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martes, 23 de diciembre de 2014

La metáfora de Dios encarnado. ¿Qué significa para las Iglesias?



Por. John HICK
En relación con Jesús, parece más probable que él se entendiera a sí mismo como el llamado a desempeñar el papel del profeta final ante la inminente irrupción del reino de Dios en la tierra. Este fue, como él lo debe haber entendido, un papel humano único y crítico. Al aceptar esta visión escatológica, la Iglesia primitiva esperó en un estado de expectación ansiosa a que él volviera otra vez como el agente de Dios en el día final con toda su gloria y poder. Sin embargo, con el desvanecimiento progresivo de esta expectativa, la fe de los primeros cristianos en el señor Jesús lo transformó desde una condición inicial de profeta hasta ser el hijo semidivino de Dios, para encarnar, finalmente, la imagen plenamente divina del Dios–Hijo, Segunda Persona de una Deidad triple. Los documentos del Nuevo Testamento, creados durante los primeras fases de esta transformación, incluyen tanto escenas retrospectivas del Jesús histórico como anticipaciones del Cristo verdaderamente divino que sería definitivamente proclamado cuando el Cristianismo se convirtió en la religión del Imperio.
El papel de Jesús como profeta escatológico dejó de ser relevante cuando su expectativa de un final temprano a la historia humana común demostró ser errónea. (Este hecho no es siempre afrontado a fondo por los defensores de la ortodoxia tradicional. ¿Cómo pudo Dios-Hijo haber estado tan terriblemente equivocado?). Pero había otro aspecto de la enseñanza de Jesús que continuó siendo relevante. Brotó de lo que tuvo que haber sido una extraordinaria y poderosa conciencia de Dios como Padre Celestial y de una nueva forma de vida que se vuelve natural en su presencia. Esta nueva forma es la completa confianza en Dios, la preocupación sincera por los semejantes, la no-violencia, el perdón y el servicio a los demás, que en el caso de Jesús consistió en una vida dedicada a la curación y la enseñanza. Porque no sólo enseñó esta forma de vida, sino que la vivió y la encarnó, la memoria de Jesús, guardada en la Iglesia, sigue viva y poderosa en nuestros días.
En su condición de profeta del reino inminente de Dios, Jesús no tuvo intención de fundar una Iglesia que le continuase, ni una nueva religión separada del judaísmo. No obstante, lo que conocemos como “cristianismo” surgió a pesar de todo, convirtiéndose el Nuevo Testamento en su documento fundacional. Este refleja tanto las memorias de recuerdos sobre Jesús como la progresiva apropiación que la Iglesia hizo de su figura y de su deificación. La mezcla en el Nuevo Testamento de historia y teología, memoria y proyección, puede así ser utilizada -según el enfoque histórico o doctrinal que se elija- para criticar o apoyar la creencia comúnmente desarrollada de Jesús como encarnación de Dios. Que uno vea la doctrina de la encarnación como ya implícitamente revelada en las palabras y las acciones de Jesús, o que la vea como parte de la creación gradual de la Iglesia, depende de la selección que cada uno haga del material procedente del Nuevo Testamento. El elemento individual más importante para orientar esta selección es probablemente la actitud de cada uno hacia la propia Iglesia. ¿Tiene la Iglesia y prolongada historia un valor de tal magnitud que deberíamos pasar por alto las serias dudas históricas relativas a su pretensión de contar con la confirmación divina? ¿O es la Iglesia una institución tan ambigua y su pretensión de preeminencia religiosa tan dudosa, que uno no halle razón alguna para rechazar estas dudas sobre su fundamento y su carácter supernatural?
He percibido una y otra vez en las discusiones teológicas que éste es el verdadero y determinante tema central. Lo que está en juego es la creencia tradicional de la superioridad única del cristianismo personificada en la Iglesia y en la cultura occidental. Aquellos que se hallan profundamente comprometidos con esta postura tienden a ver dentro de los datos ambiguos del Nuevo Testamento al Jesús cuya divinidad proporciona a la Iglesia una fundación divina. Por otra parte, aquéllos que han entendido las grandes religiones y culturas del mundo, incluyendo al cristianismo, como formas diferentes pero -hasta donde podemos afirmar- igualmente válidas como respuesta a lo Trascendente, son proclives a leer las evidencias de los orígenes cristianos de forma diferente.
Sin embargo, creo que es justo decir que el peso de la prueba, o más bien justificación, yace ahora pesadamente sobre la ortodoxia tradicional. La comprensión anterior del Nuevo Testamento, según la cual el mismo Jesús reclamaba claramente un estatus divino, ha sido abandonada por los estudios responsables, y la creencia en la divinidad de Jesús ha tenido que retroceder a la idea de una reivindicación implícita. En un caso como éste, la idea de una “reivindicación implícita” es un fundamento más frágil de lo que habría sido la autoridad directa del Señor. Una visión amplia de la situación se caracteriza por el retroceso o la retirada que se apartan de una certeza basada en un pronunciamiento divino, y llegan a una probabilidad basada en evidencias históricas que se vuelven objetos de discusión. Más aún, el creciente número de intentos de enfrentarse a este desafío para explicar inteligentemente la doctrina de la encarnación -con la consiguiente comprobación de que sólo persuadía a unos pocos, y con los defensores de cada posición criticando los defensores de las otras posiciones-, solamente ha añadido un clima de confusión a aquel retroceso o retirada.
La alternativa a la ortodoxia tradicional no tiene que ser la renuncia al cristianismo. Otra opción más constructiva es la de continuar el desarrollo de la autocomprensión cristiana en la dirección sugerida por la nueva conciencia mundial de nuestro tiempo. ¿Hasta qué punto es probable que esto nos empobrezca? ¿Llegarán los cristianos a ver el cristianismo como una manera auténtica entre otras de concebir, experimentar y responder a lo Transcendente, y llegarán a ver a Jesús de una manera coherente con esta visión, como a un hombre que estuvo excepcionalmente abierto a la presencia divina, y que de este modo encarnó en su más alto grado el ideal de vida humana vivida en respuesta a lo Real?
La respuesta verdadera probablemente sea “sí y no”. Algunos cristianos se están moviendo en esta dirección y lo van a continuar haciendo, pero otros muchos no se mueven. En este momento (1993) todavía hay una tendencia ideológica general hacia la derecha en el seno de la mayoría de las Iglesias y la posición de la mayor parte de ellas es incluso de rechazo a cualquier discusión sobre estas materias. Se da una correlación de esta actitud con el surgimiento de muchas formas y grados variables de mentalidad nacionalista del tipo “nosotros–contra–ellos”, que conlleva implícitamente la correspondiente impopularidad de visiones más amplias, sean estas políticas o religiosas.
Al mismo tiempo, aunque en menor escala, hay un movimiento continuo hacia una perspectiva mundial, hacia un respeto para otras culturas y creencias y para con las minorías en el seno de nuestra propia sociedad, asociado a menudo a un rechazo del odio y la violencia típicos del nacionalismo contemporáneo, así como una preocupación responsable por la tierra y por su atmósfera, como una entidad frágil que es nuestra y de todas las formas de vida que se dan junto a nosotros. Entre los cristianos que comparten esta visión mundial existe a menudo la idea común de que el cristianismo es una más de entre una gran cantidad de percepciones diferentes de lo divino, y de que Jesús era un gran profeta humano y siervo de Dios.
Cuestionar la idea de Jesús como una encarnación literal de Dios implica también cuestionar la idea de Dios como la de literalmente tres personas en una, puesto que la doctrina de la Trinidad se deriva de la doctrina de encarnación. Si Jesús fue Dios en la Tierra, también tiene que haber sido Dios en el cielo, de manera que la teología cristiana requería por lo menos en este sentido una doble divinidad. Cuando el Espíritu Santo, no diferenciado en un principio del espíritu de Jesús, fue añadido como una hypostasis distinta, la doble divinidad se convirtió en trinidad. Pero para una forma no-tradicional del cristianismo, el símbolo trinitario no se refiere a tres centros de conciencia sino a las tres formas en las que el Dios único es humanamente conocido – como creador, como transformador y como espíritu interior. No necesitamos redefinir estas formas como tres personas distintas.
Pero antes de abandonar la antigua tradición teológica, debemos preguntarnos: ¿no hay un gran valor religioso en la idea de la encarnación divina, literalmente entendida, que justifique que la mantengamos? Sí y no. De hecho hay sentidos en los cuales una encarnación divina literal (suponiendo siempre que la idea fuera viable) sería de un gran valor religioso. Pero estos variados valores están disponibles también, de formas diferentes, en otras tradiciones; o, en otros casos, cargan consigo un lado oscuro con implicaciones inaceptables.
De esta forma, en virtud de la doctrina de la encarnación (suponiendo que sea una idea viable), el cristianismo es una fe histórica, firmemente enraizada en el terreno de la historia y que revela a Dios presente entre nosotros en medio de la vida humana. Dios es, de acuerdo con la frase de H.H. Farmer, “intrahistórico” (Farmer 1954,195). Y desde el punto de vista occidental al menos, esto constituye un valor muy positivo. Pero se debería observar que el cristianismo no es la única religión que entiende a Dios con una presencia activa en la tierra y como parte del devenir histórico. El judaísmo, el islamismo, y el sikhismo también ven la presencia activa de Dios en este mundo, guiando una comunidad, interviniendo milagrosamente en momentos cruciales de la historia, y de este modo profundamente implicado en los sucesos humanos. La idea de la encarnación divina en Jesús es de esta forma una manera, pero no la única, de dibujar la “intrahistoricidad” de Dios. De forma diferente, y con mucha menos preocupación por la historia cronológica, la fe hindú entiende también lo divino como parte de este mundo, situado en las profundidades de nuestro propio ser. Y también de una forma diferente, el budismo mahayana está centrado en el re-descubirmiento de la extraordinariedad del mundo común a través del despertar a la sorprendente identidad de samsara, el ciclo del cambio, del sufrimiento y de la ansiedad; este despertar se da cuando es experimentado el samsara de una forma desinteresada, con la bendición del nirvana.
De manera semejante, en la encarnación (suponiendo todavía esta idea como viable), Dios se nos ha hecho conocido con una franqueza y una plenitud que no habría sido posible de otra forma. En palabras de Brian Hebblethwaite, hay en la encarnación un “potencial elevado y creciente para el conocimiento humano de Dios y la unión personal con Él, introducida por la propia presencia y los propios actos de Dios en forma humana, anulando de este modo el vacío que separa creador y criatura. El carácter de Cristo es para nosotros el carácter revelado de Dios, y se convierte en el criterio para nuestra comprensión de su naturaleza y de su voluntad. (...) El amor de Dios nos es inmediatamente comunicado a través de la propia presencia encarnada de Dios entre nosotros” (Hebblethwaite 1987, 35). El sentido de esta afirmación está en que si Jesús fue Dios encarnado, muchos hombres y mujeres en la Palestina del siglo I se encontraron a Dios cara a cara, y las subsiguientes generaciones lo continúan haciendo en imaginación a medida que leen los evangelios y participan de la Eucaristía. Si aceptamos la doctrina de la encarnación, creemos que el clemente y sin embargo exigente amor que vemos en Jesús es, literal e idénticamente, el amor de Dios, expresado en su forma más completa por el sacrificio de expiación de Jesús en la cruz. Esto, efectivamente, constituiría un gran beneficio religioso.
Sin embargo, incluso este valor central se ve oscurecido por su propio lado sombrío, con lo que ha sido denominado como “el escándalo de la particularidad” o mejor, el escándalo del acceso restringido, o de la revelación limitada. Pues, ¿por qué este gran beneficio está restringido a una minoría del género humano? ¿Por qué ocurrió sólo en una fecha relativamente tan reciente en la historia humana? Y ¿por qué sólo dentro de una de las mayores corrientes de la vida humana? ¿Por qué no también en las grandes antiguas civilizaciones de China y la India, y por qué no también en las muchas sociedades tribales más pequeñas de África, América, Australasia, Europa de Norte y Asia? Vimos en el capítulo 9 que desde el punto de vista de un teólogo tan ortodoxo como Tomás de Aquino, podría no haber en principio ninguna objeción a una pluralidad de encarnaciones divinas. Entonces cuanto mayor sea el beneficio de la encarnación como una revelación del amor de Dios, tanto mayor será la contradicción de esa revelación con su restricción a una única manifestación que afecta solamente a una minoría de la humanidad. Pues una implicación de la creencia tradicional cristiana en una única encarnación divina es la limitación arbitraria de un interés divino y salvador hacia un sector particular del género humano.
El único tipo de teología para el que una pluralidad de encarnaciones divinas no tendría sentido sería una de tipo fuertemente exclusivista que sostiene que el propósito principal de la encarnación fue que Jesús debía morir por nuestros pecados, y que solamente podemos recibir la salvación si conscientemente entendemos su muerte como una expiación en favor nuestro. Pues basta una muerte expiatoria para beneficiar de ella a todo aquél que sepa de ella. Esto es, como Richard Swinburne dice, “un argumento a favor de una revelación final mayor, que da noticia de esa expiación” (Swinburne 1992, 76). Pero este exclusivismo fue rechazado por la Iglesia Católica de Roma en el Vaticano II y está principalmente confinado a los fundamentalistas teológicos protestantes. Para la gran mayoría de los teólogos cristianos, que hoy en día se dividen en inclusivistas o pluralistas, no hay base para tal argumentación.
No es una respuesta adecuada decir que la Iglesia tiene un deber de evangelizar el mundo y que la encarnación es, de este modo y a través de la Iglesia, un acto en favor de toda la humanidad. Pues, ¿cómo podría ser una expresión de amor infinito el haber encargado especialmente la revelación de ese amor a un grupo humano inadecuado, que ha mostrado haber fracasado definitivamente en su proyecto de convertir al mundo? Si la idea de una encarnación divina en la vida humana es viable, ¿por qué Dios no se ha encarnado tantas veces como hubieran sido posibles para abarcar el mundo entero? No sé de ninguna respuesta convincente que se haya dado a esta cuestión. El escándalo del acceso restringido, o de la revelación limitada, vicia de ese modo lo que de otra forma hubiese sido el valor supremo de la encarnación divina.
Otro gran valor religioso de la encarnación (continuando todavía en la suposición de que se trate de una idea viable) sería que revela a Dios como partícipe, a través de la vida y muerte de Jesús, de nuestro sufrimiento humano. Por supuesto, si Dios es omnisciente, Dios conoce todo el sufrimiento humano cuando sucede, y si Dios está sometido al devenir, y es capaz de sufrir (algo que sin embargo el Concilio de Calcedonia negó categóricamente [en su preámbulo, el decreto de Calcedonia declara que “Este Sínodo (...) depone del sacerdocio a aquellos que se atrevan a decir que la Divinidad del Unigénito es pasible”. Hasta hace relativamente poco tiempo, la teología ortodoxa consideraba que la divinidad implica inmutabilidad e impasibilidad]), entonces Dios es, según las palabras de A.N. Whitehead, “el sufridor compañero que demuestra comprensión” (Whitehead 1919, 496). Pero, Brian Hebblethwaite explica que “solamente si podemos decir que Dios mismo ‘llevó nuestras penas’ en la cruz, podemos encontrarle universalmente presente ‘en’ el sufrimiento de los demás... Esta dimensión completa de la doctrina cristiana de la encarnación, su reconocimiento de la naturaleza costosa del amor misericordioso de Dios, y su percepción de que solamente un Dios sufriente es moralmente creíble, se pierde si el involucramiento de Dios queda reducida a un asunto de ‘conocimiento’ y ‘compasión’” (Hebblethwaite 1987, 36). La idea de un sufrimiento divino atrae a muchos hoy en día, aunque hasta épocas bien recientes fue considerada oficialmente como errónea, y eso, incluso, de manera peligrosa: Dios era inmutable e impasible, y fue con la naturaleza humana -no divina- de Jesús, con la que sufrió en la cruz. La noción de un Dios sufridor apunta sospechosamente hacia el antropomorfismo - que oscurece la total concepción de la encarnación divina. (Jacob Neusner señala que “el antropomorfismo es un género del que la encarnación constituye una especie”, Neusner 1988, 11). Sin embargo, dada la general aprobación contemporánea de la idea, se ha de añadir que, como Frances Young ha dicho, “Jesús no es la única evidencia de un Dios doliente” (Young 1977, 37). La Biblia hebrea señala el amor doliente de Dios por Israel. Y mirando desde una perspectiva más amplia, no se encuentra ninguna falta de expresión de la presencia de Dios en del sufrimiento humano. Por ejemplo, la literatura del islam incluye pasajes tan vivos como el de Rumi: “Dios dijo: uno de mis siervos favoritos y elegidos se enfermó. Yo soy él. Considera bien: su dolencia es mi dolencia, su enfermedad es mi enfermedad” (Nicholson 1978, 65). De modo parecido escribió el místico y activista social sik contemporáneo Kushdeva Singh:

La gente va a los templos
a saludarme...;
qué simples e ignorantes son mis hijos,
que piensan que vivo aislado... ¿Por qué no vienen y me saludan
en la procesión de la vida, donde yo habito,
en las granjas, en las fábricas y en el mercado,
donde aliento a los que ganan el pan con el sudor de su frente?
¿Por qué no vienen y me saludan en las barracas de los pobres,
y me encuentran bendiciendo a los pobres y necesitados
y secando las lágrimas de las viudas y los huérfanos?
¿Por qué no vienen y me saludan
al borde del camino,
y me encuentran bendiciendo al mendigo que pide pan? ¿Por qué no vienen y me saludan
entre aquéllos que son pisoteados por los orgullosos de alma y poder,
y me contemplan sosteniendo su sufrimiento y derramando compasión?
¿Por qué no vienen y me saludan
entre las mujeres hundidas por el pecado y la vergüenza entre las que me siento para bendecirlas y levantarlas?
Estoy seguro de que nunca me pueden echar de menos
si me intentan encontrar entre el sudor y la lucha por la vida
y en las lágrimas y las tragedias de los pobres (Singh 1974, 31-32).

Este valor particular -la revelación del amor divino en el Dios crucificado- ha sido, por supuesto, expresado tradicionalmente en la doctrina de la expiación. En los capítulos 11 y 12 argumenté que esta doctrina ha sido un error, que nos ha traído implicaciones éticas inaceptables y ha sido contraria a las enseñanzas de Jesús; y no necesito repetir el argumento aquí.
También se ha dicho que entrando a y siendo parte de la experiencia humana del sufrimiento, Dios confronta y toma la responsabilidad última de la presencia del mal dentro del universo creado. Éste es un pensamiento interesante. Como lo expresé en escritos anteriores (1968), “es parte del significado del monoteísmo cristiano, decir que existe un ser último que es responsable moralmente, que es absoluto amor y bien, en el cual podemos confiar en medio de las dificultades y ansiedades del desdoblamiento gradual, para nosotros, de la realidad en el tiempo. Somos confiados a esta confianza al ver la responsabilidad divina en acción en la tierra, en la vida de Cristo. Porque ahí, en su vida, es donde vemos el Amor que ha ordenado el largo y costoso proceso de la formación de las almas al entrar en él y al participar, junto con nosotros, de sus dolores y sus inevitables sufrimientos” (Hick 1973, 69- 70). Pienso que debe de ser libremente otorgado que (suponiendo, por supuesto, la viabilidad de la idea de la encarnación divina) es un pensamiento muy persuasivo que, en las palabras de Vernon White, “a menos que y hasta que Dios mismo haya experimentado el sufrimiento, la muerte y la tentación del pecado, y los haya vencido como persona humana, no tiene autoridad moral para vencerlos en y con el resto de la humanidad” (White 1991, 39).
Sin embargo, aún esta idea, así como es de poderosa, tiene también un lado oscuro. Porque, también, comparte el escándalo del acceso restringido. Si en la encarnación Dios nos reconcilia con el proceso creativo, con toda su dureza así como todos los aspectos positivos, ¿por qué esta revelación salvífica es dada sólo a una minoría de los seres humanos? Se puede por supuesto decir que “en principio” es accesible a todos, porque no está deliberadamente escondida o prohibida a nadie. Pero también podemos decir con toda seguridad que de hecho es accesible sólo a través de ciertos medios limitados. Y la idea de que Jesús de Nazaret era Dios encarnado, y que en su muerte expiatoria se nos muestra el amor sufriente de Dios, nunca ha sido accesible en la práctica a más de una minoría de seres humanos, una minoría que constituye el cristianismo y sus extensiones coloniales; y más: dentro de esta minoría, sólo esa moderna sub-minoría que rechaza la ortodoxia tradicional cristiana de la impasibilidad divina. Por lo tanto, cuanto mayor sea el beneficio de haber nacido dentro de este segmento privilegiado de la historia humana, mayor es la injusticia a aquellos que nacieron fuera de él. Éste es el escándalo del acceso restringido que desgraciadamente destruye todo valor religioso que pueda ser atribuido a la doctrina de la encarnación.
Por supuesto es posible tratar de eliminar este escándalo negando cualquier ventaja religiosa al hecho de ser cristiano. Uno puede sostener que el conocimiento del amor de Dios, expresado en el acto de expiación de Jesús, no le agrega nada al hecho de ese amor y ese acto expiatorio. Así, Vernon, defendiendo una teología inclusivista de las religiones, dice que “el conocimiento del Salvador no es un componente necesario del ser salvado” (White 1991, 39). Cristo está secretamente salvando gente dentro de otras religiones y fuera de las religiones. White (más claro de ideas que otros inclusivistas) se pregunta: “¿Es que esto reduce el papel y el significado de la Iglesia cristiana a un accidente histórico intrascendente? Hablando estrictamente, es verdad que la lógica de nuestra posición implica lo siguiente: aunque no hubiese un conocimiento histórico del acontecimiento de Cristo, ni un ser humano que lo transmita, de todas formas tendría una eficacia salvadora” (White 1991, 113-14), dando supuestamente a entender que todavía tendría suficiente eficacia, como la tiene ahora. Por lo pronto eso suena a un inclusivismo que tiene coraje para afirmar lo que afirma. La razón de esto es la siguiente: si realmente se da el caso de que, por la encarnación, Dios no concedió ningún acceso privilegiado a los cristianos, entonces no hay ninguna ventaja en ser cristiano y no hay ninguna razón para tratar de convertir a los otros al cristianismo. Pero White casi inmediatamente se aparta de esta obvia conclusión. Dice que “esto no margina el papel de la Iglesia en el proyecto de Dios para el mundo... El hecho (de la encarnación) tiene su efecto independientemente de su conocimiento; sin embargo, llegar a su conocimiento es aún una parte altamente significativa de la plenitud final... El Evangelismo, lejos de ser superfluo, se vuelve (en el mejor de los casos) un profundo acto de compartir y de generosidad, que aporta elementos cruciales de plenitud final en el presente” (White 1991, 114). Así que hay, después de todo, según White, un significado religioso “plus” (un “algo más”) accesible a los cristianos, que no está accesible en el presente a los judíos, musulmanes, hindúes, siks, budistas, taoístas y otros; y el escándalo del acceso restringido está por tanto todavía entre nosotros. El dilema que la ortodoxia tradicional tiene que enfrentar es que cuanto más grande sea el “plus” religioso agregado por Dios al ser cristiano en lugar de agregarlo a las otras religiones, mayor es el “minus” religioso ordenado por Dios en el ser budista, musulmán, judío, etc., en lugar de en el ser cristiano. Este escándalo de revelación limitada sólo puede ser disminuyendo ese “plus”, y esto sólo es posible removiéndolo totalmente. Uno no puede responsablemente tener las dos cosas, afirmar, por un lado, que hay una ventaja religiosa importante para la persona que es cristiana, y, al mismo tiempo, que aquellos que nacieron o han sido incluidos dentro del mundo cristiano no están por lo tanto divinamente favorecidos, de tal manera que es injusto para la gran mayoría restante del género humano.
En las páginas de Vernon White también hay un atisbo de otra forma por medio de la cual algunos buscan suavizar el escándalo del acceso restringido, afirmando una “segunda oportunidad”, para entrar al círculo privilegiado, en la vida futura. Al decir que el conocimiento explícito de Cristo no es necesario para la salvación, White agrega: “no, por lo menos, en esta vida” (White 1991, 112). Sin embargo sigue diciendo que, “aunque toda rodilla se doble frente al nombre de Jesús (lo hayan escuchado o no en la Iglesia), la anticipación de eso ahora es un privilegio glorioso” (White 991, 114) Y así el escándalo del acceso limitado (actual) vuelve una vez más. Los cristianos tienen un “privilegio glorioso” del cual carecen los no cristianos; y esto, combinado con el hecho de que no es (normalmente) culpa de éstos últimos que lo carezcan, es incompatible con el amor universal divino.
Este escándalo, que vicia lo que de otra forma serían valores religiosos importantes de la idea de Jesús como Dios encarnado, nos desafía a ampliar nuestro campo de visión. Cuando lo ampliamos no sólo vemos el hecho negativo de que la mayoría del mundo no es cristiano, sino también el hecho positivo de que la mayoría de los que no son cristianos tienen una fe diferente al cristianismo. Esto hace del escándalo del acceso restringido un doble escándalo, porque la insistencia en la revelación única del amor de Dios y en su sufrimiento conjunto con la humanidad en Jesús, degrada las otras grandes religiones al nivel de derivadas, o revelaciones menores, y/o, inconscientemente, como caminos secundarios de la salvación cristiana. He argumentado en los capítulos 13 y 14, en sintonía con la mayor parte del pensamiento contemporáneo, que esta reivindicación tradicional de superioridad es religiosamente poco realista, y pienso que, sin duda, el escepticismo y la incomodidad sobre este punto está muy extendida hoy en día entre los cristianos pensantes.
La tensión creada dentro de las Iglesias por el reto del pluralismo religioso es similar a la sentida en la segunda mitad del siglo XIX por la teoría de la evolución biológica que presionaba a las conciencias cristianas, estableciendo un doloroso conflicto con la ortodoxia heredada. La evolución retó la concepción del universo con la que habían vivido los cristianos por mucho tiempo, separando a la humanidad del resto de los seres vivos, como una especial creación divina; y -aún más importante- retando sus fundamentos en la Biblia, interpretados literalmente y recibidos como autoridad directa de Dios. La reacción en contra de este reto fue poderosa y prolongada. Pero al final, magna est veritas et praevalebit, grande es la verdad y prevalecerá; y las Iglesias han tenido que cambiar gradualmente su teología y el uso de la Biblia de acuerdo con el nuevo conocimiento. El homo sapiens ha sido muy exitoso porque la mente humana se ajusta a la realidad, aunque a veces lo haga de manera lenta y vacilante. Anticipo que un proceso análogo al lento y doloroso de la aceptación de la evolución se llevará a cabo en la aceptación de que el cristianismo es una dentro de una pluralidad de respuestas humanas auténticas a la realidad divina. Habrá una poderosa resistencia, considerables agonías y desórdenes internos -algunas veces expresados con rabia en contra de aquellos que recomiendan el cambio- y un gradual, disparejo y variado desarrollo del pensamiento cristiano, dejando, como en el caso de las controversias sobre la ciencia y las escrituras, una continua y probablemente poderosa a la fundamentalista.
La casi inevitable aceptación cristiana del pluralismo religioso puede tomar dos diferentes formas, abriendo espacio -lamentablemente- para una división interna más. Una posibilidad, inaugurada por Rudolf Bultmann y otros hace más de una generación, es la “desmitologización”, que trata de desnudar al cristianismo de sus elementos mitológicos. Esto corre paralelo con un movimiento que va hacia atrás a la Reforma del siglo XVI, la “Reforma Radical” encarnada hoy sobre todo en el movimiento unitario. La otra posibilidad, para muchos de nosotros más atractiva, es el reconocimiento del carácter mitológico del mito y la afirmación de su valor positivo al tocar el lado más poético y creativo de nuestra naturaleza, y entonces dejar a nuestra imaginación y nuestra emoción que resuenen ante el mito como tal. Aquí podemos aprender de los hindúes, que se deleitan en el mito y son capaces de nutrirse de ellos espiritualmente sin pretender que sean algo más que mitos. Por ejemplo, al ver las ruinas del templo de la Elefanta cerca de Bombay, vemos un gran mundo mítico que era, y es, conscientemente percibido y habitado como tal. El esqueleto desnudo de su contenido cognoscitivo puede ser, por supuesto, expresados en términos literales. Así el gran Trimurti al mostrar a la divinidad con tres caras -la de Brahma el Creador, Vishnu el conservador y Shiva el Destructor- habla de la última unidad del proceso cósmico, con sus continuos ciclos de creación y disolución o, en lenguaje cristiano, de muerte y resurrección. Pero esto es más vívidamente real para la imaginación y es poderosamente evocativo para las emociones por su representación mítica; y en el culto que rendían en el templo, hombres y mujeres adoradores se encontraban cara a cara con esta profunda estructura de la realidad y eran movidos a aceptar tanto sus aspectos más delicados como los menos agradables.
Sin embargo, debemos de admitir que la celebración del mito, que aparentemente es muy común para la mente india, no es tan fácil para la mentalidad occidental. Cuando, por ejemplo, en Navidad vemos la escena del establo con las figuras de María y José, el bebé con su halo en la cuna, los pastores y los hombres sabios arrodillados frente a él, el ganado mirando la estrella milagrosa sobre ellos... tenemos que prescindir del cuestionamiento histórico, porque, de otra forma, echaríamos a perder la ocasión. Parece que tenemos la tendencia atávica de aceptar los mitos como verdades literales o rechazarlos como simplemente falsos. Tenemos que aprender a aceptar la idea de la verdad mitológica en la religión como una verdad práctica, que consiste en un mito que evoca en nosotros una respuesta que nos dispone adecuadamente al último referente. El último referente de la mitología religiosa es el Trascendente, el eternamente Real, experimentado en diferentes formas dentro de diferentes tradiciones religiosas. Y mientras estas diferentes percepciones, formadas por diferentes conjuntos de conceptos humanos, sean validas, están alineados soteriológicamente con la Realidad Trascendente, de manera que viviendo en relación armónica con cualquiera de estas manifestaciones de lo Real, estamos justamente relacionados en lo Real mismo. Porque en una comprensión religiosa de las grandes religiones del mundo, son genuinas (no por ello perfectas) respuestas humanas al Trascendente, y constituyen ambientes dentro de los cuales los hombres y mujeres son transformados de un egocentrismo a un teocentrismo. (La postura filosófica que yace detrás de estas cortas aseveraciones las desarrollo en mi An Interpretation of Religion, Hick 1989.)
Pero para muchos cristianos occidentales (incluyéndome yo mismo) sigue siendo difícil aceptar el mito como mito. Regresando al pesebre y la historia entera de Navidad, sabemos que es históricamente poco probable que Jesús naciera el 25 de diciembre (heredamos la fe +cha de una fiesta invernal pagana anterior al cristianismo), que el año de su nacimiento fuera el 1 d.C. (cuando muy probablemente fue alrededor del año 5 a.C.); es poco probable que haya nacido en Belén (que quizás se agregó al texto para cumplir una profecía), que no haya tenido padre humano (un tema mítico que ha sido aplicado a muchas grandes figuras de la antigüedad); y hemos visto razones para rechazar el dogma de que Dios se encarnó (un dogma que Jesús mismo probablemente habría considerado blasfemo). En vista de todo esto, ¿cómo participa uno en Navidad? U optamos por salirnos, en base a que la historia de Navidad es literalmente una mentira, u optamos por celebrarla, aceptando el mito como poesía evocativa, que nos mueve las emociones, que expande nuestra imaginación, caldea el corazón, y todo esto orientado a un sublime sentido del gracioso, amoroso y benigno carácter del que es el Último en relación a la vida humana. Pero debemos admitir que para muchos de nosotros esto resulta difícil, y a menos que y hasta que las sensibilidades cambien, tendremos que vivir con este problema irresuelto. Es particularmente difícil para aquellos que están llamados a guiar el culto de la Iglesia, sabiendo que muchos en su congregación ven los relatos míticos como literalmente ciertos. Debe haber sido igualmente difícil hace cien años leer, por ejemplo, la historia de Adán y Eva como la lectura del día, comprenderlo como una verdad en forma mítica, y al mismo tiempo saber que muchas personas la podían ver sólo como historia literal. Las mismas palabras eran entendidas en diferentes maneras, por diferentes personas. Y así sigue siendo hoy en día. La frase “la Palabra se hizo carne” implica para algunos que Jesús, único, tenía dos naturalezas, divina y humana, y por lo tanto tiene que ser adorado como Dios; mientras que para otros significa que la vida de Jesús encarnaba un amor que es el reflejo del amor divino, y que el ideal de la humanidad que vive en respuesta a Dios se encarnaba en un grado superlativo en su vida, de tal forma que podemos tomarlo como nuestro señor, nuestro gurú, nuestro maestro, nuestro líder espiritual.
¿Por qué es importante el hecho de si pensamos en la historia cristiana -la historia del Dios Hijo descendiendo del cielo a la tierra para morir en expiación por los pecados del mundo y fundar la Iglesia-, como una verdad literal o como una verdad mitológica? Es importante porque, como hemos visto, su comprensión literal tiene implicaciones inaceptables que la construcción mítica no tiene. Si Jesús era literalmente el hijo único de Dios, encarnado, el cristianismo entonces es verdaderamente la única religión fundada por Dios en persona. Sería entonces extraño que, habiendo fundado una nueva religión, Dios no quisiera que estuviera por encima de todas las otras religiones. Sería raro que los que están incorporados a la religión de Dios (en el Cuerpo de Cristo) no estuvieran de alguna forma mejor que los que están afuera. Sería raro que la civilización basada en la religión de Dios no fuera cualitativamente mejor que todas las otras. En una palabra, el dogma de la encarnación implica una superioridad única del cristianismo y de civilización cristiana. Pero esta supuesta superioridad nos parece a muchos hoy en día, muy dudosa. Y cuando vemos críticamente su validez religiosa, la encontramos muy tambaleante. La idea carece de una base histórica segura en las enseñanzas de Jesús. Los intentos para hacerla conceptualmente inteligible hasta ahora han fallado; y, más aún, ha sido manchada por su utilización, pues sirvió para justificar males humanos enormes.
La alternativa es una fe cristiana que tome a Jesús como nuestro supremo (pero no necesariamente único) guía espiritual, como nuestro personal y común líder, gurú, ejemplo y maestro, pero no como literalmente Dios, y que vea al cristianismo como un conjunto auténtico de salvación/liberación, entre otros, que no se opone sino que interactúa de mutuas maneras creativas con los otros grandes caminos. Pero, ¿puede esta fe cristiana, que ya no reclama ser la normativa final y universal, esperar sobrevivir? ¿Es cierto que un movimiento religioso viable necesita actitudes sobrecargadas de emoción de una comunidad cerrada y cálida formada alrededor de una pretensión absoluta, y la seguridad tener un conocimiento privilegiado dentro de ella, en contraste y en contra del mundo exterior? ¿No necesita un fervor evangélico y dedicación? Y, por lo tanto, ¿no debe sostenerse en una estructura fundamentalista de creencias simple y doctrinal, aunque no sea bíblica?
La respuesta, de nuevo, es tanto “sí” como “no”. Mucha gente en este complejo mundo busca verdades simples y honradas sobre el Absoluto, sobre un significado de la vida básico y perdurable, y los fundamentalismos pueden satisfacer estas búsquedas. Estos fundamentalismos también pueden atraer no sólo a personas relativamente poco educadas, sino también a personas con un alto grado de educación en otros campos que no sean los estudios religiosos. A este respecto, el sociólogo Peter Berger dice que “hay alguna justificación para afirmar que la tendencia a creer evidentes sinsentidos aumenta, en lugar de disminuir, con la educación superior” (Berger 1992, 126). Por más improbables que sean, las concepciones aceptadas acríticamente dentro de una comunidad de apoyo, pueden tener un poder inmenso.
Sin embargo, no es sólo la imagen familiar tradicional cristiana la que es simple y veraz. Sin duda en cuanto se cuestiona este cuadro a base de argumentos, yendo más allá de los himnos, los coros y los sermones populares, la verdad resulta mucho menos simple y directa. Las ideas de la Trinidad y de las dos naturalezas de Cristo son de hecho incomprensibles para la mayoría de la gente. Por otra parte, una fe cristiana no tradicional, puede ser verdaderamente sencilla y al mismo tiempo profunda. Si consideramos la creencia de que hay una Realidad última trascendente que es la fuente y el sostén de todo; que esta Realidad es bondadosa en relación a la vida humana; que la presencia universal de esta Realidad es reflejada (“encarnada”), humanamente hablando, en la vida de los grandes líderes espirituales del mundo; y que entre éstos encontramos que Jesús es nuestra principal revelación de lo Real y nuestra guía principal para vivir.
Esta es una fe religiosa básica en forma cristiana. Es nuestra respuesta humana al misterio del universo, impulsada por la experiencia religiosa y guiada por el pensamiento racional. Pero el sentido de Trascendencia bondadosa necesita ser elevado al torrente de la figuración imaginativa, la música y los cantos que en nuestra era electrónica permanentemente moldean la disposición y la actitud de vida de muchas personas. Los “signos de trascendencia” que están alrededor de nosotros necesitan estar conectados a nuestros pensamientos y a nuestras emociones. Esto no lo pueden hacer los filósofos o los teólogos, cuyo trabajo es más análogo a la investigación “pura”, científica, en su relación con la tecnología. La aplicación a la vida debe ser el trabajo de gente creativa en artes de todo tipo, incluido el arte de vivir, y eso, por medio de respuestas a su experiencia de la Transcendencia, así como por la materialización de esta experiencia en las formas míticas concretas en cuyos términos es vivida la vida humana.
¿Cuándo acontecerá esto? ¿Acontecerá realmente? ¿O quizás ya está sucediendo? El futuro nos dirá.

John HICK, La metáfora de Dios encarnado. Cristología en una época pluralista, Abyayala, Quito, Ecuador, 2004, 229 pp. Colección Tiempo Axial nº 2.

Fuente: Servicioskoinonia, 2014.

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