entre asociaciones. Para finales de 1850 se habían constituido ocho asociaciones trabajando conforme a estas directrices.
La política sindical y obrera de Ludlow tenía por meta la transformación del sistema total de la industria, y este propósito, verdaderamente revolucionario, fue detectado por sus contemporáneos conservadores.
“Los sindicatos obreros deberían extenderse en humanidad, y la producción llevada por la sindicatos obreros —escribió Ludlow. “Los socialistas cristianos —replicó W.R. Greg, su oponente más astuto— procederán a completar su empresa mediante la unión de todas las asociaciones en sindicatos en una vasta corporación, gobernada por un comité central; y finalmente efectuar una unión de esas corporaciones en la combinación de una fraternidad gigantesca: por este medio la totalidad de los arreglos industriales serán revolucionados.” Pues bien, desde el principio este era el fin pacientemente seguido.
En 1850 se envió a todas los sociedades obreras de Londres una circular solicitando apoyo e interés por la cuestión. Y cuando en 1851 se fundó la Sociedad Amalgamada de Ingenieros (SAE), se propuso un programa final delante de la misma y salió aprobado. William Newton y William Allan, las dos figuras principales de la SAE consultaron con Ludlow respecto al empleo de los fondos de la asociación para la producción cooperativista. La fundición de los obreros del hierro de Windsor de Liverpool fue seleccionado como la más apropiada. Se trazó un plan bosquejando la constitución de una nueva aventura, y el plan fue emprendido por la SAE en septiembre. Aquí estaba una propuesta por la cual política de Ludlow, ya comprobada en los talleres de Londres, podía haberse aplicado a una escala mayor bajo los auspicios de la la aristocracia laborista. De haber tenido éxito la totalidad de los grandes sindicatos obreros la hubieran adoptado con seguridad. Y en una década la autogestión en la industria hubiera podido estar en el camino de su realización. Es un testimonio sobre la viabilidad del plan que los empleados no perdieron tiempo en calcularlo. Habían observado con aprehensión la formación de la tremenda Sociedad Amalgamada; se les había advertido sobre el peligro del desarrollo de la asociación; en enero de 1852, debido a un trivial asunto laboral y de horas extra, declararon un cierre general. Las conferencias que Ludlow pronunció y los artículos que publicó en el Journal of Association durante el conflicto muestran lo claro que vio el asunto. Aquí estaba el primer gran sindicato obrero del tipo moderno enzarzado en una lucha de vida o muerte. Lo que estaba en juego no era la cuestión inmediata, ni siquiera la asunto más complicado del poder de los hombres para mejorar sus condiciones mediante acciones concertadas. El asunto afectaba a todo el futuro de las relaciones entre directivos y hombres. ¿Iba la industria a desarrollarse según las directrices de la lucha de clases, con cada unidad enrolada en el servicio de una vasta maquina de guerra? ¿Iban los sindicatos a dedicar sus energías y fundos al conflicto? ¿O era posible que en el nombre de Dios y de su Cristo no sólo apelar a la camaradería y al nuevo espíritu industrial, sino a convencer a los obreros que en la producción cooperativista tenían el instrumento por el cual todo el sistema podía ser realmente transformado en paz?
Es frecuente oír en nuestros días de la posibilidad de los sindicatos de adquirir y dirigir sus propios negocios para la colocación de sus miembros, y se ha abogado tanto por el Socialismo Corporativo que el movimiento de Ludlow no puede ser condenado como visionario o impracticable.
Ludlow estaba totalmente convencido que el sistema competitivo de sus días era escandalosamente anticristiano; vio que era necesario algo más que la mejora de los sueldos y la reducción del tiempo dedicado al trabajo; elaboró un programa, ensayado en miniatura, y procuró su aceptación por los obreros organizados. Que esta propuesta hubiera prevenido la mecanización de la industria con su desastrosa destrucción de las relaciones humanas y la despersonalización de los empleados y dueños por igual, y que fue prematuro antes que impracticable, es demasiado obvio. Nosotros, que nos encontramos encarados a las consecuencias de un desarrollo que él hizo todo lo posible por evitar, podemos mirar hacia atrás melancólicamente sobre el antiguo “pudiera haber sido”.
No podemos ocultar el hecho que la empresa que puso en movimiento acabó en fracaso. El desarrollo de la distribución cooperativista, el empobrecimiento de los promotores, la guerra de Crimea, la persecución de Maurice[14] y el cierre de algunas de las asociaciones contribuyeron a este resultado. Experimentos subsiguientes han demostrado que, comparada con la distribución, la producción es difícil de organizar en líneas cooperativistas. Es, desde luego, sorprendente que muchos que abrazan con celo una política semejante a la de Ludlow todavía condenan a los Socialistas Cristianos como una banda de idealistas desinformados.
Ludlow mismo fue lo suficientemente sabio como para darse cuenta que la raíz causante del fracaso, y lo suficientemente grande como para dedicarse a su remedio lo mejor que pudo. Dos obstáculos, creía, se interponían en su camino. Primero, la posición legal. Las asociaciones estaban desprotegidas por la ley, y, consecuentemente, sus miembros estaban a merced de los oficiales rebeldes. Segundo, y con mucho lo más serio, la falta de cualidades morales, de educación y de confianza mutua entre los obreros. Los esquemas eran viables, solamente si la naturaleza humana tuviera el poder de ser fiel en cumplirlos.
Con la ley, Ludlow estaba cualificado para tratar, y el Acta Slaney de 1852, la gran carta de la cooperación, fue el primer resultado. Seguida como estuvo de extensas legislaciones, Ludlow obtuvo, junto a Thomas Hughes y E.N. Neale, la posición de consejero de confianza de todo el movimiento obrero. Su influencia, debida su capacidad de reconocer el valor de otros y a su incansable energía y persistencia, fue responsable del reconocimiento y protección de todos los movimientos populares de reforma, mucho más allá de lo que fue entonces admitido.
Th. Hughes Ch. Kingsley
La segunda tarea fue más difícil, y en ella adoptó desde el principio una línea definida. Sabiendo que la visión era inútil sin conocimiento, y que el conocimiento no lograría nada sin poder moral y espiritual, se embarcó desde el comienzo a en una labor de educación cultura y religiosa de los obreros. Para ello fundó, junto con Maurice, el Working Men´s College (1854), que comenzó con 130 alumnos reunidos en un edificio de la Plaza del León Rojo (Red Lion Square). Charles Kingsley y Thomas Hughes se encontraban entre los profesores.
Había escrito voluminosamente en varias de las publicaciones de Socialistas Cristianos y, hasta donde le fue permitido, en la prensa en general. En 1854, cuando, como Kingsley dijo, su experiencia de la asociación había demostrado que “llevaría dos generaciones de preparación” antes de que los obreros estuvieran capacitados para la cooperación, se unió con Maurice, Hughes, Furnivall y otros para formar la primera en su clase Universidad Obrera, que todavía florece en la calle Crowndale Road de Camden Town, y con la que estuvo activamente conectado durante muchos años, hasta que un cambio de política, originado contra él por Furnivall, le obligó a abandonar su trabajo. En este caso, como en otros, donde criticó a los miembros del grupo, la dificultad surgió sobre el papel de la religión en el movimiento. Al igual que Maurice, Ludlow creía y afirmaba valientemente, que sólo en Cristo, es cuanto la gente se une a Él y se somete a su obediencia, puede haber poder para una vida social justa. En la moralidad sin religión tenía escasa confianza, y su creencia que el problema básico de la vida corporativa era más bien espiritual que económico estaba confirmada por su experiencia con las asociaciones. Ante tales circunstancias se opuso a cualquier intento de ocultar o minimizar la importancia primaria del cristianismo. Hacer esto podría asegurar la afiliación de hombres de buena voluntad al movimiento; podría ganar publicidad y popularidad para el trabajo, pero, sin embargo, no era sino un desastre y casi una traición de los fines mismos por los cuales los trabajadores había abogado.
Así como siempre había insistido, junto a Maurice, que el móvil principal del socialismo cristiano era la lectura semanal de la Biblia, permaneció firme en proclamar que la intención de la obra era cristiana y dependía desde el principio hasta el final en la fe y la práctica cristiana. Neale y otros del grupo estaban ansiosos de que los asuntos de doctrina, e incluso de creencia, no impidieran que otros defensores de la cooperación se unieran a ellos en términos iguales. Mantenían la postura de que crear barreras y excluir a obreros celosos al poner delante de ellos el asunto de la religión no era nada sabio y posiblemente poco caritativo. En este asunto Ludlow no cedió; y en este sentido se quedó sólo muy a menudo. Al contrario que Maurice, Ludlow no temía a la eficacia o al sistema, todo lo contrario, desde el comienzo había abogado por una organización semejante a un negocio. Pero donde Maurice se contentaba con expresar su propia posición, Ludlow no asentiría a nada que tendiera a colocar la religión en un segundo lugar, ni a permitir que el motivo religioso se diera por supuesto. Prefería una pequeña banda de creyentes convencidos, una central de vida espiritual, a un movimiento grande y menos unidos. Probablemente su educación francesa y la atmósfera en la que había forjado su filosofía de la vida, le liberó de la timidez y reticencia de sus colegas, pero es también probable que él viera más claramente que ninguno de ellos que la vasta reforma que había soñado iba a demandar demasiado del altruismo humano para ser llevada a cabo, con la excepción de unos pocos hombres totalmente consagrados. Creía que en Cristo la transformación era posible, y no en cualquier otro lugar. Ludlow fue anulado. Holyoake y Furnival ocuparon su puesto como líderes en la educación obrera y cooperativa. Echando un vistazo a la historia pasada de hace medio siglo es difícil no ver que Ludlow estaba en lo cierto después de todo. Tenemos programas en abundancia, y una abundante dosis de vaga buena voluntad. Todavía, evidentemente, carecemos del poder que únicamente la religión puede suplir.
Al trabajo de Ludlow durante los seis años que van de 1848 a 1854 podemos señalar como el origen de todas las actividades sociales de la Iglesia de Inglaterra. Desde la teología de Hort hasta los esquemas de viviendas de Octavia Hill; desde el “cristianismo muscular” de Kingsley hasta la sociología apasionada de Ruskin, la influencia de de Ludlow es manifiesta. Sus asociaciones pueden haber fallado, sus esperanzas decepcionadas; él mismo murió olvidado (11 de octubre de 1911), sin reconocimiento. Pero había construido el puente que separaba al cristianismo del mundo del trabajo y dejó tantos discípulos como ningún eclesiástico de su tiempo.
Fue el primer hombre de Iglesia de la era industrial en ver claramente que el cristianismo tenía una doble tarea que realizar. Antes de él la atención se había concentrado únicamente en el individuo, tanto de parte de aquellos que aceptaban el viejo orden social como de los que se quejaban de él. Ludlow advirtió que junto a la conversión y la libertad espiritual, la Iglesia tiene que estar al lado de la emancipación política y la libertad industrial; al lado de la democracia, definida como “la autogestión gigante de una nación, regulándose a sí misma como un sólo hombre, en sabiduría y justicia delante de Dios” (Christian Socialist, I, p. 49). Con ese fin en mente formuló el esquema de “producción cooperativista”, creyendo que iba a mantener las relaciones humanas en la industria; educar a los obreros en la comunión y el control de sí mismos; y transformar la base global de a sociedad desde un antagonismo de clases a uno de servicio mutuo. Dándose cuenta que el tiempo para semejante cambio no había legado, estuvo dispuesto a esperar hasta que se pudiera dedicar al tipo de carrera en a cual pudiera promover mejor la responsabilidad moral de los trabajadores y su bienestar social. Habiéndola encontrado, consumió sus energías en guiar y relacionar amistosamente la sociedades, mucho más que cualquier otro es pedagógicamente valioso. Sabía que ni la política ni los movimientos populares iban a tener ninguna posibilidad de éxito a menos que los defectos que había detectado en su larga experiencia fueran corregidos.
Por encima de todo, sintió pavor de que el advenimiento de Estado servil, donde los ciudadanos llegarían a ser cómodos pensionistas de una plutocracia, vendieran sus almas por un plato de lentejas. Hasta el final se entregó a sí mismo al ideal de una sociedad concienciada pudiera de que, para utilizar las palabras de la primera pancarta de 1848, “no habrá verdadera libertad sin virtud, ni ciencia auténtica sin religión, ni industria capaz sin el temor de Dios y amor al prójimo.”
Bibliografía
J. Llewelyn Davies, The Working men's college, 1854-1904; records of its history and its work for fifty years. Macmillan, Londres 1904.
Isabel de Cabo, Los socialistas utópicos. Ariel, Barcelona 1995.
A. L. Drummond y James Bulloch, The Church in Late Victorian Scotland 1874-1900. St Andrew Press, Edimburgo 1978.
Ronald Fletcher, ed., The Crisis of Industrial Civilisation. Heinemann Educational Books, Londres 1974.
Boyd Hilton, The Age of Atonement: The Influence of Evangelicalism on Social and Economic Thought, 1785-1865. Clarendon Press / Oxford University Press 1991.
Hugh Martin, ed., Christian Social Reformers of the Nineteenth Century. Student Christian Movement, Londres 1927.
J. Messner, El experimento inglés del socialismo. Rialp, Madrid 1957.
Alan M. Suggate, William Temple and Christian Social Ethics Today. T & T Clark, Edimburgo 1987.
Charles E. Raven, Socializar el cristianismo, cristianizar el socialismo. John M. Ludlow (1821-1911). SCM Press, Londres 1927.
Alan Wilkinson, Christian Socialism: Scott Holland to Tony Blair. SCM Press, Londres 1998.
H.R.C. Wright. Wilhelm Roscher and English Christian social thought. From Frederick Maurice to Margaret Thatcher. Emerald Group Publishing Limited 1995.
Enlace
Alfonso Ropero, http://www.nihilita.com/2009/11/john-ludlow-y-el-socialismo-cristiano.html
NOTAS
[1] Para Durkheim, que tenía una visión restrictiva de la religión, la función social de la religión es engendrar y sostener la solidaridad social. Llegó incluso a sugerir que Dios es el grupo; cuando los miembros de un grupo adoran a un dios, al que imaginan como un ser superior a ellos, realmente están estrechando los lazos que mantienen su cohesión como grupo social. El ritual utiliza todos los recursos del arte y de teatro, de la danza y de la fiesta para simbolizar y ensalzar los valores comunes a todos los participantes, y por lo tanto para reafirmar su pertenencia solidaria al grupo.
[2] Otras obras importantes de Weber en castellano son Sociología de la religión (Istmo, Barcelona 1996) y Ensayos sobre socilogía de la religión, 3 vols. (Taurus, Madrid 1999). Recientemente Yolanda Ruano le ha dedicado un importante ensayo: Racionalidad y conciencia trágica. La modernidad según Max Weber (Ed. Trotta, Madrid 1997).
[3] F.R. Barry, A Philosophy from Prison, p. 117. SCM Press, Londres 1935.
[4] Lluis Duch, “Socialismo y cristianismo”. Leviatán, 57-58, otoño/invierno 1994.
[5] Heinrich Herkner, profesor de la Universidad de Berlín, Historia Universal, tomo VIII. Espasa-Calpe, Madrid 1978.
[6] Spurgeon es bien conocido por sus dotes como predicador, pero conviene anotar que él siempre sintió un interés especial por la cuestión social, atacando la falsa distinción entre lo sagrado y lo secular. Para Spurgeon el Evangelio era una realidad abarcadora y suficiente que llevaba a aplicar la verdad de Dios a la vida política y económica, así como a la familiar y personal. Cf. A Marvellous Ministry, Erroll Hulse y David Kingdom, editores. Soli Deo Gloria, 1994. ,
[7] Cf. Ildefonso Camacho, Praxis cristiana. Opción por la justicia y la libertad, parte I, cap. 5. Paulinas, Madrid 1986.
[8] Louis Blanc (1811-82), socialista francés, autor de La organización del trabajo (1839), de decisiva influencia en su época. Proponía un sistema económico en el que una parte de la industria estuviese en manos del Estado, y otra en poder de los trabajadores. N.T.
[9] C.W. Stubbs, Charles Kingsley, p. 16.
[10] C. Kingsley, Politics for the People, p. 58.
[11] François Guizot (1787-1874). Historiador y político protestante calvinista, autor de Historia de la civilización en Europa (Alianza Editorial), muy elogiada por José Ortega y Gasset y atacada por el sacerdote católico-romano Jaime Balmes (El protestantismo comparado con el catolicismo, BAC). También escribió una Historia de la revolución en Inglaterra (Sarpe).
[12] Carlos Fourier (1772-1837). Teórico socialista. Preconizó la asociación de los individuos en falansterios, grupos humanos organizados de modo que cada uno de sus miembros lograra el bienestar trabajando según sus propias inclinaciones. N.T.
[13] Cuna del movimiento cooperativista inglés en Lancashire.
[14] En 1853 fue expulsado del colegio universitario donde daba clases debido a su crítica del concepto popular del castigo eterno de los no creyentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario