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miércoles, 8 de julio de 2015

¿Pueden cristianismo y modernidad caminar juntos? I



Por. Roger LENAERS sj
Publicado originalmente en inglés en la revista «HORIZONTE»,
vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo Horizonte, Brasil.
Traducción al castellano de Francesca Toffano

1. Videtur quod non: parecería que no
La respuesta a nuestra pregunta debería empezar de la misma forma como Tomás de Aquino comienza su respuesta a la misma pregunta, en su Summa Theologica, es decir, con un videtur quod non, «parece que no», parece que no pueden caminar juntos. Donde la modernidad, o sea, la cultura occidental, se ha vuelto dominante, como en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda… en la misma medida, el cristianismo ha menguado. No hay necesidad de muchas estadísticas para probarlo. La siguiente será suficiente. Hasta 1750 en el mundo occidental la asistencia a la iglesia todavía alcanzaba casi el 100%, como había sido desde que la cristianización de Europa había terminado, más o menos desde el año 1000. Pero hacia la mitad del siglo XX había descendido hasta el 65%, lo que significa que en dos siglos casi el 35% o un tercio de los miembros de la Iglesia se habían despedido de los templos, se habían vuelto por lo menos indiferentes, o habían abandonado completamente su fe y ya no creían en un «Dios en las alturas», o se habían vuelto ateos. Podía parecer que hubiera sucedido un terremoto religioso... En realidad no fue un terremoto, sino una especie de bradisismo, un lento pero continuo levantamiento de la corteza terrestre, que hace que, después de un cierto tiempo, un edificio empiece a colapsarse. De la misma forma, durante dos siglos, la cultura occidental, empujada por la evolución del cosmos, ha ido cambiando lentamente, pero sin parar, y ha perdido su naturaleza religiosa anterior.
Las raíces de ese cambio fundamental fueron el humanismo del siglo XV, suscitado por el renacimiento del la antigua cultura greco-romana, que también fue impulsada por los estudiosos bizantinos, quienes habían buscado refugio en Occidente después de que los turcos en 1453 habían sitiado y conquistado Constantinopla. La antigua cultura greco-romana, que había renacido durante el Renacimiento, fue como todas las culturas antiguas, una cultura religiosa, y no destruyó la cosmovisión cristiana de Occidente. Pero hizo también que se recuperara la cultura científica de la antigua Grecia. Esta recuperación produjo en el siglo XVI un grupo de eruditos, como Copérnico, Mercator, Justus Lipsius, van Helmont… y el siglo XVII puso realmente los fundamentos de la ciencia moderna. Porque ése fue el siglo de genios como Galileo, Torricelli, Kepler, Newton, Descartes, Pascal y muchos otros. Todos ellos eran creyentes cristianos convencidos. Todavía la ciencia y la religión eran amigas. Sin embargo, la religión ya no era la reina indiscutible de las ciencias.
Las cosas cambiaron radicalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, primero en Francia, que era en aquel momento el centro del pensamiento de Europa. Un grupo de sabios franceses empezaron a sacar consecuencias de las nuevas ideas que allí y en Gran Bretaña ya habían ido germinando durante algún tiempo. La razón se volvió más importante que la creencia religiosa y, como consecuencia, cuando ambas entraban en conflicto –y eso sucedía frecuentemente–, la razón prevalecía. Eso mostraba que una nueva visión del mundo estaba emergiendo: la modernidad.
Los líderes de la Iglesia se dieron cuenta muy bien de que esas ideas eran difíciles de reconciliar con los conceptos religiosos tradicionales, y lo que era peor, amenazaban con quebrantar su autoridad y su lugar privilegiado en el Estado. Así que atacaron, y condenaron vehementemente esa nueva visión del mundo. Pero al hacerlo, se alejaron, ellos y el cristianismo, del enriquecimiento que la modernidad prometía. Por culpa de su ceguera, la Iglesia perdió ya en el siglo XVIII la adhesión de gran parte de la élite intelectual, que se alejó de una religión que rechazaba los valores humanos y la certeza científica. Por otra parte, durante el siglo XIX, por desatender las aspiraciones y las protestas de las víctimas proletarias de la revolución industrial, la Iglesia perdió a gran parte de la clase trabajadora, que se volvió socialista y anticlerical. Eso explica la situación de 1960: dos tercios de los anteriores miembros de la Iglesia se habían ido, para siempre.
Pero desde ese entonces el número de miembros que todavía eran practicantes no ha cesado de caer, y de caer mucho más rápido que antes. ¿Por qué más rápido que antes? Porque hasta la primera mitad del siglo XX los líderes de la Iglesia habían logrado, más o menos, alejar a sus fieles del contacto con las ideas modernas. Lo habían logrado organizando y promoviendo la prensa católica, un partido católico, sindicatos católicos y organizaciones e instituciones culturales, y especialmente una red de escuelas católicas, dirigidas por sacerdotes y monjas, para inculcar en los alumnos las ideas y convicciones católicas. Pero en el medio siglo que va de 1960 a 2010, los modernos medios de comunicación se desarrollaron a una velocidad frenética, y empaparon a la sociedad entera con las ideas de la modernidad, y también a los miembros de la Iglesia. Las medidas anteriores de prevención se volvieron totalmente ineficientes. Además, aquellas ideas modernas, obviamente, gustaban más, y parecía que prometían más felicidad que la Iglesia. En medio siglo, la asistencia a la Iglesia bajó en Europa del 65% al 10-15%, una caída estrepitosa para una institución tan dinámica en el pasado y que se había extendido en todo el mundo. Y ese número continúa cayendo todavía, porque la vieja generación, que forma la mayor parte de la población que queda en la Iglesia, va muriendo lentamente, y la gente joven, que ha crecido ya con la cultura moderna y ha sido moldeada por ella, muestra muy poco interés por el ámbito religioso, así que se quedan fuera de las iglesias. Estadísticamente, en otro medio siglo, el cristianismo habrá sido casi borrado del mundo occidental.
Esto, no sólo es casi inconcebible, sino que significa una terrible pérdida para la humanidad. Porque, a pesar de las deficiencias humanas –que también se dan en la fe cristiana, provenientes de las culturas en las que el propio cristianismo se inculturó, como la avaricia, la crueldad, la lujuria por el poder, la indiferencia por los débiles, la falta de un verdadero humanismo…– sigue siendo el depositario de una visión rica y valiosa, y el modo de vida creativo de la comunidad que nació de la fe en Jesús, y sigue mostrando un camino para un nuevo mundo más humano.
2. Las raíces de este antagonismo
Es obvio que la cultura moderna y el cristianismo se alejaron entre sí. La pregunta es por qué. ¿Cuáles son las raíces profundas de su antagonismo?
Para encontrarlas, tenemos que regresar al origen de la religión. Éste coincide con el proceso de la humanización. Porque, aunque los primates antecesores del homo sapiens ya alcanzaron cierto grado de inteligencia y de ética, no tienen religión. La religión debe de ser el fruto de una evolución ulterior que los otros primates no han logrado. Los seres humanos, conocían el miedo tanto como los primates y trataron como ellos de escapar de los peligros que los amenazaban; pero, a diferencia de ellos, trataron de entender qué pasaba con ellos mismos, hicieron preguntas, buscaron respuestas, y al no encontrarlas en el mundo visible, pensaron espontáneamente en un mundo invisible encima de sus cabezas. Los fenómenos más amenazantes e inexplicables como el rayo, el trueno, y los huracanes, venían desde allá...
Pero en la profundidad de su psique los seres humanos deben de haber tenido, y todavía tienen, grabado en sí mismos, una consciencia subyacente o el sentimiento muy implícito de una realidad que los trasciende, sin la cual la religión nunca hubiera nacido. La confrontación ocasional con los fenómenos naturales, muchas veces terroríficos, otras veces benéficos, que también los trascendían, despertó aquella consciencia profunda de una realidad trascendental, y la combinación de las dos cosas, dio a luz la representación de los seres sobrenaturales, estrechamente ligados con esos fenómenos; de ahí los dioses del rayo, del trueno, de la lluvia, de la tormenta, de la fertilidad, de la pasión sexual, de la guerra. Hacia ellos se comportaban espontáneamente como lo hacían con los poderes sociales de los cuales dependían: el padre, la madre, el jefe, el líder... y honraban y veneraban esos poderes invisibles, les rezaban, imploraban su ayuda o su misericordia, les agradecían y les llevaban regalos para ganar otros favores.
Esta enumeración menciona todos los elementos esenciales de la religión. La religión es una expresión colectiva de una cosmovisión que ve a todas las cosas como dependientes de unos poderes como los humanos pero radicados en un mundo invisible. Como los poderes humanos, esos poderes pueden ser terroríficos, pero también ocasionalmente amables; pueden entrometerse a su voluntad en nuestros asuntos, y podemos entrar en contacto con ellos a través de la oración y ofreciéndoles regalos.
Esta cosmovisión se llama «teísmo», que puede ser politeísmo, cuando esos dioses poderosos se conciben como múltiples, o monoteísmo, cuando esa multiplicidad se ha fundido en una unidad. Así ha sido desde que nuestros antepasados, los primates, movidos por el misterioso impulso de la evolución, cruzaron la orilla de la humanidad, probablemente desde hace un millón de años. Eso significa que esta cosmovisión ha gozado de un tiempo más que amplio para penetrar profundamente en la psique humana, hasta el punto de que se ha vuelto casi indeleble.
Pero el veloz progreso de la ciencia en el siglo XVII llevó al descubrimiento en el XVIII de que muchos de estos enigmáticos e inexplicables acontecimientos que se habían confundido con la intervención de dioses, o de Dios, desde un mundo sobrenatural, en realidad eran perfectamente explicables a partir de las leyes naturales de este mundo descubiertas progresivamente por la ciencia moderna. A causa de estos descubrimientos, la necesidad de una intervención de Dios para explicar lo que ocurrió se debilitó. Donde antes a todos les parecía ver a un Dios interviniendo en muchos acontecimientos, al final ya no lo veían. Poco a poco la gente se olvidó de aquel Dios, que se fue volviendo superfluo, y al final, hasta parecía improbable. Y cuando la ciencia probó al final la imposibilidad de la intervención extracósmica en el orden natural (el cosmos colapsaría si sólo una de sus leyes se infringiera), se volvió fácil y normal negar la existencia de ese Ser invisible e inactivo, del que ni siquiera podía probarse su existencia. Como consecuencia, el teísmo ya no parecía significativo, porque no había un Theos, ni un Dios en las alturas. Así, la modernidad se volvió una cultura básicamente no teísta, la única en toda la historia de la humanidad. Aun hoy en día, esa cosmovisión del mundo occidental es sólo una isla en un océano de fervor religioso. Basta mirar a los países islámicos o a la India.
Pero si el cristianismo es una religión, o sea, una forma de teísmo, y la modernidad es explícitamente no-teísta, atea, no sólo parece que uno y otra se excluyen una a la otra, sino que además se excluyen necesariamente. Si eso es así, el mensaje cristiano de salvación no puede penetrar en esa cultura e impregnarla, y eso sería catastrófico, tanto para la Iglesia como para la modernidad. Porque si ello fuese así, la Iglesia sería una fracasada, ya que la razón de su existencia y su misión es transformar el mundo –también el mundo moderno– en el Reino de Dios, algo que, en ese caso, no podría realizar. Y la cultura moderna occidental –cuyas deficiencias y problemas son evidentes–, junto con toda la humanidad, en la que se van infiltrando lentamente las ideas de la modernidad, no se podría beneficiar con la influencia salvífica de Jesús.
3. Sed contra est quod: pero por otra parte ocurre que…
Hay una salida a esta amenaza. Porque Santo Tomás, después del videtur quod non y los argumentos que parecen probarlo, siempre añade el sed contra est quod, «pero por otra parte ocurre que», y ahí expone la argumentación contraria, la correcta. Sin duda, hay una forma de escapar de esa amenaza, pero su precio es muy alto, y la mayor parte de la Iglesia, empezando por la jerarquía, no está dispuesta a pagar semejante precio: el cristianismo debería dejar de ser teísta, para ser una religión. Con esa condición, y sólo con esa, el conflicto entre fe y la cultura atea occidental puede terminar. Porque el ateísmo en sí mismo no es una negación de la trascendencia, es sólo la negación de la existencia de un Theos, un ser en un mundo sobre-natural –del cual dependemos todos– que nos puede imponer leyes y que nos roba nuestra anatomía.
Pero, ¿tiene sentido esa condición? ¿Es el cristianismo esencialmente una religión? ¡No, no lo es! Ha sido sólo con el transcurso del tiempo como se ha vuelto una religión. Original y esencialmente es la comunidad de aquellos que se dejan guiar por la fe en Jesús de Nazaret, aquellos que reconocían en él la revelación inmortal del Misterio Absoluto, o, dicho en palabras pre-modernas: reconocían a Jesucristo como el eterno Hijo de Dios. Esta comunidad abandonó rápidamente la religión judía de la cual había salido y sus tradiciones como la circuncisión, la comida, los preceptos, los sacrificios, la prohibición de trabajar en sábado, los ritos judíos y las fiestas judías. Pero al crecer y desarrollarse en otro ambiente profundamente religioso, primero el helenista, luego el germano y el politeísmo eslavo, se fue transformando en una religión y asumió todos los elementos que caracterizan a las religiones, como los sacerdotes, los sacramentos, los libros sagrados, los templos, las promesas, y las oraciones. Mientras que en los primeros dos siglos no conocían los sacrificios, a partir del siglo III en adelante, la Eucaristía se comenzó a ver como un sacrificio, para poder parecer una verdadera religión, como las otras. Pero en su esencia, no es, en absoluto, una religión; es la fe en Jesús, o sea una actitud de entrega hacia Jesús de Nazaret. Y puesto que no es esencialmente una religión, puede abandonar todo lo que ha adquirido poco a poco de la religión, y en primer lugar el teísmo, que es su raíz.
Las Iglesias deberían de abandonar su imagen de Dios como Theos, el Señor todopoderoso en las alturas, que puede intervenir a su libre albedrío en los asuntos humanos y del cual podemos recibir ayuda, si oramos para pedírselo. En lugar de eso, deberían desarrollar una imagen no-teísta de Dios, una imagen que ya no es incompatible con la visión no-teísta (o a-teísta) que la modernidad tiene de la realidad. Pero, ¿es concebible una tal imagen no teísta de Dios? Sí lo es.
Para desarrollar esta imagen, tenemos que empezar por una frase del ateo Albert Einstein: «Ser conscientes de que detrás de todo lo que podemos experimentar, se esconde algo que nuestro intelecto es incapaz de entender, algo cuya belleza y majestuosidad sólo puede brillar imperfecta y débilmente en nosotros, ser conscientes de eso, es la verdadera religiosidad. En este sentido yo soy un ateo profundamente religioso». Si podemos dejar claro que este «algo» no-teísta y sin nombre es suficientemente grande como para incluir los dos elementos clásicos de la imagen cristiana de Dios, que son: Creador y Padre, entonces nada se interpondrá en el camino de la reconciliación entre la modernidad atea y la fe no-teísta.
Primero, el Creador del cielo y la tierra, es decir, de todo lo que existe. Precisamente, esta idea parece bloquear abruptamente todo intento de conciliación entre la modernidad y la fe, porque pone el énfasis en la dependencia absoluta del cosmos, y así fundamenta la negación de nuestra autonomía. Pero no hay que ir tan lejos. Porque crear no significa producir, en absoluto. Las máquinas producen, no crean. Crear significa expresar la propia interioridad en la materia. Eso es lo que hace el artista creador: sus creaciones son su ser espiritual que toma forma material. Entonces, cuando interpretamos el cosmos como una autoexpresión de un Espíritu absoluto que evoluciona lentamente, ya no hay oposición, sino sólo distinción entre «Dios» y el cosmos. Porque si «Dios» ya no significa una instancia extracósmica, sino la Profundidad espiritual de todo lo que existe, entonces, incluso nuestra libertad y nuestra autonomía provienen de esta autoexpresión. Entonces, cuando concebimos ese Algo que se esconde detrás en todas las cosas como una Realidad que se auto-expresa, estamos realmente muy cerca de lo que los cristianos modernos quieren decir, cuando dicen «Dios».
Pero la auténtica tradición cristiana –que no deberíamos de abandonar– también llama a ese maravilloso y creativo Algo, «Padre». Como los seguidores de Jesús, que con frecuencia llamaban al Misterio en el cual vivimos con ese nombre, también nosotros lo deberíamos de hacer. Jesús lo llamaba con ese nombre, porque su profunda experiencia mística de la Realidad Última evocaba en él, de forma trascendente, lo que había experimentado como niño en el contacto con su padre: cuidado incondicional, pero al mismo tiempo, una autoridad incuestionable. Seguramente, «Dios», la Realidad Última que experimentó como amor absoluto hacia él y absoluta atracción sobre él, no era literalmente su padre, pero era para él (y para todas las personas, incluso para toda la creación) como un padre, y él era como su hijo. Él/Ella/Eso lo amaba, él lo sabía con certeza, y lo animaba a amar siempre, sin importar lo que cueste, porque la Realidad Última también es Amor Absoluto. Ese Amor Absoluto no habita en el cielo, sino en el corazón de todo lo que existe, y constantemente lleva a todas las cosas a evolucionar, y nos empuja a los seres humanos a ser más humanos, a ser más amor. Ese Algo, por lo tanto, es un «Tú» absoluto, que nos dice «Tú».
Sólo a condición de que pensemos a Dios de una forma nueva, podemos ser al mismo tiempo verdaderamente fieles a la tradición y a la vez verdaderamente ciudadanos del mundo moderno, e «inculturar» así nuestra fe en él, y de esa forma ser una fuente de curación para ese mismo mundo moderno. Por lo tanto, tendríamos que evitar hablar de «Dios». Porque a los oídos de un mundo occidental que ya no es teísta, ese nombre evoca siempre el Theos tradicional, que niega nuestra autonomía y es, por eso, un semáforo rojo para todo verdadero ateo. Pero nosotros todavía le podemos rezar a «Dios», conscientes de que ese nombre ya no nos significa el Theos pre-moderno, sino un Misterio amoroso, un Algo maravilloso que se revela en cada cosa y en nosotros y cuya imagen más radiante es el modelo de amor de Jesús de Nazaret.
Como hemos dicho, el precio de dejar la imagen tradicional teísta de Dios por una nueva imagen no teísta es alto. Pero lo que parece claro es que tenemos que cambiar de camino y apartarnos de las aparentemente fuertes y fundadas certezas que teníamos; tenemos que aprender a tomar decisiones propias, en lugar de aceptar y hacer lo que nos han ordenado las autoridades religiosas, o lo que todos hagan. Y eso es muy difícil. Continuará....

Fuente: Koinonia, 2015.

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