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viernes, 10 de julio de 2015

¿Pueden cristianismo y modernidad caminar juntos? III



Por. Roger LENAERS sj
Publicado originalmente en inglés en la revista «HORIZONTE»,
vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo Horizonte, Brasil.
Traducción al castellano de Francesca Toffano
8. Consecuencias de la doctrina de la Iglesia
Hasta aquí el credo. Pero toda la doctrina de la Iglesia se basa en el pensamiento teísta. Por eso, toda ella debería de ser examinada, y su mayor parte parecerá anticuada y exigirá una reformulación moderna. Debido al tamaño limitado de este artículo, podemos hacerlo sólo de algunas aseveraciones y convicciones de esta doctrina. Sólo vamos a tratar unos pocos puntos.
1. El dogma mariano y la confesión de la Trinidad. Para empezar, las afirmaciones y las tradiciones que fluyen directamente del dogma niceno de que Jesús es «Dios verdadero de Dios verdadero» dejan de tener sentido. En consecuencia, tenemos que dejar de llamar a María «la Madre de Dios». Ella es, sencillamente, la madre de Jesús de Nazaret. Pero con el abandono de este primer dogma mariano se colapsa también el de la concepción sin pecado original promulgado en 1854, y el de su resurrección corporal y su asunción al cielo, promulgado en 1950. Estos dogmas no se pueden reemplazar por una formulación moderna. Su contenido es demasiado pre-moderno.
También, la doctrina de la Trinidad, como se entiende comúnmente –lo que significa: comúnmente malentendida y malinterpretada como la confesión de tres Dioses iguales–, ya no se puede sostener. Para dejarlo claro: en una visión moderna del mundo, permanece inalterada la confesión de Dios como Creador del cielo y de la tierra, entendido como el Amor Absoluto, que en el curso de la evolución cósmica se expresa y se revela progresivamente, primero en la materia, luego en la vida, luego en la consciencia, y luego en la inteligencia humana, y finalmente, como el amor total y desinteresado de Jesús y en aquellos en los que vive Jesús. Además, la confesión de Jesús como su más perfecta auto-expresión. Y finalmente, la comprensión del Espíritu como una actividad vivificante de ese Amor Absoluto.
2. La Biblia como un libro con «las palabras de Dios». Hay mucho más que debemos de cambiar, si nos queremos despegar del teísmo y, por tanto, de su forma organizada: la religión. Primero nuestra actitud hacia la Biblia. Porque todas las afirmaciones del credo se basan en la Biblia. Pero la fe en los libros sagrados, que supuestamente vienen de Dios el altísimo y por tanto se consideran infalibles y obligantes, es un rasgo típico de las religiones. La Iglesia también considera que la Biblia es un libro de revelaciones sobrenaturales, y la llama «Palabra de Dios». Como creyentes, los cristianos que pertenecemos a la modernidad necesitamos un nuevo acercamiento a ese «libro sagrado». Porque ya no podemos llamar a la Biblia «Palabra de Dios». ¿Por qué no?
Porque las palabras son el resultado del hablar humano, y ya no podemos decir que la Realidad Última habla. Un Dios que habla es un ser totalmente antropomórfico. Sin duda, para ser capaz de hablar uno necesita una fisiología con pulmones, cuerdas vocales, lengua, boca, etc. Además, supone un sistema de lenguaje humano, y cualquier sistema semejante, depende de convenciones humanas. Atribuirle todo eso a Dios, es sacarlo de su absoluta trascendencia. ¿Por qué la Iglesia primitiva pensó en ello? Porque estaba constituida por judíos, y ellos consideran a la Biblia como una colección de palabras que Yahvé les comunicó o incluso les dictó a Moisés y a los profetas. Debido a que pertenecemos a la modernidad, nosotros ya no podemos pensar como ellos lo hacían. Por otra parte, la conducta de los musulmanes y los judíos ortodoxos, que todavía así consideran a sus libros sagrados y los citan para justificar actos inhumanos, muestra muy claramente los problemas que puede causar esa creencia.
Como fieles modernos, nosotros ya no podemos decir que Dios habla; sólo podemos decir que el Amor Absoluto se expresa, porque ésa es la forma moderna de entender la creación: como auto-expresión del ser del cosmos en evolución, que culmina en el ser humano, y finalmente en Jesús. Por lo tanto, la Biblia, para nosotros, no es un libro de palabras escuchadas a un Theos en las alturas, y ya no sirve para ser base absolutamente segura de una afirmación doctrinal, o respaldo de nuestras ideas personales, y no tiene ningún sentido sopesarlas y discutirlas palabra por palabra.
Entonces, ¿qué es la Biblia para los fieles modernos? Un libro de palabras humanas, pero en el cual autores dotados con una capacidad mística han tratado de expresar sus intensas experiencias del Asombroso trascendente. Porque eso Asombroso continuamente se expresa en el cosmos y especialmente en aquellas mentes humanas que son receptivas a él. Pero la mente humana siempre trabaja con las limitaciones personales y culturales, y éstas se adhieren a sus palabras y son una fuente de deficiencias y también de errores. Por esta mezcla de inspiración divina y de deficiencias humanas, y a causa de la profunda brecha cultural entre los autores y los lectores modernos, y porque frecuentemente surgen malinterpretaciones de esa brecha, tenemos que leer la Biblia con una mente crítica. Uno la puede comparar con una mina de oro, porque lo es: toneladas de piedra inútil y arena, donde a veces encontramos onzas de oro. Eso mismo ocurre con la Biblia. Gracias a este oro, y a pesar de las toneladas de arena, para nosotros, sigue siendo sagrada. Al mismo tiempo ella es la referencia para entender lo que todavía está dentro de nuestra visión cristiana y lo que ya está fuera de ella (esto se aplica en primer lugar al Nuevo Testamento).
3. Los diez mandamientos. La tercera consecuencia de abandonar el teísmo y la religión es la despedida de los Diez Mandamientos. Si Theos, ese legislador celestial y juez castigador (o premiador) desaparece, entonces también desaparecen con él sus mandamientos, los diez bíblicos (los judíos tienen 318) que en realidad engloban la experiencia ética del pueblo judío, y aquellos formulados por la Iglesia que se refieren a ese Theos. Esta ley ética necesita ser reemplazada totalmente. Hasta Nietzsche, en su parábola del tonto que profetizaba el colapso total de la cultura occidental como consecuencia de la «muerte de Dios», vio esa urgente necesidad.
¿Qué tomará el lugar de esa ley ética? La ética del amor. Porque la Realidad Última nos empuja al amor, y este empuje es el verdadero imperativo absoluto. En esta ética el bien ya no es lo que manda alguna ley, sino lo que nace del amor y en la medida en que nace del amor. Esta nueva ética coincide en gran parte con la vieja, porque aquellos preceptos también procedieron del impulso de la evolución cósmica, que en sí misma es pura auto-expresión progresiva del Amor Absoluto. Este impulso evolutivo siempre activo explica el progreso ético hacia la humanización. Son muestras de ese progreso, por ejemplo, la prohibición de la esclavitud, de la tortura, de la opresión, la proclamación de los derechos humanos absolutos de la persona, la democracia, la igualdad de los sexos, la tolerancia, y todas las formas de progreso ético, aceptadas –aunque renuentemente– por los líderes de la Iglesia de Roma.
Pero la nueva ética diferirá claramente de la ética tradicional de la Iglesia en la sexualidad. Ésta ha sido formulada e impuesta por célibes, que consideran un tabú cualquier lujuria sexual fuera del matrimonio sacramental, y muchas formas de ella dentro del matrimonio. En la nueva ética la norma a observar ya no es la ley, trabajo de los seres humanos que adscriben sus decisiones arbitrariamente al supuesto deseo de Theos. Ahora es el amor desinteresado. Esto, por supuesto, tiene consecuencias importantes para la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales y para el volverse a casar. El próximo Sínodo Obispos en Roma, mostrará cuán preparados están los líderes de la Iglesia para dar la bienvenida a esta nueva ética.
4. El poder eclesiástico, estructura o jerarquía. Una cuarta consecuencia de abandonar el teísmo y por lo tanto la religión, es, necesariamente, la despedida de la jerarquía eclesiástica. Sin duda, la nueva imagen de Dios significa el fin de toda institución que justifique sus ideas como un mandato de Theos, un Dios en las alturas. En la modernidad, la autoridad ya no baja un poder invisible, porque ya no existe tal poder. De todas formas, ¿cómo puede alguien probar que el mandato que dice venir del Theos no es falso? En la visión de la fe moderna, la autoridad surge ahora de la profundidad de la realidad humana, en la cual el Amor Original se expresa y se revela a sí mismo. Eso significa que ningún Papa u obispo puede reclamar, más que cualquier fiel, el derecho a enseñar y a gobernar, el llamado Magisterio eclesiástico. Porque, ¿de dónde obtendrían ellos el magisterio? Los textos del Nuevo Testamento que citan para sostener su postura no ayudan, porque esos textos ya no son la infalible «palabra de Dios», sino que expresan sólo honestos puntos de vista de creyentes pre-modernos, para los que todo venía de lo alto.
Pero, ¿no será que la despedida de la jerarquía y de su Magisterio, nos llevará necesariamente a la arbitrariedad y al caos? Por ningún motivo. Porque cada comunidad humana –seguramente también aquella que nació de la radiación del Jesús resucitado–, produce espontáneamente las estructuras que necesita, y también la indispensable estructura de autoridad. Quienes ejercen el poder en la comunidad, reciben ese mandato de la comunidad, en la cual el Espíritu creativo trabaja, y ya no de un Dios imaginario en las alturas, que a través de su Hijo, de los papas y de la curia, haría que parte de su poder descienda sobre los jerarcas. Y éstos reservaban ese poder sólo para sus semejantes masculinos, la mitad de la humanidad. En esta nueva visión no hay razón para la desigualdad. Por eso, ya no es significativo si la persona que es investida de autoridad por la comunidad es hombre o mujer. Y apelar a la Biblia (que por cierto no se pronuncia sobre ese tema) para oponerse a esta igualdad, es inútil, porque la Biblia no es un libro de oráculos divinos, sino que depende de la cultura en la que vivieron los autores, y en esa cultura la mujer no tenía casi ningún papel.
5. El final del sacerdocio. Con la jerarquía pre-moderna, desaparece también el sacerdocio. Los sacerdotes pertenecen al mundo de las religiones, donde se les ha visto siempre y se les ha venerado como mediadores indispensables entre los dioses, o Dios, y la humanidad. Pero para los fieles modernos, ya no hay necesidad de estos mediadores, porque Dios es el Amor Absoluto que se expresa en todas las cosas, sobre todo, en nosotros los seres humanos. Y si hubiera esa necesidad, tenemos a Jesús, y no necesitamos más mediadores. Los sacerdotes ejercen su función como mediadores principalmente haciendo sacrificios y las ofrendas que los creyentes les llevan. Pero los sacrificios hacen de Dios, inconscientemente, una caricatura, como veremos en el inciso 6, donde la crítica al sacrificio cultual se elabora un poco más. De todas formas, la comunidad que surgió en torno a Jesús, durante los primeros dos siglos no tuvo ni sacrificios ni sacerdotes. Ambos no aparecieron hasta el tercer siglo, cuando la Iglesia trató de legitimar su existencia presentándose como una religión. Porque mientras que el judaísmo fue aceptado como una religión en el Imperio Romano, el cristianismo fue considerado como una asociación ilegal, o un club, o una especie de círculo filosófico, porque no tenía ni sacrificios ni sacerdotes.
Pero cuando Dios ya no es Theos en las alturas, sin duda ya no hay la necesidad de sacerdotes. Más aún, la nueva imagen de Dios aleja la idea –de la que está lleno el cristianismo del pasado– de que ese Dios en las alturas debería, por medio de sus representantes humanos, los papas y obispos, seleccionar y nombrar hombres (nunca mujeres) y capacitarlos con un poder mágico, que ningún ser humano posee, para cambiar con una fórmula mágica el pan en cuerpo humano y el vino en sangre humana.
Por lo tanto, una imagen de Dios accesible para la modernidad, no tiene lugar para las llamadas consagraciones u ordenaciones de sacerdotes, que elevarían a los hombres (nunca a las mujeres) a un nivel que para los otros seres humanos es inaccesible. Así que, en lugar de sacerdotes, los fieles modernos sólo hablan de líderes comunitarios, hombres o mujeres indistintamente, una especie de jueces capaces de animar la fe en Jesús y, a través de él, en Dios, y por lo tanto, escogidos y elegidos por la comunidad.
6. El fin, no de los rituales religiosos, sino de los sacramentos. Esta afirmación provocará algunos gritos de protesta. Pero es la consecuencia inevitable de la nueva imagen de Dios y la despedida de la religión. Los sacramentos sin duda, son rituales en los que se creía que Dios en las alturas interviene curando y bendiciendo. De esta curación y bendición, es cierto, no vemos ni sentimos nada, pero tenemos que creer que sucede, y sucede sólo si se siguen un número de prescripciones. Pero si no existe dicho Dios en las alturas, por supuesto nada va a pasar. Ésta es una mala noticia para nuestra Iglesia católica romana, que otorga a los sacramentos el lugar central de la vida cristiana y sostiene que nuestra salvación eterna depende de ellos.
Por supuesto, los seres humanos necesitan rituales (los chimpancés y los bonobo también) porque necesitan encontrar la profundidad sagrada de la realidad cotidiana. Y los rituales lo logran, sólo porque no sirven como medio para obtener algún propósito práctico, no son útiles; la categoría de útiles corresponde sólo a la superficie de la vida. Así, todas las culturas han desarrollado espontáneamente sus propios rituales, religiosos y de otros tipos. La Iglesia también ha desarrollado rituales. Los llama sacramentalia. Siete de éstos se llaman sacramentos.
Estos sacramentos empezaron como rituales de la Iglesia con un rico contenido simbólico. Por ejemplo, el bautismo, originalmente era un baño que evocaba el renacimiento, la renovación. Pero gradualmente han perdido su expresividad simbólica. La culpa es del error de la teología pre-moderna que decía que la única cosa importante en el sacramento es la intervención de Dios de las alturas con su gracia salvífica, y no lo que nosotros, seres humanos sin importancia, hacemos. Así los ritos sacramentales se han reducido, poco a poco, a un mínimo absoluto que era requerido para que Theos pudiera entrar en acción. El baño bautismal se volvió un poco de agua sobre la cabeza del bebé, el pan se volvió una hostia delgada como un papel, que difícilmente se puede llamar pan. Así, los sacramentos se volvieron sólo una señal dirigida al cielo para que abriera sus puertas santas.
Entonces, ¿qué podrá remplazar con ventaja esas señales, que parecen desprovistas de razón, como simples disparadores de la intervención sanadora de Dios en las alturas? Nuevos rituales pueden enriquecer, iluminar, curar, no por una divina intervención desde afuera, sino fomentando con su propia fuerza simbólica nuestra humanización. La nueva imagen de Dios necesita entonces de la creación de nuevos ritos, o una renovación de los existentes, para crear así una nueva liturgia, lo que trataremos en el punto 8.
7. El fin del sacrificio de la Misa. Esa nueva imagen de Dios también significa la despedida del llamado sacrificio de la Misa y de todo lo que en la liturgia de la Misa recuerda la idea del sacrificio. Y eso es mucho. Seguramente, Roma prohíbe explícitamente la negación del carácter sacrificial de la Misa y la alteración de cualquier palabra escrita en los textos. No importa, tenemos que buscar incondicionalmente otro concepto y otros textos. Además, el concepto del sacrificio cultual supone un Dios antropomórfico, cuyos favores, como las autoridades humanas, uno se tiene que ganar con la ayuda de regalos. En la vida social y en la política estos intentos son rechazados y aun condenados, como soborno y corrupción. Los sacrificios son el equivalente religioso de los sobornos.
Pero si dejamos de sobornar al Dios en las alturas y decimos adiós a la interpretación tradicional de la Eucaristía como sacrificio, ¿con qué otra y mejor explicación la podemos sustituir? ¿En qué se convierte la Misa a la luz de la nueva imagen de Dios? Se vuelve una memoria ritual, inspiradora, del gesto simbólico con el cual Jesús, como símbolo de despedida, con la ayuda del pan y del vino, dejó claro su deseo de alimentar a sus discípulos con lo mejor de sí mismo. Esta memoria ritual debería de ser un llamado para hacer en la vida diaria, lo que Jesús hizo en la Última Cena, esto es, estar ahí para sus compañeros, volverse como pan y vino para ellos.
Toda la doctrina mágica de la transubstanciación que se desarrolló en la Edad Media también tiene que ser descartada, porque sólo se sostiene si uno cree que existe un Dios en las alturas, que en el momento en que el sacerdote pronuncia unas palabras mágicas, interviene milagrosamente para cambiar la naturaleza de las cosas. Si algo realmente cambia, no es el pan, porque sigue siendo pan, sino el significado que le damos al pan. Antes, sólo era comida que estaba en la panadería y podía ser comprada; ahora los fieles lo convierten en un símbolo de la presencia de Jesús en la comunidad, que a través de ese símbolo llama a todos sus miembros a ser y a hacer lo que él es y hace. Él está presente ahí de dos formas: está realmente presente en el corazón de la comunidad de los fieles, porque la fe en él –y a través de él en Dios–, significa una unidad real con él; y está simbólicamente presente en el pan y en el vino. Pero una presencia simbólica también es un tipo de presencia real. Porque lo que no es real, tampoco existe. 
8. El fin de la liturgia como un conjunto de reglas de protocolo. Como se ha dicho, la nueva imagen de Dios, exige una nueva liturgia –y no sólo de la Eucaristía–. La liturgia actual es una especie de protocolo, que inconscientemente copia el protocolo que en las épocas pasadas (también, en cierta medida, todavía hoy en día) se debe observar, si uno se acerca a un rey o a un papa. Como si Dios fuera un rey sentado en un trono en el cielo y hubiera diseñado esas reglas litúrgicas. Ese protocolo prescribe meticulosamente lo que el sacerdote que celebra tiene que presentar para que aparezca delante de Dios, cuáles textos tiene que leer en voz alta, cuáles oraciones tiene que decir, qué gestos tiene que hacer, cómo doblar las manos o levantarlas hacia el cielo, o cómo arrodillarse o inclinarse para mojar los dedos, cómo balancear el incensario, etc. Y cuándo se tiene que hacer exactamente cada cosa.
En la creencia pre-moderna este protocolo es considerado como la expresión de la Voluntad Divina, y uno se siente agobiado de culpa si no lo observa meticulosamente. Pero a la luz de la nueva imagen de Dios como el Absoluto Amor que todo lo penetra, pierde su sentido. ¿Con qué lo tendríamos que sustituir? Con reuniones de oración de los fieles en las cuales ellos (o el presidente de la reunión) traten de expresar lo mejor posible, su unión con Jesús y a través de él con Dios. Y lo deberían de hacer con las palabras, imágenes y gestos de su propia época, y no ya con aquellos de la Edad Media, como es el caso de la liturgia pre-moderna. Y en la casa de personas mayores deberían  de hacerlo con otras palabras y formas que en el caso de un grupo de jóvenes. Y en el África negra, con otras que las que se usan en Roma.
9. El fin de la petición y de la intercesión. La nueva imagen de Dios significa también despedirse de la oración de petición. Porque el Amor Absoluto de ninguna manera es un gobernante omnipotente y antropomórfico, alguien que se mueve con súplicas, para intervenir en el curso de los asuntos del mundo, lo que significaría cambiar por un breve momento las leyes naturales inflexibles. Y si no puede intervenir, no tiene sentido invocar su ayuda. Que Jesús nos exhorte a implorar a Dios, sólo prueba que él también pertenecía a una mundo pre-moderno, en el cual todos pensaban que Dios podía intervenir a su antojo, y no sabían que esto significaría el colapso del universo. La única forma de súplica que tiene sentido, es rezar para que nuestro amor crezca. Entonces el Amor Absoluto es el que nos inspira este deseo, y si respondemos a ese impulso rezando por una mayor capacidad de amar, haremos que este amor nos inunde.
La despedida de la oración de petición significa también dejar de invocar la intercesión de los santos. Porque invocarlos significaría tratar de pedirles que persuadan al gobernante divino, que ya sabemos que no somos quiénes para poder hacerlo. La invocación de los santos es algo muy humano, pero es una caricatura del Amor Absoluto, porque Él/Ella/Eso, para nosotros, no es un gobernante inaccesible al que nos podemos acercar sólo por medio de intercesores… Es interesante saber que hasta el final del primer milenio la oración oficial de la Iglesia no mencionaba la intercesión de los santos.
Entonces, ¿qué reemplazará esa praxis humana de la oración de súplica, con o sin intercesor, que proviene de tiempos inmemoriales, cuando los seres humanos se sentían confrontados con poderes invisibles a los que temían y a los que, al mismo tiempo, les pedían ayuda, cuando todavía no entendían los problemas? Una espiritualidad del abandono, nacida de la conciencia que el Amor Absoluto, nos urge a una mayor humanización, y que no tenemos nada más que hacer que seguir nuestro impulso. La oración de súplica sólo tiene sentido si nace de nuestra necesidad esencial, nuestra falta de amor, y no es una búsqueda de cosas accidentales o transitorias, sino un deseo de que el Amor, que es Dios mismo, nos pueda llenar más y más. Porque entonces, es el Espíritu mismo que le grita a Dios en nosotros, como Pablo dice en Rm 8,26.
10. La decadencia de la llamada dimensión vertical de la fe. Esa nueva imagen de Dios significa la caída del énfasis tradicional dado a la piedad y a la obediencia. Ese énfasis sugiere muy claramente que uno ve a Dios como un soberano en las alturas, una visión que marca el cristianismo pre-moderno. ¿Con qué lo deberíamos de reemplazar? Con el énfasis en la dimensión horizontal, esto es, el cuidado, el servicio y el compromiso generoso por una sociedad más humana, lo que Jesús llamó Reino de Dios. Entonces Dios, el Amor Absoluto no podrá más que empujar el cosmos, que es la expresión de sí mismo, hacia una mayor evolución, hacia más amor… y esto no hará sino retroalimentar la plenitud del amor. Él empuja a los seres humanos hacia la meta pidiéndonos que dejemos el ego y nos unamos con los demás seres humanos.
Por eso, la tarea esencial de un cristiano consiste en el compromiso hacia la humanidad y el cosmos, la llamada diaconía, mucho más que en la liturgia. Jesús mismo nos hizo saber que la reconciliación con el «hermano» tiene prioridad sobre el hacer sacrificios, y que no está de acuerdo con los que claman «Señor, Señor», sino con aquellos que hacen la voluntad de su Padre. Y la voluntad del Padre es lo que aquí hemos definido como el Amor Absoluto.
9. Conclusión
¿Qué es lo que queda después del monumento milenario católico, si uno abandona el Theos y de hecho se convierte en un fiel «a-teo»? No tengan duda: queda la esencia. Y esa esencia no es la definición del credo, no es un libro con palabras infalibles de Dios, no son los diez mandamientos, no es una jerarquía autocrática, no son los sacramentos y el sacerdocio, o la misa y los rituales de la liturgia, no es la oración de petición ni la obediencia a las reglas de la iglesia. Es la conciencia de que participamos en un cosmos que es la autoexpresión, continuamente en movimiento evolutivo, del Espíritu creativo, que es Amor, junto con el deseo de movernos hacia ese Amor, siguiendo a Jesús, que conocemos como el eternamente vivo, porque es y era totalmente amoroso. Para alguien que piense así, por supuesto, es difícil sentirse cómodo, como en casa, en la vida diaria de una Iglesia pre-moderna, con sus conceptos y usos de formas de piedad. Pero esa persona no debería dejar la comunidad. Debería de considerar que la forma de fe pre-moderna ha sido un camino para innumerables cristianos y para una muy grande parte de la humanidad hacia una profunda unión con el Amor Absoluto. Y continúa siendo un camino para todos nuestros amigos cristianos que todavía no ven que los tiempos han cambiado.
Al principio parece que la fe y la modernidad se excluyen. Pero no sólo no lo hacen, sino que se complementan y enriquecen uno a otra. La fe cristiana enriquece la modernidad liberándola de su ceguera frente a una Realidad que nos trasciende totalmente a la vez que nos abraza. Sin esa intuición la confesión humanista del valor absoluto de la persona humana y de los derechos humanos pierden su fundamento indispensable. Porque sin un Amor Absoluto, creativo, que impulsa al cosmos y a la humanidad a una mayor evolución, la raza humana es sólo una rama de la familia de mamíferos un poco más evolucionada y no tiene ningún valor absoluto. Esa evolución de homo sapiens sería sólo el resultado accidental de una mutación ciega y de la selección natural durante largos períodos astronómicos. Además, la persona humana con sus derechos inviolables sería sólo el resultado de la evolución orgánica de un zigoto que, con la visión humanista moderna, no tiene ningún derecho. ¿De dónde vendría entonces ese valor absoluto?
Por otro lado, la modernidad enriquece nuestra fe y la complementa, liberándola de la imagen antropomórfica de Theos en lo alto del cielo que ha heredado de las generaciones prehistóricas, y que  todavía no se arriesga a abandonar, aunque no era más que resultado de pura ignorancia. Esa imagen, en realidad, ha siso una mampara entre nosotros y el Amor Absoluto. En el mejor de los casos es un dedo que apunta a Él/Ella/Eso. Y tenemos que mirar hacia la Realidad Última, y no a ese dedo. Además, si el cosmos es una auto-expresión del Misterio que es Dios, entonces yo también pertenezco a esa auto-expresión y Dios se vuelve inconcebiblemente cercano a mí, se vuelve más profundo que mi realidad más profunda. Y así, lo puedo encontrar –y ésa es mi más profunda necesidad– siempre y en todas partes. Al mismo tiempo, la modernidad purifica la fe tradicional de la intolerancia, del deseo de poder, del fanatismo, de las supersticiones, las ilusiones y los miedos que proliferan en todas las religiones. Enriquece la fe con su insistencia en lo existencial, lo intramundano, lo racional, lo real.
La modernidad y la fe sin duda van juntas, y es bueno que así sea, porque se necesitan mucho mutuamente.

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