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miércoles, 24 de febrero de 2010

¿Quién vació las iglesias?

Alfonso Ropero, España

La formación de un mito: el modernismo, causa de la deserción de la fe
Casi desde los primeros años de mi conversión (hace ya más de tres decenios) vengo reflexio­nando sobre el alejamiento progresivo, en especial de la juventud, de ese camino y forma de vida enseñados por Jesús. ¿Por qué algo tan precioso y trascendental es rechazado tan masiva y ligeramente? En mis días de estudiante de teología en Inglaterra escuché repetidamente una razón que casi me convence. La culpa, se decía con variados matices pero igual contenido, es del llamado «liberalismo» o «modernismo» teológico. Todos los males que afligen al protestantismo ac­tual se debían a una única causa: a la disección racionalista de las eternas verdades de la Palabra de Dios practicada por los profesores de los seminarios liberales. Y como estos lo ponían todo en duda, ya no se podía seguir creyendo en nada. El liberalismo echaba a pique las antiguas e inconmovibles verdades del Evangelio. Lo que parecía historia se calificaba de mito, las enseñanzas contenidas en la revelación eran meros préstamos tomados del entorno cultural. Al desaparecer el elemento histórico y sobrenatural del cristianismo, la versión liberal proponía una nueva reforma en los conceptos y contenidos de la fe, centrados casi única y exclusivamente en un solo credo: la Paternidad divina y la Hermandad de todos los hombres. Si es esto lo que se predicaba desde los púlpitos, entonces era natural que la gente perdiera el temor de Dios y el interés por la salvación eterna, y acabara por abandonar las iglesias y el cristianismo en definitiva.
Es incuestionable que la Alta Crítica sometió la Biblia a una lectura imposible, los mas atrevidos, deslumbrados por la reciente ciencia de las religiones comparadas, sólo veían leyendas copiadas de Egipto o Mesopotamia. En el afán de descubrir rastros mitológicos se llegó a equipar los doce hijos de Jacob con los doce signos del zodiaco. Es cierto que la relectura del cristianismo a la luz de la modernidad, con sus parámetros de racionalidad y análisis científico, hicieron tambalear la fe de muchos, pero de ahí a pretender que el descreimiento gene­ralizado de las masas y el abandono de las prácticas religiosas se deban a esa y única causa, de corte académico, que muchas veces no salía de los centros elitistas y casi esotéricos de algunas instituciones teológicas, es otorgar una capacidad de cambio a las instituciones educativas que, generalmente, no tienen. Las academias reciben más que crean. Las novedades intelectuales y teológicas suelen ser resultados, no causas, de transformaciones sociales, de las que ellas se hacen eco y a las que aportan el aparato técnico de la reflexión y análisis. Son los cambios sociales los que convienen analizar con seriedad, son ellos los que mueven, primero lenta e imperceptiblemente la historia, que después son conceptualizados por los intelectuales, los académicos y los especialistas.
Es decir, que las «novedades» teológicas, por más revolucionarias que parezcan al reducido círculo de los dedicados a ellas, son más productos que agentes de cambio, síntoma que una realidad social, de un cambio de mentalidad o actitudes, cuyas raíces hay que buscar en una serie de factores políticos y económicos que poco a poco van cambiando la sociedad de un modo irreversible. De repente parece que cambian las formas de ver la vida, de actuar y hasta de sentir. Los síntomas más manifiestos son las barreras generacionales, la extrañeza que una generación experimenta respecto a otra.
Por eso, y dicho desde el principio y sin rodeos, me parece irresponsa­ble y casi suicida señalar al «modernismo» teológico como la causa de la incredulidad y de la indiferencia religiosa. Seguir repitiéndolo con ciega insistencia por el espacio de un siglo sólo contribuye a empeorar las cosas. Es un caso semejante a aquellos que, desde otro bando, pontificaban que todos los males de la sociedad moderna, a saber, la secularización de la política, la negación del dogma, el rechazo de la autoridad, el terror provocado por la revolución francesa y al endiosamiento de la razón, se debía a la ruptura de la Iglesia producida por el rebelde Lutero en el siglo XVI. Temo mucho que, desgraciadamente, los hijos de la Re­forma han asumido y hecho suyo el mismo espíritu reaccionario que sus padres tuvieron que confrontar y refutar. Pero en este mundo mediocre y sin interés por comprender la realidad en su totalidad, siempre es más sencillo lamentarse y buscar «chivos expiatorios» que encarar la verdad con realismo, honestidad y rigor.
El debate que planteamos en este escrito no se trata de una mera cuestión de pura teoría, de bizantinismo académico, es algo mucho más serio y más grave, nos afecta «cristianamente», pues pone en cuestión nuestro sistema educativo, nuestra pastoral y nuestra misión en la sociedad actual.
Y lo primero que hay que averiguar no es quién se equivoca o se ha equivocado para cargarle la culpa de la miseria de nuestros días; la cuestión primera es una puesta en práctica de lo que aprendemos en ética evangélica aplicado al análisis de nuestro mundo, que Cristo viene primero que todo a salvar y no a condenar, y esto en todos los órdenes de la vida, la vida intelectual incluida. Recurrir al «modernismo» como un fácil expediente explicativo de todos nuestros males, no es sólo un acto de ignorancia, sino de culpable pereza intelectual, que se contenta con lo más fácil en lugar de perseguir lo mejor y más correcto. El error en la emisión de juicios causa daños a todas las partes, no soluciona nada, y, por si fuera poco, nos deja en una peor situación que la anterior, frustrados y enfrentados unos a otros, dando palos de ciego.
¿Qué se entiende por modernismo, o por liberalismo, o por como quiera llamarse cualquier intento de expresar la fe en un lenguaje diferente al tradicional? ¿Qué adelantamos con arrastrar un trauma de nuestros padres, cuya realidad que lo produjo ha dejado de existir? La tentación demoníaca consiste en atribuir a otros las causas de nuestros propios males, de evitar así el examen y reflexión sobre nosotros mismos y el juicio de Dios que nos interpela a preguntarnos sobre nuestros propios caminos, a abrir las ventanas para que entre la luz antes de fijarnos en la mota de polvo en el cristal ajeno.
Que las iglesias evangélicas euro­peas se encuentran en un estado de decadencia numérica nadie lo duda. Pero que la causa de esa desertización cristiana en nuestro continente se deba esencial y principalmente a los nuevos métodos interpretativos y analíticos de la llamada teología liberal es una cuestión abierta al debate. Debate sobre cuestiones académicas pero no académico. Sería una pérdida de tiempo imperdonable enredarnos aquí en frívolas cuestiones de erudición histórica y de hermenéutica. No se trata de eso, sino de algo mucho más práctico. Y más vital. Es una cuestión ineludible de enorme trascendencia para el presente y futuro de nuestras iglesias.
Me permito hacer una distinción previa entre evangélicos y «evangelicalismo», y protestantes y «protestantismo», ya que es entre los primeros que surge principalmente la polé­mica antimodernista. No sólo se ori­gina en ellos, sino que se mantiene a lo largo de los años con el mismo vigor con que se inició, pese al tremendo cambio de situación y signi­ficación de la escena mundial y ecle­sial. Por evangelicalismo quiero sig­nificar esa expresión del cristianismo que carga toda la fuerza de su acento en la experiencia de conversión o nuevo nacimiento, que acepta de buena fe en un credo simple y dogmático sacado de una interpretación litera­lista de la Biblia. Respecto al mundo exterior, manifiesta evi­dentes muestras de impaciencia hacia la cultura y todo lo que tiene que ver con la sociedad secular, sea política, economía o arte. Su génesis histórica la podríamos fijar en el siglo XVIII con los avivamientos de Whitefield y Wesley, aunque su ori­gen es la Reforma misma. Es una versión del cristianismo reducida a sus elementos más mínimos y simples. El protestantismo, por contra, parte también de la importancia de expe­riencia del nuevo naci­miento, por la que el cre­yente sabe por fe que Dios le perdona y le declara justo, pero en ningún modo re­chaza todo lo bueno, todo lo positivo, todo lo relevante que pueda aportar la cultura secular, la academia y las ciencias. No es anti-intelectualista, aun­que sí crítico de la cultura, por amor a la misma, y siempre en nombre de la verdad evangélica y en espíritu de amor y respeto.
Y el «liberalismo», ¿qué es el liberalismo? Bueno, simplificando bas­tante, el liberalismo teológico repre­senta ese movimiento, o estado de ánimo intelectual, que surge del en­contronazo con el nuevo tipo «ilustrado» de pensar que rechaza lo divino-sobrenatural y, en concreto, el recurso a la autoridad de la tradición —eclesial, bíblica, social— para diri­mir asuntos del conocimiento y que se acoge a la autonomía de la razón ilustrada por la filosofía y la ciencia modernas. Kant lo expresó con con­cisión: «Atrévete a hacer uso de la razón.» Éste es el lema y el pro­grama que marca un cambio revolu­cionario en el pensamiento y en la actitud occidental. Los hombres de la Ilustración recurren a la autori­dad última y definitiva de la razón para pasar revista crítica a las creen­cias recibidas mediante la autoridad bí­blica o eclesial y declaran nulas e in­servibles todas aquellas que no pue­dan pasar el riguroso examen de la razón. Los teólogos que responden al desafío de la Ilustración desde el interior de sus premisas lógicas y racionales son los teólogos liberales. Inglaterra amortiguará el impacto del nuevo pensamiento ilustrado gracias al avivamiento evangélico de Whitefield y los Wesleys, que trans­forma la sociedad en gran medida, y que comunica a la fe un celo irrefre­nable, cifrado en la formación de sociedades misioneras y la creación de sociedades filantrópicas de todo tipo. Este tipo de cristianismo se podrá permitir el lujo de ignorar durante un siglo el cambio revolucionario producido en la cultura por la filosofía ilus­trada, pese a que las ideas antitrinitarias y deístas se habían infiltrado en buen número de ministros pres­biterianos y anglicanos.
Alemania, por contra, después de su retraso cul­tural provocado por las guerras de religión, se levanta hacia la cumbre de la filosofía europea, con pensadores de primer rango como Kant, Fichte, Hegel, Herder. Kant había sido educado en un pietismo riguroso, pero no muy ineficaz. La teología, como estudio y repuesta humana a la auto-revelación divina, no pudo vivir de espaldas al tre­mendo y siempre nuevo desafío cultural y dio lugar a nuevas ver­siones de la fe de corte decidida­mente liberal; es decir, apartándose sensiblemente de la interpretación tradicional recibida en los Credos y Confesiones de fe de la Iglesia. Con el descubrimiento de ese nuevo mé­todo de entender la realidad, la Biblia y al hombre mismo, se co­metieron muchos excesos y provo­caron la reacción de muchos evan­gélicos que tendrán a Alemania por cuna del liberalismo y «apostasía» de la fe.
No hace mucho que Carl E. Braaten, uno de los teólogos luteranos más destacados en la escena estadounidense, se preguntaba por que colegas tan importantes como Jaroslav Pelikan, Robert Wilken, Jay Rochelle, Bruce Marshall, Reinhard Huetter y Mickey Mattox, abandonan el luteranismo para unirse a otras iglesias. Y señalaba una causa: “el atolladero que algunos han llamado el Protestantismo Liberal”. ¿Qué se entiende aquí por Protestantismo Liberal? Según Braaten es una “piedad vacía”. La iglesia convertida en una especie de club de clase media y personas mayores en un ambiente de incredulidad general y nulo testimonio. De ser así, el problema habría que buscarlo más en el “corazón” que en la cabeza, y afecta más a la práctica que a la teoría. ¿Por qué no hablar simple y llanamente de Escepticismo? Pues es de escepticismo y no de liberalismo de lo que se trata. Es el escepticismo el que se viste de liberalismo para justificarse a sí mismo, pero creo que son cosas bien distintas. Nuestros discursos siguen a nuestros hechos. Sin embargo, el evangelicalismo no se para en distingos, para él todos son iguales; los que estudian con rigor y ciencia la Biblia, que los que niegan su autoridad; los que viven de una forma consecuente con su fe, que los son indiferentes a la misma. Enemigo de lo que ignora, culpa y rechaza a las academias y seminarios teológicos.
Es cierto que en las grandes tradiciones protestantes mu­chos vivien su fe de modo problemático. Se sienten perplejos, la fe senci­lla declina por todas partes, aumenta el ateísmo y la indiferencia. Por eso, los más tradicionalistas —o quizá más comprometidos— llaman a un decidido retorno a los funda­mentos, a los viejos y seguros cami­nos de antaño frente a las novedades apóstatas del modernismo. Los libe­rales se defienden acusando a su vez a los tradicionalistas de no haber sabido adaptarse a los nuevos tiem­pos.1 Si en lugar de haber reaccionado nega­tivamente, con condenas –la mayoría de las veces de parte de una minoría ruidosa- se hubiera continuado en la línea de la comprensión y el compromiso con la verdad del Evangelio según la Escritura, seguros de que su garantía última reside en Dios y no en la débil defensa humana se habrían evitado muchas rupturas y derroche de energías, que era necesario haber empleado en otros frentes. Muchos pastores y líderes cristianos de fines del siglo XIX y comienzos del XX «optaron» por la «solución modernis­ta» para detener el éxodo de los fieles hacia el mundo, que se venía produciendo desde hacía, por lo menos, un siglo; éxodo que ellos no habían provocado con sus prédicas «novedosas», sino que ya estaba ahí, dado por la nueva situación económica de la sociedad industrial, la que les provoca a ellos a intentar detener la hemorragia de fugas desde una perspectiva cristiana, pero relevante, acorde a la exigencia de los nuevos tiempos. En su versión más noble y original el liberalismo fue un intento de devolver a la fe su relevancia ética, espiritual y cultural, en medio de una sociedad que había llegado a creer que Dios no ofre­cía ninguna salvación digna de ser aceptada.2
Juzgada por su intención antes que por sus resultados, la teología liberal fue un esfuerzo tremendo, aunque errático, por ofrecer una respuesta a la Ilustración y a la cultura que ésta alumbró. No podemos entender la teología modernista sin ad­vertir que su interlocutor no era el miembro fiel y dócil de las iglesias; por lo general en los debates intervenían académicos descreídos y filósofos desligados de la fe. La Ilustra­ción marcó el final de la alianza entre el cristianismo y la inteligencia occiden­tal, aunque a efectos sociales y políticos la religión haya venido siendo privilegiada por los Estados hasta hace bien poco. Allí comenzó un nuevo clima de opiniones y sentimientos que poco a poco iban a ir ganando las clases populares. Los evan­gélicos tienen que darse cuenta de esta realidad si quieren emplear más y mejor sus facultades espirituales e intelectua­les. Podríamos hacer una crítica extensa y detallada de los fallos del liberalismo, de sus contradicciones y evidente falta de sentido religioso, pero lo que ahora nos interesa es tomar conciencia de nuestras propias faltas y, reconociéndo­las, emprender el camino de su en­mienda.
El fallo esencial del liberalismo, dicho no por sus detractores, fue la pérdida del sentido de lo sagrado, de la potencia divina, que aún sigue tarando mucho del pensamiento prote­stante. Mircea Eliade, refiere en su dia­rio cómo el protestantismo liberal pre­fiere «un simple hombre y una serie de hechos históricos.» Los teólogos protes­tantes se avergüenzan de Dios»,3 pero todo esto y las críticas y reflexio­nes que podríamos hacer al respecto, no quita el coraje y el valor que representa estudiar de nuevo la Escritura y repensar la propia comprensión de la misma a una luz diferente. La experiencia mo­derna ilustrada aportó datos irrefutables que no se podían inognorar. «Si son reales, lo que se impone es “verlos”, dejando que cuestionen nuestra concepción de Dios, para que la modifiquemos en lo que sea necesario. No se trata de modificar la fe en Dios, y mucho menos de modificar a Dios. Repitamos: Se trata sólo de modi­ficar nuestras ideas acerca de Dios, nuestra imagen de Dios. Igual que no se trataba de negar que la Biblia sea Palabra inspirada, portadora de revela­ción, sino de revisar nuestra concep­ción de lo que son la inspiración y la revelación.»4 «Resistirse sistemática­mente a toda crítica puede parecer celo por la gloria de Dios, pero, de ordina­rio, indica el narcisismo de quien no quiere renunciar a las propias concep­ciones y la inseguridad de quien no se atreve a abrirse al proceso inacabable de “dejar a Dios ser Dios”, exponién­dose a que, una detrás de otra, se le vayan rompiendo sus imágenes.»5
Hasta el día presente los resultados de la teología liberal y de la alta crítica se siguen aduciendo como causas di­rectas de la destrucción de la autori­dad bíblica como Palabra de Dios y del gran crimen perpetrado contra la Iglesia y el mundo.6 «El liberalismo no es cristianismo», decía J. G. Machen en los años veinte del siglo XX, es otra religión, es puro paganismo. Las Iglesias protes­tantes se dividen, se denigran los se­minarios de teología como aulas de impiedad e incredulidad. Se fundan colegios bíblicos con la intención de anular los manuales de teología moderna y poner en su lugar única y exclusivamente la Sagrada Escritura. Al futuro candidato al ministerio evan­gélico le bastará un conocimiento básico y con­servador de la Biblia, y, si es posible, con un gran acopio de citas de memoria. Otros, hasta abandonan los colegios bíblicos, como A.W. Pink, y se bastan a sí mismos con la sola Biblia y sus propias luces y recursos.
El evangelicalismo y su progenie han resultado ex­pertos en controversias y divisiones que, empezando con los liberales, conti­nuó con los propios compañeros de campaña antimoderna y ter­minó en una guerra de todos contra todos, buscando cada cual por su cuenta ser más fiel a los «fundamentos» del Evangelio que el resto. Es una ley universal, fatal: la sospecha y la suspi­cacia desplazan la confianza; materializan sus propios temores. Una escatología triunfalista da lugar a otra derrotista. En este ambiente, lo único que se espera es la inmediata Segunda Venida de Cristo como solu­ción infalible a tanta impiedad y apostasía. No se advierte que ese espíritu de polémica es culpable directo de la debilitación de la fe en medio de la sociedad. Según el Dr. Stewart Lawton, un observador de la Inglaterra de 1650 probablemente no hubiera concebido una alternativa via­ble al calvinismo como forma futura de la religión, hasta tal punto estaba arraigado el calvinismo en los púlpitos y en las universidades. Sin embargo, en menos de la mitad de un siglo, esa teología iba a desaparecer de la escena pública, junto a buen número de grupos y partidos. «Hubo muchos motivos para este notable giro de acontecimientos, pero uno de ellos fue sin lugar a duda que la gente se cansó de tantas controversias sobre temas como la predestinación.»7
Hoy la historia se repite y cuando el evangelicalismo parecía que iba a ga­narlo todo —en lo que se refiere a la escena norteamericana— lo pierde por discusiones bizantinas que no guardan relación con los intereses en juego en la sociedad moderna. Polémicas irritantes que neutralizan el pensamiento y suici­dan los mejores espíritus del evangeli­calismo, que se marchan o mueren aislados; a lo que hay que añadir los escándalos y la corrupción debida a tanto espíritu de superficialidad y ordinariez mental, espiritual y doctrinal.
La Inglaterra victoriana del siglo XIX reunía todas las condiciones para pre­senciar el triunfo evangélico en la na­ción. Las iglesias británicas, aún a principios de siglo XIX, vivían de las rentas de los avivamientos del siglo anterior. La manera evangé­lica de ser era una forma encomiable en la sociedad de la época. Las llamadas iglesias “no conformistas” (ajenas a lazos con el Estado y la Iglesia anglicana), crecían en número, en poder y en influencia, con colegios y academias de prestigio. Muchos políticos acudían puntualmente a los sermones dominicales de los grandes predicadores evangélicos. Pero, al final de la centuria, cuando se cierra el siglo y se entra en el XX, la mayoría de la población pasa de ser una de la más religiosa a la más indiferente. Es por esa época cuando la teología ale­mana y la alta crítica comienzan a intro­ducirse en los seminarios teológicos bri­tánicos, tanto estatales como indepen­dientes. Cunde la voz de alarma. Se buscan culpables. Se señalan las “nuevas ideas” venidas del continente. Charles H. Spurgeon, creyendo que el modernismo se había infiltrado en las iglesias de la Unión Bautista se sale de la misma. Es el período de la Downgrade, que anticipa las controversias que el evangelicalismo va a sostener contra el liberalismo, y se atribuye a Spurgeon un don profético, pues, aunque él se equivocó en este punto, y se quedó solo, sin de nadie, depresivo hasta su muerte prematura. Pero quienes le ensalzan como un héroe de la verdad conceden que, si bien es cierto que en sus días aún no se había introducido la «apostasía» en los seminarios, como él pensaba, ya estaban en germen las semillas que llevarían a la apostasía y que él supo ver con anticipación. Sin embargo, lo único cierto es que el gran predicador londinense se precipitó en su ruptura y sir­vió de justificación a muchos otros que vendrían tras él. Él puso la semilla de la discordia y de la sospecha y, si en rigor, esa semilla ya estaba ahí, él la plantó y le dio alas. Todavía hoy muchos se amparan en el precedente de Spurgeon para justificar sus divisiones. Mediante semejantes acciones el mundo evangélico iba a verse mermado y mi­nado por fisuras internas, incapaces de comprender que la atmósfera espiritual de los tiempos había cambiado y, por tanto, ineficaz a la hora de hacerle frente, de presentar una alternativa de existen­cia humana a la luz de la Palabra de Dios.
Pero esto era lo que los evangélicos se negaban a reconocer: la transformación política, económica y religiosa de la sociedad y, por tanto, la necesidad de repensar la fe en vistas a la nueva situación. Darwin, los movimientos so­cialistas, la idea del progreso, habían entrado en escena; como después lo ha­rían el psicoanálisis, el existencialismo y el secularismo ideológico. La Segunda Guerra mundial representa un giro decisivo en todos los órdenes de factores. Las Igle­sias protestantes de Europa sufrieron un revés del que desde entonces no se han recupe­rado. Algo había cambiado, y mucho. Acusar unilateralmente al liberalismo te­ológico es una falta de responsabilidad: Un pecado de idolatría que no quiere someter su «imagen» de Dios, cons­truida, según se cree, de materiales di­rectamente extraídos de la cantera bí­blica, a la «imagen» de Dios que proyecta la luz de la revelación de Dios.
Veamos algunos ejemplos tomados de la vida de las iglesias británicas para probar de un modo gráfico lo que aquí se mantiene.
En la pequeña y remota isla de Lewis, en las tierras altas de Escocia, renombrada como el punto más bendecido de Escocia en lo que se refiere a sano testimonio evangélico, todo parece marchar como siempre, desde que su nombre fuera aso­ciado al avivamiento del año 1828, cuando toda la isla fue despertada de su formalismo y superstición gracias a la predicación de Alexander Macleod. Tres denominaciones presbiterianas pro­veyeron con sus púlpitos la enseñanza religiosa en la más pura tradición refor­mada. Nada de liberalismo ni alta crítica en sus iglesias. De 1938-1939 tuvo lugar el último avivamiento del que se tiene noti­cia en Escocia. Pero Europa había entrado en gue­rra. Muchos jóvenes fueron llamados a filas. Jóvenes llenos de fe y entusiasmo, vírgenes tocante a coqueteos con el libe­ralismo o la ilustración. La vuelta a casa fue desoladora, no habían pasado por el «virus del modernismo académico», pero traían consigo el descreimiento y la frialdad religiosa. Dejaron de asistir a las iglesias, de creer en las enseñanzas de la Biblia. ¿Qué había ocurrido? «Muchos regre­saron con un vacío espiritual en sus vi­das, confundidos y desconcertados por lo que habían visto en Europa y en otras partes.»8 La guerra había alumbrado un nuevo mundo, un mundo de horror, soledad y desesperación. La deducción que sacará la teología posterior es que Dios murió en las trincheras europeas, en los campos de exterminio como Auschwitz, de tal modo que hoy tenemos una teología pre y post Auschwitz. Pero, incluso en este ejemplo, la teología fue a remolque de la sociedad. Se limitó a levantar acta de un hecho social: la perdida absoluta de la fe, del sentido de la vida y de la providencia divina en las trincheras, ante el fuego enemigo y los horrores de la guerra, guerra en la que saltaron por los aires las ideas de humanidad, progreso, religión, patria, solidaridad.
La notable Misión de Fe escocesa envió a sus hombres, «peregrinos», según se les conoce, a la isla de Lewis a predicar el Evangelio. Todo el mundo sabía que se trataba del viejo Evangelio, el Evangelio que les había reconfortado y ganado sus corazones en años anteriores, pero ahora muy pocos, si alguno, tenía interés en el mismo. Los intrépidos misioneros de fe, con la misma dedicación e idéntica fide­lidad doctrinal, se encuentran con las puertas cerradas allí donde antes se les abrían con generosidad y abundancia. No habían cambiado ellos, ni por efecto del liberalismo ni por la alta crítica: había cambiado la sociedad. «En la actualidad los peregrinos en Escocia e Inglaterra tienen que sembrar la semilla —si es que se les presta atención—, antes de que se pueda pensar en una cosecha”.9 Es evidente que el acercamiento a la gente desde el Evangelio tiene que circular por otros cauces.
Consideremos otro caso paradigmático. Me refiero a William Lax, ministro me­todista en Poplar, Londres, evangélico conservador, y que llegó a ser elegido alcalde de la ciudad. En defensa de la memoria de sus buenos años de for­mación teológica en un seminario de su denominación (1892), sale al frente de los que se sienten traumatizados por los «estragos» liberales, y les dirige estas palabras llenas de jovialidad: «Confórtese quienquiera que tema que la corrup­ción modernista ha afectado a nues­tros jóvenes predicadores. Los colegios son casas de evangelismo así como de estudio.»10
Al comenzar el siglo XX el metodismo inglés se encontraba en una especie de éxtasis espiritual: «Cristo triunfa. Res­piramos una atmósfera cargada de fer­vor. El celo y la devoción se encuen­tran en el punto máximo de acción, esperando el momento de extenderse por todas partes. Las conversiones es­tán al orden del día.» Un domingo sin conversiones era un fenómeno extraño. Los predicadores parecían estar fundi­dos con el Espíritu Santo en un mismo ser. Los llamamientos a nacer de nuevo eran irresistibles. Pero de repente, en cuestión de años, algo cambia. Las escenas de conversión ya no son tan frecuentes como antes. ¿Ha dejado el Espíritu de Dios de actuar en los corazones? se pregunta. ¿Ha sufrido la naturaleza humana una transformación tan radical? «Ciertamente —responde— algún cam­bio sutil pero tremendo ha tenido lugar en la actitud mental y la consideración del mundo por la Iglesia durante la última generación. Es tan general y tan completo que ninguna acusación gene­ral de apostasía puede colocarse en la puerta de la Iglesia. Porque nunca hubo más auténtica ansiedad que ahora entre los seguidores de Cristo de ver extendido el Reino de Dios; y cara al mundo hay una determinación cris­tiana más grande que antes.»11
Las iglesias fieles contemplan que la infi­delidad avanza pese a la reduplicación de sus esfuerzos y lo genuino de su celo. El problema aparte de estar den­tro, está fuera y se precisa una nueva estrategia para darle solución. William Lax apunta a un factor que siempre ha sido el talón de Aquiles del evangelica­lismo: su fragmentación, su falta de unidad y coordinación. Su disposición y prontitud a separarse de un grupo para fundar otro nuevo por cuestiones la mayoría de las veces triviales. Este es el pecado por excelencia del evangelicalismo. Haber elevado al nivel de obli­gación cristiana lo que es a todas luces un pecado grave denunciado en las Escrituras: el cisma, el espíritu divisionario, justificado como «deber de separación», sobre la base de unos textos bíblicos desconectados de su con­texto y en abierta oposición al tenor general de la Escritura. Es el resul­tado: es el caos y la corrupción de la fe, tanto moral como intelectual. Este es uno de los graves problemas que se escabullen tras la pantalla de celo por causa de Dios, en cuya denuncia del liberalismo y sus efectos negati­vos se cierra los ojos a la propia apostasía, a los males internos. «Quiero ver iglesias más eficaces en Gran Bretaña —escribe Lax—. Pero no hay duda de que las iglesias van a atravesar un tiempo difícil. Vivimos en una época de agnosticismo insidioso. Las cosas materiales y mundanas reclaman la atención de las masas. Comparado con hace cuarenta años, las iglesias han perdido terreno». El problema es que trabajamos aislados, no en oposición unos a otros, ciertamente, pero apenas si hay unidad entre nosotros; estamos demasiado ocupados con nuestros asuntos priva­dos. La mayoría de nuestros esfuerzos se desperdician. Necesitamos unirnos más, cerrar filas y avanzar hombro con hombro. ¿Qué no se puede llevar a cabo con un Evangelio como el que Cristo nos ha confiado? No nos equivoquemos. Inglaterra ne­cesita a Cristo más que nunca, aun­que no sea consciente de ello. El mundo entero necesita el Agua de Vida.12 El «evangelicalismo» hace aguas no por culpa del liberalismo o modernismo, sino por su propia in­capacidad de ofrecer respuestas a la cultura, a la sociedad moderna y también por la ausencia de hombres notables entre sus filas, de personas de fe, devoción y sabiduría que, desde la Escritura y la experiencia creyente, sepan responder las pre­guntas que realmente hay que responder.
La fe cristiana vivida a conciencia, con el corazón y la mente, nunca ha sido popular ni mayoritaria. Soren Kierkegaard decía que no se encuentra un caballero cristiano a la vuelta de cada esquina. No hay que engañarse respecto al pasado y una ver­sión más o menos romántica de la histo­ria de antaño y de los grandes avivamientos espirituales pasados. En el siglo XIX había mucha religión en Europa, pero ¿cuánto cristianismo auténtico? Las igle­sias se llenaban, pero ¿por qué causa? ¿Qué atraía a los congregantes? Según un contemporáneo se iba a los cultos para disfrutar de la elocuencia del predicador. «La mayoría de los predicadores popula­res no procuraban tanto convencer como discutir un tema de un modo maestro y elocuente y pasar un “buen tiempo”».13
El púlpito dominaba la vida social de la era victoriana y la gente comentaba en la barbería el sermón del domingo como hoy se pueda hacer respecto al fútbol o la política. Los predicadores eran antaño el equivalente de los modernos ídolos del cine, o del deporte, o de la política. Muchos iban a «paladear» un buen ser­món, de ahí la perniciosa costumbre de cambios frecuentes de membresía eclesial en búsqueda de un lugar cómodo y de iglesias que no eran centro de comunión y servicio responsable a la comunidad y desarrollo de los dones de Dios, sino centros de predicación con una mínima expresión de vida comunitaria y cutual. Versión antigua y precedente del consumidor moderno que alegremente pasa de un supermercado a otro por el gusto de la compra. Era de esperar que cuando el nuevo mundo de la comunicación y del espectáculo se introdujera en los hogares en virtud de la técnica, la fe de muchos se enfriara y desapareciera, porque nunca la hubo. Culpar al liberalismo teológico de semejante vacío es una tontería suprema. Siempre es más cómodo y menos com­prometido sentarse en casa delante de un aparato de radio o de una televisión y elegir entre los programas el mejor. Los con­servadores perdieron la batalla en sus propias iglesias, delante de sus narices. Otros, que tienen a sus iglesias por más dignas y más serias, en cuanto represen­tan una tradición teológica más elabo­rada y una liturgia responsable sin técni­cas de espectáculo, pasan por alto el daño producido por las controversias en torno a las proposiciones a creer y los supuestos errores a evitar, en lugar de cuidar la comunión personal de los cre­yentes en Cristo y el pleno desarrollo de sus dones espirituales y facultades natu­rales en el arte, la ciencia y la vida pública. Es fácil culpar a los demás de nuestras propias carencias y de nuestras faltas. Piensa el pobre que el rico lo es a su costa, pero no siempre es el caso.
Muchos liberales tuvieron al menos el coraje de salir a la calle y entrar en las universidades para encontrarse con el hombre del mundo,14 mientras que el evangelicalismo lamentaba las pérdi­das e intentaba detenerlas ensanchando aún más la sima que los alejaba del mundo de la cultura y producía más bajas todavía, cerrando fatalmente el círculo de la frustración y la impotencia. El resultado iba a ser catastrófico en todos los niveles. Dejada la cultura a su propia suerte, los hijos propios de la iglesia se iban a encontrar abandonados a su vez a su suerte, sin referencias ni puntos de apoyo en qué sostenerse, de naufragio en naufragio tan pronto entraban en contacto con el mundo moderno en las escuelas y universidades. Las iglesias creían que cerrando puertas y ventanas evitarían el veneno del liberalismo y del moder­nismo, y lo que hacían era asfixiar a sus mismos hijos y verse, por tanto, huérfano de ellos.
El evangelicalismo cayó en la trampa del sectarismo. Orgullosos de su sana doctrina, inmaculada y virgen antes, en y después de su parto dogmático, lo único que quedaba era consolarse de que «entre los pequeños grupos religiosos podemos en­contrar un puerto seguro para el evange­licalismo».15 Semejante manera de interpretar la historia de la Iglesia cede a la tentación derrotista que ve mermada en su minoría sus prejuicios escatológi­cos sobre la inmediatez del fin del mundo como respuesta divina a la apos­tasía general de la Iglesia. Mientras tanto estas iglesias último refugio y bas­tión de la ortodoxia, se desgarran inter­namente por cuestiones mínimas y asun­tos secundarios. Incapaces de ofrecer una nueva interpretación de la doctrina, quizá por miedo a caer bajo sospecha de herejía se enredan en cuestiones domés­ticas que debilitan aún más la conciencia y el número del «remanente». De modo que se sana el cuerpo al costo de su vida, muy en sintonía con aquellos médicos sangradores de antaño. Si fuera cierta la leyenda que asegura que los liberales vaciaron las iglesias lo contrario también tendría que ser cierto, a saber, que los conservadores las llena­ron. Pero la triste realidad es que las iglesias más estrictas en su doctrina y política eclesial, como los Strict Baptist (Bautistas Estrictos), fueron los que mas pérdidas experimentaron en el periodo de entreguerras (1918-1945). La vuelta a la «ortodoxia» de muchos púlpitos, de nin­gún modo supuso la vuelta de la feligre­sía, porque no era una cuestión de orto­doxia versus heterodoxia, sino de algo mucho más profundo y difícil: un cambio de mentalidad propiciado por los nuevos medios de producción, por la revolución industrial, el acceso de las masas al consumo, el avance de las ciencias en todos los campos.
Ese tipo de iglesias –refugio y puerto de la sana doctrina– comenzó a desarrollar una hostilidad abierta contra el estudio académico y a la misma labor teológica a la que se hacía culpable de todos los males. La oposición a la teología, ya en general y sin discriminar, llevó irreme­diablemente a la imperdonable supre­sión de ministros y pastores competentes al frente de las comunidades, lo que incidía negativamente en el crecimiento de las mismas. En las Iglesias Bautistas Estrictas, reducto y bastión de la «ortodoxia» calvinista, se produjo un vacío pastoral rellenado por predicadores itinerantes, que sólo como medida de emergencia podía justificarse, con la consiguiente paralización de toda la vida cristiana, ya en el orden espiritual ya en el intelectual. «La ausencia de liderazgo pastoral se debe contar entre las mayores deficiencias de la época. Algunas veces diáconos obstinados, a menudo el único miembro masculino, asumía un liderazgo dictatorial... cuya ambición era aferrarse a su posición y autoridad contra el llamamiento a un pastor».16 La casa hacía goteras por todas partes. Pero en lugar de ponerse a repararlas debidamente se permitía la indulgencia de acusar ciegamente a los seminarios teológicos de ser focos infectados por el liberalismo. «El resultado fue que, durante varias generaciones, las iglesias buscaron pastores mala­mente formados.» Muchas congrega­ciones dejaron de existir.17
Sobra decir que el paroxismo antili­beral, o antí lo que sea, desvía la atención de la realidad y produce un mecanismo de autodefensa costoso e inservible por cuanto el enemigo está dentro y no fuera de casa. No olvidemos la advertencia de la Escritura que dice: «Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios» (1 Pedro 4:17). No se puede ni se debe usar el liberalismo, o cualquier otra etiqueta, como un arma arrojadiza para eliminar lo que disgusta o no se entiende. No es prudente, ni es critiano.

* Alfonso Ropero, Teólogo, Doctor en Filosofia y escritor.
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1 “The question has been asked whether the Evangelical Moder­nist view of the relation of Chris­tian faith to truth and to history, and in particular the Evangelical Modernist view of Jesus Christ, can furnish forth a Gospel for sinful and suffering humanity. A negative answer to this question is confidently given in many quar­ters. Yet a candid survey of the facts does not bear out this nega­tive. The prevalent neglect of pu­blic worship and the rampant pa­ganism of our time are often addu­ced as the obvious results of our having strayet from the right path. But the evils might with just as much show reason be laid at the door of traditionalism, as the inevi­table result of traditionalists ha­ving failed to move with the times” (Dr. Cecil John Cadoux, Macken­nal Professor of Church History and Vice-Principal at Mansfield College, Oxford. The Case for evangelical Modernism, p, 173. Hodder and Stoughton, Londres 1938).
2 "Una de las razones de la pér­dida de fe religiosa en la sociedad occidental contemporánea puede muy bien ser que muchos indivi­duos han llegado a pensar que Dios no ofrece una salvación real en los problemas concretos de la vida" (David A. Pailin, El carácter an­tropológico de la teología p, 257 Sígueme, Salamanca 1995.
3 Mircea Eliade, Fragmentos de un diario p, 13, Espasa Calpe, Madrid 1979.
4 A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirma­ción plena del hombre, p, 31. Sal Te­rrae, Santander 1986.
5 A.Torres Quciruga, ob. cit. p. 38.
6 "I feel profoundly that the Higher Critics have perpretrated a great crime on the church and, indeed, on the world. Their influence has, from the standpoint of the present day, been a decidedly and a negative one. I am prepared to believe that not all of them may have meant to be negative. But I am entirely convinced that one hundred years of their ascendency in the church in this land (to look no further afield) has been little short of catastrophic» (Mau­rice Roberts, "The Guilt of the Higher Critical Movement» The Banner of Truth Magazine, p, 1 August-September 1992.
7 S. Lawton, Truths that Compelled, p. 52. Hodder and Stoughton, Londres 1968.
8 Andrew A. Woolsey, Channel of Revival, pp, 112-113, Faith Mission Press, Edimburgo 1982.
9 Colin N. Peckham, Heritage of Revi­val, pp. 102-103. Faith Mission Press, Edimburgo 1986.
10 Willian Lax, Lax of Poplar. His Book. The Autobiography, p. 131, Epworth Press, Londres 1937.
11 Id, p, 150.
12 Id, p. 225.
13 Keri Evans, My Spiritual Pilgri­mage, p, 53. Pickring, Londres 1945
14 «Al no serme posible admitir que la fe sea inaceptable para la cultura y la cultura para la fe, la única alternativa posible era intentar la interpretación de los símbolos de la fe a través de las expresiones de nuestra propia cultura» Paul Tillich, Teología Sistemática, vol. III, pp, 14,15, Sígueme, Salamanca 1984.
15 E.J. Poole-Connor, Evangelicalism in England, p. 260. Henry E. Walt-, Wortbing 1966,
16 Allen Miller, “Up North of England Churches Then and Now”, en Grace Maga­zine, p. 8. Mayo 1995
17 Nigel Lacey, id, p. 11
Fuente: Lupaprotestante, 2010.

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