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domingo, 28 de noviembre de 2010

A NOVEDAD DE VIDA HEMOS SIDO LLAMADOS/AS

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México.

1. Novedad de vida y Reino de Dios

La tradición juanina es la que insistió con mayor intensidad en las palabras de Jesús relacionadas con la vida traída por Jesús al mundo y centralizó en su persona misma la forma en que Dios ha hecho presente su intención de dotar a la existencia humana de una dignidad y plenitud que le permita sobreponerse a las adversidades y oposiciones para su realización. Cada ser humano es confrontado con la novedad de vida ofrecida por Jesús a fin de que logre salir de sus propias tinieblas para atisbar la posibilidad de sumarse, en la medida de sus fuerzas, a la praxis efectiva de los valores del Reino de Dios, como prenda de su plenificación en el futuro. De ahí que la propuesta de Jesús, al mostrarse él mismo como “camino, verdad y vida” (Jn 14.6) asimila el pasado tradicional anunciado por la frase histórica “Yo soy…”, tomada del acontecimiento del Éxodo, para proyectarlo hacia un presente continuo en donde la primacía de la vida como existencia plena y digna sea el eje alrededor del cual giren las demás realidades.
Este énfasis liberador, más que la insistencia en los aspectos meramente religiosos, trasciende las fronteras de una comprensión más limitada de la vida, como sobrevivencia, pues como bien anticiparon salmos como el 128, la vida no puede merecer ese nombre si se experimenta como carga y esfuerzo sin sentido (vv. 1-2): es trabajo en vano que sólo ocasiona fatiga y frustración. La presencia de Dios en la vida, sugiere el salmo, constituye la razón de ser de todo, el motor y la plataforma a partir de la cual todo encontrará no solamente un significado sino también las posibilidades reales de articular proyectos de vida acordes con los valores introducidos al mundo por la esperanza en la venida del Reino de Dios. De modo que las afirmaciones juaninas sobre la calidad de la vida, ligadas a la persona de Jesús, no son únicamente fórmulas prescriptivas acerca de una existencia idealizada. Así lo explica C.H. Dodd: “Al introducir el concepto de ‘vida eterna’ en el contexto del pensamiento filosófico griego, el evangelista ha suprimido, sin embargo, la cualidad abstracta y estática que es connatural al ‘misticismo’ griego o helenístico […] Aquí la afiliación de su pensamiento a antecedentes hebreos es importante porque la concepción hebrea de la vida entraña siempre las ideas de acción, de movimiento y de gozo”.[1]
Como se ve, para esta tradición no existió contradicción entre los alcances escatológicos de la vida nueva (y eterna) anunciada por Jesús y los ideales y esperanzas antiguos, centrados en la afirmación de una vida larga, próspera y acompañada por una gran familia, resumen de las creencias sobre la forma en que Dios bendecía de verdad a su pueblo. Más bien, el cambio de matiz está en que la calidad de vida con que ahora se afronte el nuevo éon (la nueva etapa del plan de Dios en el mundo) no puede verse disminuida por los factores externos que se oponen a la realización del Reino de Dios en el mundo, por lo que la nueva vida es, por decirlo así, la “excepción ética” que el mundo se niega a reconocer como don divino y que, por ello, la combate porque los valores opuestos (anti-valores en realidad), instalados también en el mundo, libran una intensa lucha contra los criterios producidos por la acción de Dios. En este sentido, los portadores de la nueva vida tienen bien ubicada su trinchera al contraponerse a los “ímpetus del mundo” mediante la práctica de una existencia al servicio de los designios divinos. Ésa es la razón por la que las comunidades relacionadas con el “discípulo amado” se volvieron tan exigentes incluso con los integrantes de otras comunidades cristianas de la época, pues consideraban que la simpatía por el mundo en cuanto espacio de negación de la vida procedente de Dios era un retroceso a las formas de vida ya superadas por la venida del Reino anunciado por Jesús.
2. Novedad de vida, capacitación para luchar por la justicia
En Juan 14, la vida y la luz que emanan de Jesús, son algo anhelado por los discípulos que sienten que su señor y maestro los abandona. En diálogo con Pedro, Tomás y Felipe, él mismo les reitera cómo habrá de manifestarse la presencia de Dios en medio de la comunidad: “Vendrá pronto el momento en que, aunque él sea invisible para el mundo, sus discípulos lo verán; viéndole (y, por tanto, poseyendo la visión de Dios), tendrán vida; tendrán ese conocimiento de Dios que es participación real en la inhabitación mutua del Padre y del Hijo”.[2] Por ello, las acciones de vida y esperanza de los integrantes de la comunidad cristiana representan una auténtica epifanía de la vida ofrecida por Dios en Jesús al mundo, cuyo anticipo máximo es la resurrección. No hay que esperar la muerte para comenzar a disfrutar de la vida eterna pues ésta comienza en el momento mismo en que se asume la obra redentora de Jesús como baluarte de la existencia. La vida tiene que desdoblarse y reproducirse en formas creativas que manifiesten con “obras de justicia” el obligado contraste entre la luz y las tinieblas, para utilizar el lenguaje juanino. Si este contraste se difumina o nubla, las obras de vida quedarán sometidas al poder de la injusticia y la maldad, en algo tan incongruente con la magnitud del esfuerzo divino al que estos textos hacen referencia.
El chileno Gastón Soublette lo expresó impecablemente en su poema “Rostro de hombre”:
La primavera sólo sabe responder con flores e insectos
Y los volcanes con fuego y cólera
La vida sólo sabe responder con la vida
¿No era eso lo único que deseamos a través de nuestra azarosa existencia?
Pues la vida se manifestó
y Pedro y Juan la vieron.[3]
La esperanza en el regreso de Jesús, tal como la muestra Jn 14, ha de entenderse, entonces, como una afirmación de que la vida derrotará a la muerte, pero con “obras de justicia”, pues tal como lo expresó el apóstol Pablo, los creyentes, hijos e hijas de Dios, poseídos ahora “por la vida de Jesús” (II Co 4.10: “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos”) y poniendo a funcionar la vida en su máxima expresión (4.12: “De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida”) los/as capacite para actuar en un sentido muy diferente al que prevalece en el mundo: “De igual manera el pecado ya no tiene poder sobre ustedes, sino que Cristo les ha dado vida, y ahora viven para agradar a Dios. Así que no dejen que el pecado los gobierne ni que los obligue a obedecer los malos deseos de su cuerpo [no desperdicien la vida]. Ustedes ya han muerto al pecado, pero ahora han vuelto a vivir. Así que no dejen que el pecado los use para hacer lo malo. Más bien entréguense a Dios, y hagan lo que a él le agrada” (Ro 6.11-13, Traducción en Lenguaje Actual; RV 1960: “…sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia”).
Esta acción de poner los miembros, el ser, la persona entera “al servicio de la justicia” es la manifestación máxima de la vida de Dios en el mundo a través de una práctica humanizante, dignificante y plenificante de la existencia en todas sus formas y manifestaciones.
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[1] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 159.
[2] Ibid., p. 405. Énfasis agregado.
[3] G. Soublette, “Rostro de hombre”, en L. Cervantes-Ortiz, ed., El salmo fugitivo. Antología de poesía religiosa latinoamericana. Terrassa (España), CLIE, 2009, p. 496.

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