Por.
Antonio Cruz, España
El
problema del origen químico de la vida sigue siendo irresoluble. Muchas
preguntas y planteamientos hipotéticos, pero ninguna solución plenamente
satisfactoria.
Darwin
estaba convencido de que la vida podía haberse originado a partir de reacciones
químicas ocurridas por casualidad en algún charco templado de la Tierra
primitiva. Mediante los rudimentarios microscopios ópticos que existían en
aquella época no era posible observar y comprender la complejidad existente en
el interior de cualquier célula, por simple que ésta fuera. Los naturalistas
decimonónicos creían que las células constituyentes de los seres vivos eran
simplemente como minúsculas gotitas de gelatina que poseían sólo un oscuro
núcleo en su interior. No fue hasta la década de 1930, gracias al invento del
microscopio electrónico, que la citología empezó a descubrir las múltiples
estructuras y complejas funciones que albergaba el interior celular. Hoy se
conocen la mayoría de los componentes celulares, aunque todavía se siguen
descubriendo detalles que no dejan de sorprender a los investigadores. Muchos
han comparado la célula con una ciudad automatizada ya que las posibles
analogías entre los distintos orgánulos citoplasmáticos, o pertenecientes al
núcleo, y los artefactos elaborados por la ingeniería moderna son numerosas.
Además, se ha podido constatar que la mayor parte de los avances tecnológicos
logrados recientemente por el hombre, estaban ya representados y funcionando
perfectamente en las células, pero a una escala minúscula. Sobre todo, ciertos
mecanismos relacionados con el transporte de sustancias, comunicaciones,
eliminación de residuos, defensa inmunológica, etc. Todo esto ha generado la
sensación, a medida que se profundiza en el conocimiento del interior celular,
de que un habilidoso ingeniero hizo muy bien su trabajo mucho tiempo antes de
que los seres humanos empezaran siquiera a diseñar la primera máquina. Pero, lo
cierto es que, lo logró mil veces mejor que los ingenieros humanos ya que lo
hizo a una escala microscópica.
Teniendo
en cuenta lo que se conoce sobre esta increíble complejidad celular, no es
sorprendente que las investigaciones acerca del supuesto origen químico de la
vida estén en un callejón sin salida. John Maddox, el famoso físico
evolucionista inglés que fue director durante más de veinte años de la revista científica
Nature, escribió la siguiente declaración: “Sabemos ya cuándo apareció la vida
en la superficie de la Tierra, pero aún no sabemos cómo empezó a existir. Ya se
están haciendo serios intentos de localizar planetas en órbita alrededor de
otras estrellas, capaces de albergar seres vivos de alguna clase. Pero, ¿cómo
vamos a saber que hemos encontrado un planeta capaz de sustentar vida, si en
general ignoramos cómo surgió la vida espontáneamente en la superficie
primitiva de nuestro propio planeta?”.1 El origen de la vida en la Tierra sigue
siendo el gran misterio no resuelto de la ciencia contemporánea. A pesar de
ello, se han propuesto numerosas hipótesis con la intención de explicar tal
enigma sin recurrir al diseño. Básicamente, pueden resumirse en las tres
siguientes: auto-organización de la materia, panspermia y evolución química.
¿Es capaz la materia inerte de organizarse a sí misma y generar de manera natural la complejidad que requieren las células vivas? ¿Existe alguna fuerza misteriosa en las entrañas de lo material -todavía por descubrir- que pueda realizar semejante proeza? Lo que sabemos de los procesos naturales sometidos a las leyes físicas y químicas, es que son capaces de generar estructuras complejas como los cristales minerales o las figuras geométricas de los copos de nieve. Sin embargo, más allá de dicha complejidad, no existe constatación experimental de que la materia inorgánica sea capaz de convertirse por sí sola en las macromoléculas imprescindibles de los seres vivos. Existen hipótesis pero no hechos demostrados. La característica fundamental de los componentes que constituyen a los organismos no es sólo la complejidad sino también la especificidad. Además de moléculas complejas, las células vivas requieren que dichas estructuras químicas posean un elevado grado de información biológica que las califica para realizar funciones precisas e inteligentes. Esto es lo que se observa en el ADN, el ARN y las proteínas. El problema es que, a pesar de la creencia indemostrable en el presunto poder de la selección natural, la naturaleza es incapaz de generar estructuras que sean a la vez complejas y específicas. Las leyes físicas y químicas no pueden crear la información que necesita la vida. Por tanto, la idea de la auto-organización espontánea de la materia, hoy por hoy, sigue siendo más un deseo utópico de algunos evolucionistas que una realidad objetiva.
¿Es capaz la materia inerte de organizarse a sí misma y generar de manera natural la complejidad que requieren las células vivas? ¿Existe alguna fuerza misteriosa en las entrañas de lo material -todavía por descubrir- que pueda realizar semejante proeza? Lo que sabemos de los procesos naturales sometidos a las leyes físicas y químicas, es que son capaces de generar estructuras complejas como los cristales minerales o las figuras geométricas de los copos de nieve. Sin embargo, más allá de dicha complejidad, no existe constatación experimental de que la materia inorgánica sea capaz de convertirse por sí sola en las macromoléculas imprescindibles de los seres vivos. Existen hipótesis pero no hechos demostrados. La característica fundamental de los componentes que constituyen a los organismos no es sólo la complejidad sino también la especificidad. Además de moléculas complejas, las células vivas requieren que dichas estructuras químicas posean un elevado grado de información biológica que las califica para realizar funciones precisas e inteligentes. Esto es lo que se observa en el ADN, el ARN y las proteínas. El problema es que, a pesar de la creencia indemostrable en el presunto poder de la selección natural, la naturaleza es incapaz de generar estructuras que sean a la vez complejas y específicas. Las leyes físicas y químicas no pueden crear la información que necesita la vida. Por tanto, la idea de la auto-organización espontánea de la materia, hoy por hoy, sigue siendo más un deseo utópico de algunos evolucionistas que una realidad objetiva.
Por
lo que respecta a la panspermia, hipótesis que sugiere que la vida puede haber
tenido su origen en cualquier parte del cosmos y después viajar a la Tierra en
meteoritos o cometas, simplemente decir que semejante propuesta sólo explicaría
cómo habrían llegado hasta aquí los gérmenes de la vida, pero no su origen. Si
éste no puede explicarse en nuestro propio planeta, ¿cómo hacerlo en cualquier
otro lugar del universo del que no se tiene constancia? Aunque parezca un
planteamiento reciente, en realidad es una idea que se le ocurrió ya al
filósofo griego Anaxágoras y que fue recuperada en los siglos XIX y XX. El hecho
de que todavía hoy haya científicos que apelan seriamente a la hipótesis de la
panspermia para explicar el origen de la vida, indica hasta qué punto las
investigaciones sobre la pretendida evolución química han resultado estériles.
Por último, queda esta cuestión fundamental acerca de si la vida pudo surgir al
azar por medio de reacciones químicas. Desde los días del científico ruso
Alexander Oparin, a principios del siglo XX, hasta la actualidad se han venido
realizando incontables experimentos con la intención de demostrar que la
primera célula pudo haberse originado de manera fortuita. Sin embargo, ninguno
de tales intentos ha logrado su propósito.
A
pesar de ello, cuando se ojea alguno de los textos universitarios de biología
con los que se forma hoy a los futuros biólogos, se tiene la sensación de que
el enigma del origen de la vida esté resuelto. Por ejemplo, el extenso volumen
de biología con más de 1.300 páginas de Scott Freeman, usado en las facultades
españolas, afirma lo siguiente acerca del famoso experimento sobre el principio
del origen de la vida de Miller: “En 1953, un estudiante universitario llamado
Stanley Miller realizó un experimento rompedor en el estudio de la evolución
química (…). El experimento, producido por la energía del calor y de las
descargas eléctricas, había recreado el inicio de la evolución química (…). En
estas muestras encontró grandes cantidades de cianuro de hidrógeno y formaldehído.
Estos datos fueron asombrosos, ya que tales compuestos son necesarios para las
reacciones que conducen a la síntesis de moléculas orgánicas más complejas. De
hecho, algunos de los compuestos más complejos ya estaban presentes en el
océano en miniatura. Las descargas y el calor habían causado la síntesis de
compuestos que es fundamental para la vida: los aminoácidos.”2 Sin embargo, a
pesar de semejante euforia bioquímica, hoy sabemos que ningún experimento de
laboratorio ha producido jamás aminoácidos con más de tres carbonos -las
células de los seres vivos utilizan algunos hasta con seis- y ninguno de tales
intentos tipo Miller ha generado nunca ni nucleósidos, ni nucleótidos, que son
esenciales para la formación del ADN y ARN.
Es
verdad que en los sofisticados centros de investigación actuales, empleando una
refinada tecnología, los bioquímicos pueden producir sustancias que forman
parte de los ácidos nucleicos de los organismos vivos. Sin embargo, en las
rudimentarias condiciones ambientales que se le suponen a la Tierra primitiva
no había químicos, ni laboratorios, ni inteligencia para producir tales
moléculas vitales. Ningún experto en biología molecular sellaba tubos de ensayo
a cien grados centígrados durante 24 horas. Nadie separaba ciertos productos,
como el cianoacetaldehído, -sustancia reactiva capaz de combinarse con una gran
cantidad de moléculas comunes que podían haber estado presentes en la Tierra primitiva
y anular así todo el proceso-. No se eliminaban en el momento oportuno otras
moléculas competidoras que aparecían espontáneamente en la reacción. Tampoco
había nadie que extrajera y aislara convenientemente aquellas que interesaban,
como la citosina -una de las bases nitrogenadas del ADN-, que al reaccionar con
el agua se autodestruye. Ningún bioquímico detenía el proceso en el momento
oportuno para evitar que los productos obtenidos se descompusieran por la
acción de la misma energía que los originó. En fin, hay una profunda diferencia
entre el hipotético escenario sin vida de la Tierra original y el de los
laboratorios modernos repletos de los últimos recursos tecnológicos. Lo que se
consigue en éstos, gracias a la inteligencia humana, no tiene por qué haberse
logrado por casualidad al principio.
Volviendo
al antiguo experimento de las descargas eléctricas, de Miller-Urey, que tanta
repercusión ha tenido en los libros de texto hasta hoy y tan eficazmente ha
avivado el naturalismo materialista, es posible decir a la luz de los actuales
conocimientos, que se trata de un icono emblemático de la evolución que jamás
pudo ocurrir en la realidad.3 El principal inconveniente para ello lo plantean
las características de la primitiva atmósfera terrestre. Como la mayor parte de
los compuestos orgánicos propios de los seres vivos se oxidan y descomponen en
presencia del oxígeno, los primeros investigadores partidarios de la evolución química
asumieron que la atmósfera de la Tierra no debió ser al principio como la
actual, sino reductora. Es decir, sin oxígeno libre. En lugar de dicho gas se
supuso que habría hidrógeno libre. Los principales componente de una atmósfera
reductora así deberían haber sido: metano, monóxido de carbono, amoníaco e
hidrógeno, en vez del dióxido de carbono y el oxígeno característicos de la
actual atmósfera oxidante. ¿Existe evidencia de que la atmósfera primigenia
fuera reductora? No solamente no hay evidencia geoquímica de una atmósfera
primitiva de metano-amoníaco, sino que además hay mucha en contra de ella.4 En
efecto, si hubiera habido metano en cantidad considerable, la irradiación del
mismo habría producido muchos compuestos orgánicos hidrófobos que deberían
haber sido absorbidos por rocas sedimentarias como las arcillas, muy abundantes
en la corteza terrestre. Sin embargo, tales rocas no muestran evidencias de que
esto haya sido así.5 No obstante, si la atmósfera terrestre del pasado fue
oxidante como la actual, entonces la evolución de la materia habría sido
química y termodinámicamente imposible.
El científico evolucionista alemán, Klaus Dose, que fue presidente del Instituto de Bioquímica de la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz (Alemania), escribió hace casi tres décadas: “Más de 30 años de experimentos sobre el origen de la vida en los campos de la química y la evolución molecular han conducido a una mejor percepción de la inmensidad del problema de dicho origen en la Tierra antes que a su solución. Actualmente, todas las discusiones sobre las teorías y experimentos principales en ese campo, finalizan en una dificultad insuperable o en la confesión de ignorancia.”6 Puede afirmarse que en la actualidad seguimos prácticamente en la misma situación. En febrero del 2007, el famoso químico, Robert Shapiro, publicó un artículo sobre el origen de la vida en Scientific American, en el que manifestaba que los experimentos como el de Miller habían generado en la sociedad una especie de vitalismo molecular. Una creencia consistente en entender la materia como poseedora de una fuerza innata o impulso misterioso que la conduce inevitablemente a su transformación en células vivas. En relación a este famoso experimento de Miller-Urey, reconoce que provocó un sentimiento de euforia injustificada entre los investigadores y, en un apartado del artículo que titula: La olla de la sopa está vacía, escribe: “Mediante la extrapolación de estos resultados, algunos escritores han dado por supuesto que todos los componentes de la vida se podrían formar con facilidad en experimentos tipo Miller y que estaban presentes en meteoritos y otros cuerpos extraterrestres. Pero no es así.” 7 De manera que, actualmente, el problema del origen químico de la vida sigue siendo irresoluble. Muchas preguntas y planteamientos hipotéticos, pero ninguna solución plenamente satisfactoria. ¿Por qué durante tantos años estas investigaciones han resultado infructuosas? ¿Será porque no se busca en la dirección adecuada o, sencillamente, porque la vida no evolucionó al azar a partir de la materia inorgánica -como asume el darwinismo- sino que fue diseñada inteligentemente? Esto último es lo que propone la teoría del diseño.
El científico evolucionista alemán, Klaus Dose, que fue presidente del Instituto de Bioquímica de la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz (Alemania), escribió hace casi tres décadas: “Más de 30 años de experimentos sobre el origen de la vida en los campos de la química y la evolución molecular han conducido a una mejor percepción de la inmensidad del problema de dicho origen en la Tierra antes que a su solución. Actualmente, todas las discusiones sobre las teorías y experimentos principales en ese campo, finalizan en una dificultad insuperable o en la confesión de ignorancia.”6 Puede afirmarse que en la actualidad seguimos prácticamente en la misma situación. En febrero del 2007, el famoso químico, Robert Shapiro, publicó un artículo sobre el origen de la vida en Scientific American, en el que manifestaba que los experimentos como el de Miller habían generado en la sociedad una especie de vitalismo molecular. Una creencia consistente en entender la materia como poseedora de una fuerza innata o impulso misterioso que la conduce inevitablemente a su transformación en células vivas. En relación a este famoso experimento de Miller-Urey, reconoce que provocó un sentimiento de euforia injustificada entre los investigadores y, en un apartado del artículo que titula: La olla de la sopa está vacía, escribe: “Mediante la extrapolación de estos resultados, algunos escritores han dado por supuesto que todos los componentes de la vida se podrían formar con facilidad en experimentos tipo Miller y que estaban presentes en meteoritos y otros cuerpos extraterrestres. Pero no es así.” 7 De manera que, actualmente, el problema del origen químico de la vida sigue siendo irresoluble. Muchas preguntas y planteamientos hipotéticos, pero ninguna solución plenamente satisfactoria. ¿Por qué durante tantos años estas investigaciones han resultado infructuosas? ¿Será porque no se busca en la dirección adecuada o, sencillamente, porque la vida no evolucionó al azar a partir de la materia inorgánica -como asume el darwinismo- sino que fue diseñada inteligentemente? Esto último es lo que propone la teoría del diseño.
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1
J. Maddox, Lo que queda por descubrir, Debate, Madrid, 1999, p. 127.
2
S. Freeman, Biología, Pearson, Madrid, 2009, p. 45.
3 J. Wells, Icons of
Evolution, Regnery Publishing, Inc., Washington, 2000, pp. 9-27.
4
D. T. Gish, Especulaciones y experimentos relacionadas con las teorías del
origen de la vida: crítica, Portavoz, 1978, p. 14.
5 Ch. B. Thaxton, The
Mystery of Life’s Origin, Lewis and Stanley, Dallas, 1992, p. 76.
6 K. Dose, “The
Origen of Life: More Questions Than Answers”, Interdisciplinary Science
Reviews, vol. 13, nº 14, 1988, p. 348.
7 R. Shapiro, “A
Simpler Origin for Life”, Scientific American, February 12, 2007.
Fuente:
Protestantedigital, 2015.
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