Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Precisamente porque
él mismo fue puesto a prueba y soportó el sufrimiento, puede ahora ayudar a
quienes están siendo probados. Hebreos 2.18, La Palabra (Hispanoamérica). Es el mismo
Cristo, que durante su vida mortal oró y suplicó [deéseis kai ‘iketerías], con
fuerte clamor acompañado de lágrimas [meta krauges isxuras kai dakrúon], a
quien podía liberarlo de la muerte; y ciertamente Dios lo escuchó en atención a
su actitud de acatamiento. Y aunque era Hijo, aprendió en la escuela del dolor
lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se ha convertido en fuente
de salvación eterna para cuantos lo obedecen… Hebreos 5.7-9
Por encima de todas las cosas, la Reforma
Protestante del siglo XVI fue un movimiento de profunda piedad religiosa y de
contacto con lo sagrado que también intentó restaurar las formas de
espiritualidad genuinamente cristianas, entre ellas, de forma muy destacada, la
oración, para lo cual no se vaciló en realizar una crítica radical del
tradicionalismo y la falta de espontaneidad que prevalecía. Las grandes
afirmaciones de la Reforma aterrizan claramente en la práctica de una plegaria
auténtica, espontánea y bien informada por el contenido de las Sagradas
Escrituras, además de las insuperables enseñanzas y ejemplo del Señor
Jesucristo en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento. Podría decirse que,
en este caso, los pensadores de la Reforma llevaron a cabo una sólida relectura
del mensaje bíblico para devolverle a la oración la frescura y la profundidad
requeridas para que todos los creyentes pudieran volver a ejercerla con plenitud
y eficacia como el recurso ofrecido por Dios para mantener una sana
comunicación con Él.
Más allá de la manera esquemática en que se ha
querido ver la espiritualidad que manejaron Lutero o Calvino, el primero
calificado como más conservador o tradicional, y el segundo, un poco más
moderno, como pionero de una nueva forma de piedad cristiana, un auténtico
“humanista piadoso”. Los reformadores practicaron intensamente la oración y
reflexionaron sobre ella, prueba de lo cual es el extenso capítulo XX del libro
tercero de la Institución, adonde da seguimiento puntual a la oración
del Señor, puesto que expone cada una de sus partes. Allí define la oración:
“…es una especie de comunicación entre Dios y los hombres, mediante la cual
entran en el santuario celestial, le recuerdan sus promesas y le instan a que
les muestre en la realidad, cuando la necesidad lo requiere, que lo que han
creído simplemente en virtud de su Palabra es verdad, y no mentira ni falsedad”
(III, xx, 2).
Al ocuparse de los beneficios obtenidos por la
mediación sacerdotal de Cristo, escribe así:
La muerte e intercesión de Cristo nos trae la
confianza y la paz. Así vemos que hemos de comenzar por la muerte de Cristo,
para gozar de la eficacia y provecho de su sacerdocio; y de ahí se sigue que es
nuestro intercesor para siempre, y que por su intercesión y súplicas alcanzamos
favor y gracia ante el Padre. Y de ello surge, además de la confianza para
invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de nuestras conciencias, puesto que
Dios nos llama a Él de un modo tan humano, y nos asegura que cuanto es ordenado
por el Mediador le agrada. (II, xv, 6)
Dado que Calvino habla de esta manera al estudiar
el triple oficio de Cristo, no resulta complicado trasladar tales afirmaciones
al plano del conjunto de las obras sacerdotales de Jesucristo como mediador e
intercesor eterno, lo que y, además, multiplica las posibilidades de ser
escuchados a través de él. El reformador francés da muestras de una adecuada
interpretación de la carta a los Hebreos, a la que dedicó un comentario
completo, puesto que el énfasis de dicha epístola en la obra sacerdotal y de
intercesión de Jesús implica directamente la oración a partir de la propia
experiencia del Salvador. Por ello, su comentario de Heb 2.18 fue como sigue:
El Hijo de Dios no tenía necesidad de pasar por
la experiencia para conocer los sentimientos de misericordia; pero nosotros
jamás nos hubiéramos convencido de su piedad y de su disposición para
socorrernos, si él por la experiencia no se hubiera identificado con nuestras
miserias. Y todo esto nos ha sido otorgado como un favor; por lo mismo, cuando
algo malo nos acontece, pensemos siempre que no existe nada en ello que el
propio Hijo de Dios no haya experimentado antes para poder simpatizar con
nosotros; ni dudemos de que está presente con nosotros como si él mismo
sufriera a nuestro lado.[1]
Semejantes afirmaciones se fundamentan
profundamente en la enseñanza de la carta, pues el capítulo 5 es sumamente
explícito al respecto, al destacar el aspecto rotundamente humano de la
experiencia del Señor en relación con su propia práctica de la oración. Las
palabras para referir lo vivido por Él son aleccionadoras y llenas de una
sensible percepción: Calvino comenta: “Si Cristo no hubiera sido probado por el
dolor, ninguna consolación nos vendría de sus sufrimientos; mas cuando sabemos
que él también sobrellevó las agonías mentales más crueles, entonces la semejanza
se hace más real”.[2] Y extrae lecciones espirituales
prácticas. “…siempre que nuestros males nos opriman y nos agobien, debemos
recordar al Hijo de Dios que soportó las mismas fatigas; y puesto que él nos ha
dejado el ejemplo, no hay razón para que desmayemos […] ¿y qué mejor guía
podremos encontrar para la oración que el propio ejemplo de Cristo?”.[3]
El sacerdocio de Cristo alcanza en esta carta
enormes alturas, pero al mismo tiempo su autor consigue acercarnos a un Jesús
en plena situación de aprendizaje de la vida humana en todas sus
manifestaciones mediante lo que denomina “la escuela del dolor” (5.8b), lo que
le permitió acceder a una forma suprema de obediencia dentro de la dinámica
interna de relación íntima con Dios el Padre. Las vivencias humanas de Jesús,
el fuerte clamor y las lágrimas que lo hacen aparecer como el creyente Hijo de
Dios que no dudó en abajarse hasta lo más hondo para que, como parte del
proceso pedagógico de asumir la humanidad en plenitud, alcanzara, por esos
méritos, las alturas espirituales supremas que ahora le permiten ser el
Intercesor absoluto, puerta de entrada definitiva para el espacio de gracia del
Padre, siempre dispuesto a atender a sus hijos e hijas. El sumo sacerdote
humano a quien Dios ofrece como mediador, desde su propia experiencia enalteció
la oración como una acción central de la experiencia cristiana.
__________________________
* Leopoldo Cervantes-Ortiz, Oaxaca, México, 1962. Licenciado (STPM) y
maestro en teología (UBL). Pasante de la maestría en Letras Latinoamericanas
(UNAM). Médico (IPN), editor en la Secretaría de Educación Pública y
coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999) y de la
revista virtual...
Fuente: Lupaprotestante, 2014.
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