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sábado, 4 de julio de 2015

¿Hubo evolución química de la vida?



Por. Antonio Cruz, España
El problema del origen químico de la vida sigue siendo irresoluble. Muchas preguntas y planteamientos hipotéticos, pero ninguna solución plenamente satisfactoria.
Darwin estaba convencido de que la vida podía haberse originado a partir de reacciones químicas ocurridas por casualidad en algún charco templado de la Tierra primitiva. Mediante los rudimentarios microscopios ópticos que existían en aquella época no era posible observar y comprender la complejidad existente en el interior de cualquier célula, por simple que ésta fuera. Los naturalistas decimonónicos creían que las células constituyentes de los seres vivos eran simplemente como minúsculas gotitas de gelatina que poseían sólo un oscuro núcleo en su interior. No fue hasta la década de 1930, gracias al invento del microscopio electrónico, que la citología empezó a descubrir las múltiples estructuras y complejas funciones que albergaba el interior celular. Hoy se conocen la mayoría de los componentes celulares, aunque todavía se siguen descubriendo detalles que no dejan de sorprender a los investigadores. Muchos han comparado la célula con una ciudad automatizada ya que las posibles analogías entre los distintos orgánulos citoplasmáticos, o pertenecientes al núcleo, y los artefactos elaborados por la ingeniería moderna son numerosas. Además, se ha podido constatar que la mayor parte de los avances tecnológicos logrados recientemente por el hombre, estaban ya representados y funcionando perfectamente en las células, pero a una escala minúscula. Sobre todo, ciertos mecanismos relacionados con el transporte de sustancias, comunicaciones, eliminación de residuos, defensa inmunológica, etc. Todo esto ha generado la sensación, a medida que se profundiza en el conocimiento del interior celular, de que un habilidoso ingeniero hizo muy bien su trabajo mucho tiempo antes de que los seres humanos empezaran siquiera a diseñar la primera máquina. Pero, lo cierto es que, lo logró mil veces mejor que los ingenieros humanos ya que lo hizo a una escala microscópica.
Teniendo en cuenta lo que se conoce sobre esta increíble complejidad celular, no es sorprendente que las investigaciones acerca del supuesto origen químico de la vida estén en un callejón sin salida. John Maddox, el famoso físico evolucionista inglés que fue director durante más de veinte años de la revista científica Nature, escribió la siguiente declaración: “Sabemos ya cuándo apareció la vida en la superficie de la Tierra, pero aún no sabemos cómo empezó a existir. Ya se están haciendo serios intentos de localizar planetas en órbita alrededor de otras estrellas, capaces de albergar seres vivos de alguna clase. Pero, ¿cómo vamos a saber que hemos encontrado un planeta capaz de sustentar vida, si en general ignoramos cómo surgió la vida espontáneamente en la superficie primitiva de nuestro propio planeta?”.1 El origen de la vida en la Tierra sigue siendo el gran misterio no resuelto de la ciencia contemporánea. A pesar de ello, se han propuesto numerosas hipótesis con la intención de explicar tal enigma sin recurrir al diseño. Básicamente, pueden resumirse en las tres siguientes: auto-organización de la materia, panspermia y evolución química.
¿Es capaz la materia inerte de organizarse a sí misma y generar de manera natural la complejidad que requieren las células vivas? ¿Existe alguna fuerza misteriosa en las entrañas de lo material -todavía por descubrir- que pueda realizar semejante proeza? Lo que sabemos de los procesos naturales sometidos a las leyes físicas y químicas, es que son capaces de generar estructuras complejas como los cristales minerales o las figuras geométricas de los copos de nieve. Sin embargo, más allá de dicha complejidad, no existe constatación experimental de que la materia inorgánica sea capaz de convertirse por sí sola en las macromoléculas imprescindibles de los seres vivos. Existen hipótesis pero no hechos demostrados. La característica fundamental de los componentes que constituyen a los organismos no es sólo la complejidad sino también la especificidad. Además de moléculas complejas, las células vivas requieren que dichas estructuras químicas posean un elevado grado de información biológica que las califica para realizar funciones precisas e inteligentes. Esto es lo que se observa en el ADN, el ARN y las proteínas. El problema es que, a pesar de la creencia indemostrable en el presunto poder de la selección natural, la naturaleza es incapaz de generar estructuras que sean a la vez complejas y específicas. Las leyes físicas y químicas no pueden crear la información que necesita la vida. Por tanto, la idea de la auto-organización espontánea de la materia, hoy por hoy, sigue siendo más un deseo utópico de algunos evolucionistas que una realidad objetiva.
Por lo que respecta a la panspermia, hipótesis que sugiere que la vida puede haber tenido su origen en cualquier parte del cosmos y después viajar a la Tierra en meteoritos o cometas, simplemente decir que semejante propuesta sólo explicaría cómo habrían llegado hasta aquí los gérmenes de la vida, pero no su origen. Si éste no puede explicarse en nuestro propio planeta, ¿cómo hacerlo en cualquier otro lugar del universo del que no se tiene constancia? Aunque parezca un planteamiento reciente, en realidad es una idea que se le ocurrió ya al filósofo griego Anaxágoras y que fue recuperada en los siglos XIX y XX. El hecho de que todavía hoy haya científicos que apelan seriamente a la hipótesis de la panspermia para explicar el origen de la vida, indica hasta qué punto las investigaciones sobre la pretendida evolución química han resultado estériles. Por último, queda esta cuestión fundamental acerca de si la vida pudo surgir al azar por medio de reacciones químicas. Desde los días del científico ruso Alexander Oparin, a principios del siglo XX, hasta la actualidad se han venido realizando incontables experimentos con la intención de demostrar que la primera célula pudo haberse originado de manera fortuita. Sin embargo, ninguno de tales intentos ha logrado su propósito.
A pesar de ello, cuando se ojea alguno de los textos universitarios de biología con los que se forma hoy a los futuros biólogos, se tiene la sensación de que el enigma del origen de la vida esté resuelto. Por ejemplo, el extenso volumen de biología con más de 1.300 páginas de Scott Freeman, usado en las facultades españolas, afirma lo siguiente acerca del famoso experimento sobre el principio del origen de la vida de Miller: “En 1953, un estudiante universitario llamado Stanley Miller realizó un experimento rompedor en el estudio de la evolución química (…). El experimento, producido por la energía del calor y de las descargas eléctricas, había recreado el inicio de la evolución química (…). En estas muestras encontró grandes cantidades de cianuro de hidrógeno y formaldehído. Estos datos fueron asombrosos, ya que tales compuestos son necesarios para las reacciones que conducen a la síntesis de moléculas orgánicas más complejas. De hecho, algunos de los compuestos más complejos ya estaban presentes en el océano en miniatura. Las descargas y el calor habían causado la síntesis de compuestos que es fundamental para la vida: los aminoácidos.”2 Sin embargo, a pesar de semejante euforia bioquímica, hoy sabemos que ningún experimento de laboratorio ha producido jamás aminoácidos con más de tres carbonos -las células de los seres vivos utilizan algunos hasta con seis- y ninguno de tales intentos tipo Miller ha generado nunca ni nucleósidos, ni nucleótidos, que son esenciales para la formación del ADN y ARN.
Es verdad que en los sofisticados centros de investigación actuales, empleando una refinada tecnología, los bioquímicos pueden producir sustancias que forman parte de los ácidos nucleicos de los organismos vivos. Sin embargo, en las rudimentarias condiciones ambientales que se le suponen a la Tierra primitiva no había químicos, ni laboratorios, ni inteligencia para producir tales moléculas vitales. Ningún experto en biología molecular sellaba tubos de ensayo a cien grados centígrados durante 24 horas. Nadie separaba ciertos productos, como el cianoacetaldehído, -sustancia reactiva capaz de combinarse con una gran cantidad de moléculas comunes que podían haber estado presentes en la Tierra primitiva y anular así todo el proceso-. No se eliminaban en el momento oportuno otras moléculas competidoras que aparecían espontáneamente en la reacción. Tampoco había nadie que extrajera y aislara convenientemente aquellas que interesaban, como la citosina -una de las bases nitrogenadas del ADN-, que al reaccionar con el agua se autodestruye. Ningún bioquímico detenía el proceso en el momento oportuno para evitar que los productos obtenidos se descompusieran por la acción de la misma energía que los originó. En fin, hay una profunda diferencia entre el hipotético escenario sin vida de la Tierra original y el de los laboratorios modernos repletos de los últimos recursos tecnológicos. Lo que se consigue en éstos, gracias a la inteligencia humana, no tiene por qué haberse logrado por casualidad al principio.
Volviendo al antiguo experimento de las descargas eléctricas, de Miller-Urey, que tanta repercusión ha tenido en los libros de texto hasta hoy y tan eficazmente ha avivado el naturalismo materialista, es posible decir a la luz de los actuales conocimientos, que se trata de un icono emblemático de la evolución que jamás pudo ocurrir en la realidad.3 El principal inconveniente para ello lo plantean las características de la primitiva atmósfera terrestre. Como la mayor parte de los compuestos orgánicos propios de los seres vivos se oxidan y descomponen en presencia del oxígeno, los primeros investigadores partidarios de la evolución química asumieron que la atmósfera de la Tierra no debió ser al principio como la actual, sino reductora. Es decir, sin oxígeno libre. En lugar de dicho gas se supuso que habría hidrógeno libre. Los principales componente de una atmósfera reductora así deberían haber sido: metano, monóxido de carbono, amoníaco e hidrógeno, en vez del dióxido de carbono y el oxígeno característicos de la actual atmósfera oxidante. ¿Existe evidencia de que la atmósfera primigenia fuera reductora? No solamente no hay evidencia geoquímica de una atmósfera primitiva de metano-amoníaco, sino que además hay mucha en contra de ella.4 En efecto, si hubiera habido metano en cantidad considerable, la irradiación del mismo habría producido muchos compuestos orgánicos hidrófobos que deberían haber sido absorbidos por rocas sedimentarias como las arcillas, muy abundantes en la corteza terrestre. Sin embargo, tales rocas no muestran evidencias de que esto haya sido así.5 No obstante, si la atmósfera terrestre del pasado fue oxidante como la actual, entonces la evolución de la materia habría sido química y termodinámicamente imposible.
El científico evolucionista alemán, Klaus Dose, que fue presidente del Instituto de Bioquímica de la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz (Alemania), escribió hace casi tres décadas: “Más de 30 años de experimentos sobre el origen de la vida en los campos de la química y la evolución molecular han conducido a una mejor percepción de la inmensidad del problema de dicho origen en la Tierra antes que a su solución. Actualmente, todas las discusiones sobre las teorías y experimentos principales en ese campo, finalizan en una dificultad insuperable o en la confesión de ignorancia.”6 Puede afirmarse que en la actualidad seguimos prácticamente en la misma situación. En febrero del 2007, el famoso químico, Robert Shapiro, publicó un artículo sobre el origen de la vida en Scientific American, en el que manifestaba que los experimentos como el de Miller habían generado en la sociedad una especie de vitalismo molecular. Una creencia consistente en entender la materia como poseedora de una fuerza innata o impulso misterioso que la conduce inevitablemente a su transformación en células vivas. En relación a este famoso experimento de Miller-Urey, reconoce que provocó un sentimiento de euforia injustificada entre los investigadores y, en un apartado del artículo que titula: La olla de la sopa está vacía, escribe: “Mediante la extrapolación de estos resultados, algunos escritores han dado por supuesto que todos los componentes de la vida se podrían formar con facilidad en experimentos tipo Miller y que estaban presentes en meteoritos y otros cuerpos extraterrestres. Pero no es así.” 7 De manera que, actualmente, el problema del origen químico de la vida sigue siendo irresoluble. Muchas preguntas y planteamientos hipotéticos, pero ninguna solución plenamente satisfactoria. ¿Por qué durante tantos años estas investigaciones han resultado infructuosas? ¿Será porque no se busca en la dirección adecuada o, sencillamente, porque la vida no evolucionó al azar a partir de la materia inorgánica -como asume el darwinismo- sino que fue diseñada inteligentemente? Esto último es lo que propone la teoría del diseño.
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1 J. Maddox, Lo que queda por descubrir, Debate, Madrid, 1999, p. 127.
2 S. Freeman, Biología, Pearson, Madrid, 2009, p. 45.
3 J. Wells, Icons of Evolution, Regnery Publishing, Inc., Washington, 2000, pp. 9-27.
4 D. T. Gish, Especulaciones y experimentos relacionadas con las teorías del origen de la vida: crítica, Portavoz, 1978, p. 14.
5 Ch. B. Thaxton, The Mystery of Life’s Origin, Lewis and Stanley, Dallas, 1992, p. 76.
6 K. Dose, “The Origen of Life: More Questions Than Answers”, Interdisciplinary Science Reviews, vol. 13, nº 14, 1988, p. 348.
7 R. Shapiro, “A Simpler Origin for Life”, Scientific American, February 12, 2007.

Fuente: Protestantedigital, 2015.

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