Por. Roger
LENAERS sj
Publicado originalmente en inglés en la revista
«HORIZONTE»,
vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo
Horizonte, Brasil.
Traducción al castellano de Francesca Toffano
8.
Consecuencias de la doctrina de la Iglesia
Hasta
aquí el credo. Pero toda la doctrina de la Iglesia se basa en el pensamiento
teísta. Por eso, toda ella debería de ser examinada, y su mayor parte parecerá
anticuada y exigirá una reformulación moderna. Debido al tamaño limitado de
este artículo, podemos hacerlo sólo de algunas aseveraciones y convicciones de
esta doctrina. Sólo vamos a tratar unos pocos puntos.
1. El
dogma mariano y la confesión de la Trinidad. Para empezar, las afirmaciones y las
tradiciones que fluyen directamente del dogma niceno de que Jesús es «Dios
verdadero de Dios verdadero» dejan de tener sentido. En consecuencia, tenemos
que dejar de llamar a María «la Madre de Dios». Ella es, sencillamente, la
madre de Jesús de Nazaret. Pero con el abandono de este primer dogma mariano se
colapsa también el de la concepción sin pecado original promulgado en 1854, y
el de su resurrección corporal y su asunción al cielo, promulgado en 1950.
Estos dogmas no se pueden reemplazar por una formulación moderna. Su contenido
es demasiado pre-moderno.
También,
la doctrina de la Trinidad, como se entiende comúnmente –lo que significa:
comúnmente malentendida y malinterpretada como la confesión de tres Dioses
iguales–, ya no se puede sostener. Para dejarlo claro: en una visión moderna
del mundo, permanece inalterada la confesión de Dios como Creador del cielo y
de la tierra, entendido como el Amor Absoluto, que en el curso de la evolución
cósmica se expresa y se revela progresivamente, primero en la materia, luego en
la vida, luego en la consciencia, y luego en la inteligencia humana, y
finalmente, como el amor total y desinteresado de Jesús y en aquellos en los
que vive Jesús. Además, la confesión de Jesús como su más perfecta
auto-expresión. Y finalmente, la comprensión del Espíritu como una actividad
vivificante de ese Amor Absoluto.
2. La
Biblia como un libro con «las palabras de Dios». Hay mucho más que debemos de cambiar, si
nos queremos despegar del teísmo y, por tanto, de su forma organizada: la
religión. Primero nuestra actitud hacia la Biblia. Porque todas las
afirmaciones del credo se basan en la Biblia. Pero la fe en los libros
sagrados, que supuestamente vienen de Dios el altísimo y por tanto se consideran
infalibles y obligantes, es un rasgo típico de las religiones. La Iglesia
también considera que la Biblia es un libro de revelaciones sobrenaturales, y
la llama «Palabra de Dios». Como creyentes, los cristianos que pertenecemos a
la modernidad necesitamos un nuevo acercamiento a ese «libro sagrado». Porque
ya no podemos llamar a la Biblia «Palabra de Dios». ¿Por qué no?
Porque
las palabras son el resultado del hablar humano, y ya no podemos decir que la
Realidad Última habla. Un Dios que habla es un ser totalmente antropomórfico.
Sin duda, para ser capaz de hablar uno necesita una fisiología con pulmones,
cuerdas vocales, lengua, boca, etc. Además, supone un sistema de lenguaje
humano, y cualquier sistema semejante, depende de convenciones humanas. Atribuirle
todo eso a Dios, es sacarlo de su absoluta trascendencia. ¿Por qué la Iglesia
primitiva pensó en ello? Porque estaba constituida por judíos, y ellos
consideran a la Biblia como una colección de palabras que Yahvé les comunicó o
incluso les dictó a Moisés y a los profetas. Debido a que pertenecemos a la
modernidad, nosotros ya no podemos pensar como ellos lo hacían. Por otra parte,
la conducta de los musulmanes y los judíos ortodoxos, que todavía así
consideran a sus libros sagrados y los citan para justificar actos inhumanos,
muestra muy claramente los problemas que puede causar esa creencia.
Como
fieles modernos, nosotros ya no podemos decir que Dios habla; sólo podemos
decir que el Amor Absoluto se expresa, porque ésa es la forma moderna de
entender la creación: como auto-expresión del ser del cosmos en evolución, que
culmina en el ser humano, y finalmente en Jesús. Por lo tanto, la Biblia, para
nosotros, no es un libro de palabras escuchadas a un Theos en las
alturas, y ya no sirve para ser base absolutamente segura de una afirmación
doctrinal, o respaldo de nuestras ideas personales, y no tiene ningún sentido
sopesarlas y discutirlas palabra por palabra.
Entonces,
¿qué es la Biblia para los fieles modernos? Un libro de palabras humanas, pero
en el cual autores dotados con una capacidad mística han tratado de expresar
sus intensas experiencias del Asombroso trascendente. Porque eso Asombroso
continuamente se expresa en el cosmos y especialmente en aquellas mentes
humanas que son receptivas a él. Pero la mente humana siempre trabaja con las
limitaciones personales y culturales, y éstas se adhieren a sus palabras y son
una fuente de deficiencias y también de errores. Por esta mezcla de inspiración
divina y de deficiencias humanas, y a causa de la profunda brecha cultural
entre los autores y los lectores modernos, y porque frecuentemente surgen
malinterpretaciones de esa brecha, tenemos que leer la Biblia con una mente
crítica. Uno la puede comparar con una mina de oro, porque lo es: toneladas de
piedra inútil y arena, donde a veces encontramos onzas de oro. Eso mismo ocurre
con la Biblia. Gracias a este oro, y a pesar de las toneladas de arena, para
nosotros, sigue siendo sagrada. Al mismo tiempo ella es la referencia para
entender lo que todavía está dentro de nuestra visión cristiana y lo que ya
está fuera de ella (esto se aplica en primer lugar al Nuevo Testamento).
3. Los
diez mandamientos. La
tercera consecuencia de abandonar el teísmo y la religión es la despedida de
los Diez Mandamientos. Si Theos, ese legislador celestial y juez
castigador (o premiador) desaparece, entonces también desaparecen con él sus
mandamientos, los diez bíblicos (los judíos tienen 318) que en realidad
engloban la experiencia ética del pueblo judío, y aquellos formulados por la Iglesia
que se refieren a ese Theos. Esta ley ética necesita ser reemplazada
totalmente. Hasta Nietzsche, en su parábola del tonto que profetizaba el
colapso total de la cultura occidental como consecuencia de la «muerte de
Dios», vio esa urgente necesidad.
¿Qué
tomará el lugar de esa ley ética? La ética del amor. Porque la Realidad Última
nos empuja al amor, y este empuje es el verdadero imperativo absoluto. En esta
ética el bien ya no es lo que manda alguna ley, sino lo que nace del amor y en
la medida en que nace del amor. Esta nueva ética coincide en gran parte con la
vieja, porque aquellos preceptos también procedieron del impulso de la
evolución cósmica, que en sí misma es pura auto-expresión progresiva del Amor
Absoluto. Este impulso evolutivo siempre activo explica el progreso ético hacia
la humanización. Son muestras de ese progreso, por ejemplo, la prohibición de
la esclavitud, de la tortura, de la opresión, la proclamación de los derechos
humanos absolutos de la persona, la democracia, la igualdad de los sexos, la
tolerancia, y todas las formas de progreso ético, aceptadas –aunque
renuentemente– por los líderes de la Iglesia de Roma.
Pero la
nueva ética diferirá claramente de la ética tradicional de la Iglesia en la
sexualidad. Ésta ha sido formulada e impuesta por célibes, que consideran un
tabú cualquier lujuria sexual fuera del matrimonio sacramental, y muchas formas
de ella dentro del matrimonio. En la nueva ética la norma a observar ya no es
la ley, trabajo de los seres humanos que adscriben sus decisiones
arbitrariamente al supuesto deseo de Theos. Ahora es el amor
desinteresado. Esto, por supuesto, tiene consecuencias importantes para la
homosexualidad, las relaciones prematrimoniales y para el volverse a casar. El
próximo Sínodo Obispos en Roma, mostrará cuán preparados están los líderes de
la Iglesia para dar la bienvenida a esta nueva ética.
4.
El poder eclesiástico, estructura o jerarquía. Una cuarta consecuencia de abandonar el
teísmo y por lo tanto la religión, es, necesariamente, la despedida de la
jerarquía eclesiástica. Sin duda, la nueva imagen de Dios significa el fin de
toda institución que justifique sus ideas como un mandato de Theos, un
Dios en las alturas. En la modernidad, la autoridad ya no baja un poder
invisible, porque ya no existe tal poder. De todas formas, ¿cómo puede alguien
probar que el mandato que dice venir del Theos no es falso? En la visión de la
fe moderna, la autoridad surge ahora de la profundidad de la realidad humana,
en la cual el Amor Original se expresa y se revela a sí mismo. Eso significa
que ningún Papa u obispo puede reclamar, más que cualquier fiel, el derecho a
enseñar y a gobernar, el llamado Magisterio eclesiástico. Porque, ¿de
dónde obtendrían ellos el magisterio? Los textos del Nuevo Testamento
que citan para sostener su postura no ayudan, porque esos textos ya no son la
infalible «palabra de Dios», sino que expresan sólo honestos puntos de vista de
creyentes pre-modernos, para los que todo venía de lo alto.
Pero, ¿no
será que la despedida de la jerarquía y de su Magisterio, nos llevará
necesariamente a la arbitrariedad y al caos? Por ningún motivo. Porque cada
comunidad humana –seguramente también aquella que nació de la radiación del
Jesús resucitado–, produce espontáneamente las estructuras que necesita, y
también la indispensable estructura de autoridad. Quienes ejercen el poder en
la comunidad, reciben ese mandato de la comunidad, en la cual el Espíritu
creativo trabaja, y ya no de un Dios imaginario en las alturas, que a través de
su Hijo, de los papas y de la curia, haría que parte de su poder descienda
sobre los jerarcas. Y éstos reservaban ese poder sólo para sus semejantes
masculinos, la mitad de la humanidad. En esta nueva visión no hay razón para la
desigualdad. Por eso, ya no es significativo si la persona que es investida de
autoridad por la comunidad es hombre o mujer. Y apelar a la Biblia (que por
cierto no se pronuncia sobre ese tema) para oponerse a esta igualdad, es
inútil, porque la Biblia no es un libro de oráculos divinos, sino que depende
de la cultura en la que vivieron los autores, y en esa cultura la mujer no
tenía casi ningún papel.
5. El
final del sacerdocio.
Con la jerarquía pre-moderna, desaparece también el sacerdocio. Los sacerdotes
pertenecen al mundo de las religiones, donde se les ha visto siempre y se les
ha venerado como mediadores indispensables entre los dioses, o Dios, y la
humanidad. Pero para los fieles modernos, ya no hay necesidad de estos
mediadores, porque Dios es el Amor Absoluto que se expresa en todas las cosas,
sobre todo, en nosotros los seres humanos. Y si hubiera esa necesidad, tenemos
a Jesús, y no necesitamos más mediadores. Los sacerdotes ejercen su función
como mediadores principalmente haciendo sacrificios y las ofrendas que los
creyentes les llevan. Pero los sacrificios hacen de Dios, inconscientemente,
una caricatura, como veremos en el inciso 6, donde la crítica al sacrificio
cultual se elabora un poco más. De todas formas, la comunidad que surgió en
torno a Jesús, durante los primeros dos siglos no tuvo ni sacrificios ni
sacerdotes. Ambos no aparecieron hasta el tercer siglo, cuando la Iglesia trató
de legitimar su existencia presentándose como una religión. Porque mientras que
el judaísmo fue aceptado como una religión en el Imperio Romano, el cristianismo
fue considerado como una asociación ilegal, o un club, o una especie de círculo
filosófico, porque no tenía ni sacrificios ni sacerdotes.
Pero
cuando Dios ya no es Theos en las alturas, sin duda ya no hay la
necesidad de sacerdotes. Más aún, la nueva imagen de Dios aleja la idea –de la
que está lleno el cristianismo del pasado– de que ese Dios en las alturas
debería, por medio de sus representantes humanos, los papas y obispos, seleccionar
y nombrar hombres (nunca mujeres) y capacitarlos con un poder mágico, que
ningún ser humano posee, para cambiar con una fórmula mágica el pan en cuerpo
humano y el vino en sangre humana.
Por lo
tanto, una imagen de Dios accesible para la modernidad, no tiene lugar para las
llamadas consagraciones u ordenaciones de sacerdotes, que elevarían a los
hombres (nunca a las mujeres) a un nivel que para los otros seres humanos es
inaccesible. Así que, en lugar de sacerdotes, los fieles modernos sólo hablan
de líderes comunitarios, hombres o mujeres indistintamente, una especie de
jueces capaces de animar la fe en Jesús y, a través de él, en Dios, y por lo
tanto, escogidos y elegidos por la comunidad.
6.
El fin, no de los rituales religiosos, sino de los sacramentos. Esta afirmación provocará algunos gritos
de protesta. Pero es la consecuencia inevitable de la nueva imagen de Dios y la
despedida de la religión. Los sacramentos sin duda, son rituales en los que se
creía que Dios en las alturas interviene curando y bendiciendo. De esta
curación y bendición, es cierto, no vemos ni sentimos nada, pero tenemos que
creer que sucede, y sucede sólo si se siguen un número de prescripciones. Pero
si no existe dicho Dios en las alturas, por supuesto nada va a pasar. Ésta es
una mala noticia para nuestra Iglesia católica romana, que otorga a los
sacramentos el lugar central de la vida cristiana y sostiene que nuestra
salvación eterna depende de ellos.
Por
supuesto, los seres humanos necesitan rituales (los chimpancés y los bonobo
también) porque necesitan encontrar la profundidad sagrada de la realidad
cotidiana. Y los rituales lo logran, sólo porque no sirven como medio para
obtener algún propósito práctico, no son útiles; la categoría de útiles
corresponde sólo a la superficie de la vida. Así, todas las culturas han
desarrollado espontáneamente sus propios rituales, religiosos y de otros tipos.
La Iglesia también ha desarrollado rituales. Los llama sacramentalia.
Siete de éstos se llaman sacramentos.
Estos
sacramentos empezaron como rituales de la Iglesia con un rico contenido
simbólico. Por ejemplo, el bautismo, originalmente era un baño que evocaba el
renacimiento, la renovación. Pero gradualmente han perdido su expresividad
simbólica. La culpa es del error de la teología pre-moderna que decía que la
única cosa importante en el sacramento es la intervención de Dios de las
alturas con su gracia salvífica, y no lo que nosotros, seres humanos sin
importancia, hacemos. Así los ritos sacramentales se han reducido, poco a poco,
a un mínimo absoluto que era requerido para que Theos pudiera entrar en
acción. El baño bautismal se volvió un poco de agua sobre la cabeza del bebé,
el pan se volvió una hostia delgada como un papel, que difícilmente se puede
llamar pan. Así, los sacramentos se volvieron sólo una señal dirigida al cielo
para que abriera sus puertas santas.
Entonces,
¿qué podrá remplazar con ventaja esas señales, que parecen desprovistas de
razón, como simples disparadores de la intervención sanadora de Dios en las
alturas? Nuevos rituales pueden enriquecer, iluminar, curar, no por una divina
intervención desde afuera, sino fomentando con su propia fuerza simbólica
nuestra humanización. La nueva imagen de Dios necesita entonces de la creación
de nuevos ritos, o una renovación de los existentes, para crear así una nueva
liturgia, lo que trataremos en el punto 8.
7.
El fin del sacrificio de la Misa.
Esa nueva imagen de Dios también significa la despedida del llamado sacrificio
de la Misa y de todo lo que en la liturgia de la Misa recuerda la idea del
sacrificio. Y eso es mucho. Seguramente, Roma prohíbe explícitamente la
negación del carácter sacrificial de la Misa y la alteración de cualquier
palabra escrita en los textos. No importa, tenemos que buscar incondicionalmente
otro concepto y otros textos. Además, el concepto del sacrificio cultual supone
un Dios antropomórfico, cuyos favores, como las autoridades humanas, uno se
tiene que ganar con la ayuda de regalos. En la vida social y en la política
estos intentos son rechazados y aun condenados, como soborno y corrupción. Los
sacrificios son el equivalente religioso de los sobornos.
Pero si
dejamos de sobornar al Dios en las alturas y decimos adiós a la interpretación
tradicional de la Eucaristía como sacrificio, ¿con qué otra y mejor explicación
la podemos sustituir? ¿En qué se convierte la Misa a la luz de la nueva imagen
de Dios? Se vuelve una memoria ritual, inspiradora, del gesto simbólico con el
cual Jesús, como símbolo de despedida, con la ayuda del pan y del vino, dejó
claro su deseo de alimentar a sus discípulos con lo mejor de sí mismo. Esta
memoria ritual debería de ser un llamado para hacer en la vida diaria, lo que
Jesús hizo en la Última Cena, esto es, estar ahí para sus compañeros, volverse
como pan y vino para ellos.
Toda la
doctrina mágica de la transubstanciación que se desarrolló en la Edad Media
también tiene que ser descartada, porque sólo se sostiene si uno cree que
existe un Dios en las alturas, que en el momento en que el sacerdote pronuncia
unas palabras mágicas, interviene milagrosamente para cambiar la naturaleza de
las cosas. Si algo realmente cambia, no es el pan, porque sigue siendo pan,
sino el significado que le damos al pan. Antes, sólo era comida que estaba en
la panadería y podía ser comprada; ahora los fieles lo convierten en un símbolo
de la presencia de Jesús en la comunidad, que a través de ese símbolo llama a
todos sus miembros a ser y a hacer lo que él es y hace. Él está presente ahí de
dos formas: está realmente presente en el corazón de la comunidad de los
fieles, porque la fe en él –y a través de él en Dios–, significa una unidad
real con él; y está simbólicamente presente en el pan y en el vino. Pero una
presencia simbólica también es un tipo de presencia real. Porque lo que no es real,
tampoco existe.
8.
El fin de la liturgia como un conjunto de reglas de protocolo. Como se ha dicho, la nueva imagen de Dios,
exige una nueva liturgia –y no sólo de la Eucaristía–. La liturgia actual es
una especie de protocolo, que inconscientemente copia el protocolo que en las
épocas pasadas (también, en cierta medida, todavía hoy en día) se debe
observar, si uno se acerca a un rey o a un papa. Como si Dios fuera un rey
sentado en un trono en el cielo y hubiera diseñado esas reglas litúrgicas. Ese protocolo
prescribe meticulosamente lo que el sacerdote que celebra tiene que presentar
para que aparezca delante de Dios, cuáles textos tiene que leer en voz alta,
cuáles oraciones tiene que decir, qué gestos tiene que hacer, cómo doblar las
manos o levantarlas hacia el cielo, o cómo arrodillarse o inclinarse para mojar
los dedos, cómo balancear el incensario, etc. Y cuándo se tiene que hacer
exactamente cada cosa.
En la
creencia pre-moderna este protocolo es considerado como la expresión de la
Voluntad Divina, y uno se siente agobiado de culpa si no lo observa
meticulosamente. Pero a la luz de la nueva imagen de Dios como el Absoluto Amor
que todo lo penetra, pierde su sentido. ¿Con qué lo tendríamos que sustituir?
Con reuniones de oración de los fieles en las cuales ellos (o el presidente de
la reunión) traten de expresar lo mejor posible, su unión con Jesús y a través
de él con Dios. Y lo deberían de hacer con las palabras, imágenes y gestos de
su propia época, y no ya con aquellos de la Edad Media, como es el caso de la
liturgia pre-moderna. Y en la casa de personas mayores deberían de
hacerlo con otras palabras y formas que en el caso de un grupo de jóvenes. Y en
el África negra, con otras que las que se usan en Roma.
9.
El fin de la petición y de la intercesión. La nueva imagen de Dios significa también
despedirse de la oración de petición. Porque el Amor Absoluto de ninguna manera
es un gobernante omnipotente y antropomórfico, alguien que se mueve con
súplicas, para intervenir en el curso de los asuntos del mundo, lo que
significaría cambiar por un breve momento las leyes naturales inflexibles. Y si
no puede intervenir, no tiene sentido invocar su ayuda. Que Jesús nos exhorte a
implorar a Dios, sólo prueba que él también pertenecía a una mundo pre-moderno,
en el cual todos pensaban que Dios podía intervenir a su antojo, y no sabían
que esto significaría el colapso del universo. La única forma de súplica que
tiene sentido, es rezar para que nuestro amor crezca. Entonces el Amor Absoluto
es el que nos inspira este deseo, y si respondemos a ese impulso rezando por
una mayor capacidad de amar, haremos que este amor nos inunde.
La
despedida de la oración de petición significa también dejar de invocar la
intercesión de los santos. Porque invocarlos significaría tratar de pedirles
que persuadan al gobernante divino, que ya sabemos que no somos quiénes para
poder hacerlo. La invocación de los santos es algo muy humano, pero es una
caricatura del Amor Absoluto, porque Él/Ella/Eso, para nosotros, no es un
gobernante inaccesible al que nos podemos acercar sólo por medio de
intercesores… Es interesante saber que hasta el final del primer milenio la
oración oficial de la Iglesia no mencionaba la intercesión de los santos.
Entonces,
¿qué reemplazará esa praxis humana de la oración de súplica, con o sin
intercesor, que proviene de tiempos inmemoriales, cuando los seres humanos se
sentían confrontados con poderes invisibles a los que temían y a los que, al
mismo tiempo, les pedían ayuda, cuando todavía no entendían los problemas? Una
espiritualidad del abandono, nacida de la conciencia que el Amor Absoluto, nos
urge a una mayor humanización, y que no tenemos nada más que hacer que seguir
nuestro impulso. La oración de súplica sólo tiene sentido si nace de nuestra
necesidad esencial, nuestra falta de amor, y no es una búsqueda de cosas
accidentales o transitorias, sino un deseo de que el Amor, que es Dios mismo,
nos pueda llenar más y más. Porque entonces, es el Espíritu mismo que le grita
a Dios en nosotros, como Pablo dice en Rm 8,26.
10.
La decadencia de la llamada dimensión vertical de la fe. Esa nueva imagen de Dios significa la
caída del énfasis tradicional dado a la piedad y a la obediencia. Ese énfasis
sugiere muy claramente que uno ve a Dios como un soberano en las alturas, una
visión que marca el cristianismo pre-moderno. ¿Con qué lo deberíamos de
reemplazar? Con el énfasis en la dimensión horizontal, esto es, el cuidado, el
servicio y el compromiso generoso por una sociedad más humana, lo que Jesús
llamó Reino de Dios. Entonces Dios, el Amor Absoluto no podrá más que
empujar el cosmos, que es la expresión de sí mismo, hacia una mayor evolución,
hacia más amor… y esto no hará sino retroalimentar la plenitud del amor. Él
empuja a los seres humanos hacia la meta pidiéndonos que dejemos el ego
y nos unamos con los demás seres humanos.
Por eso,
la tarea esencial de un cristiano consiste en el compromiso hacia la humanidad
y el cosmos, la llamada diaconía, mucho más que en la liturgia. Jesús
mismo nos hizo saber que la reconciliación con el «hermano» tiene prioridad
sobre el hacer sacrificios, y que no está de acuerdo con los que claman «Señor,
Señor», sino con aquellos que hacen la voluntad de su Padre. Y la voluntad del
Padre es lo que aquí hemos definido como el Amor Absoluto.
9.
Conclusión
¿Qué es
lo que queda después del monumento milenario católico, si uno abandona el Theos
y de hecho se convierte en un fiel «a-teo»? No tengan duda: queda la esencia. Y
esa esencia no es la definición del credo, no es un libro con palabras
infalibles de Dios, no son los diez mandamientos, no es una jerarquía
autocrática, no son los sacramentos y el sacerdocio, o la misa y los rituales
de la liturgia, no es la oración de petición ni la obediencia a las reglas de
la iglesia. Es la conciencia de que participamos en un cosmos que es la
autoexpresión, continuamente en movimiento evolutivo, del Espíritu creativo,
que es Amor, junto con el deseo de movernos hacia ese Amor, siguiendo a Jesús,
que conocemos como el eternamente vivo, porque es y era totalmente amoroso.
Para alguien que piense así, por supuesto, es difícil sentirse cómodo, como en
casa, en la vida diaria de una Iglesia pre-moderna, con sus conceptos y usos de
formas de piedad. Pero esa persona no debería dejar la comunidad. Debería de
considerar que la forma de fe pre-moderna ha sido un camino para innumerables
cristianos y para una muy grande parte de la humanidad hacia una profunda unión
con el Amor Absoluto. Y continúa siendo un camino para todos nuestros amigos
cristianos que todavía no ven que los tiempos han cambiado.
Al
principio parece que la fe y la modernidad se excluyen. Pero no sólo no lo
hacen, sino que se complementan y enriquecen uno a otra. La fe cristiana
enriquece la modernidad liberándola de su ceguera frente a una Realidad que nos
trasciende totalmente a la vez que nos abraza. Sin esa intuición la confesión
humanista del valor absoluto de la persona humana y de los derechos humanos
pierden su fundamento indispensable. Porque sin un Amor Absoluto, creativo, que
impulsa al cosmos y a la humanidad a una mayor evolución, la raza humana es
sólo una rama de la familia de mamíferos un poco más evolucionada y no tiene
ningún valor absoluto. Esa evolución de homo sapiens sería sólo el
resultado accidental de una mutación ciega y de la selección natural durante
largos períodos astronómicos. Además, la persona humana con sus derechos
inviolables sería sólo el resultado de la evolución orgánica de un zigoto que,
con la visión humanista moderna, no tiene ningún derecho. ¿De dónde vendría
entonces ese valor absoluto?
Por otro
lado, la modernidad enriquece nuestra fe y la complementa, liberándola de la
imagen antropomórfica de Theos en lo alto del cielo que ha heredado de
las generaciones prehistóricas, y que todavía no se arriesga a abandonar,
aunque no era más que resultado de pura ignorancia. Esa imagen, en realidad, ha
siso una mampara entre nosotros y el Amor Absoluto. En el mejor de los casos es
un dedo que apunta a Él/Ella/Eso. Y tenemos que mirar hacia la Realidad Última,
y no a ese dedo. Además, si el cosmos es una auto-expresión del Misterio que es
Dios, entonces yo también pertenezco a esa auto-expresión y Dios se vuelve
inconcebiblemente cercano a mí, se vuelve más profundo que mi realidad más
profunda. Y así, lo puedo encontrar –y ésa es mi más profunda necesidad–
siempre y en todas partes. Al mismo tiempo, la modernidad purifica la fe
tradicional de la intolerancia, del deseo de poder, del fanatismo, de las
supersticiones, las ilusiones y los miedos que proliferan en todas las
religiones. Enriquece la fe con su insistencia en lo existencial, lo
intramundano, lo racional, lo real.
La
modernidad y la fe sin duda van juntas, y es bueno que así sea, porque se
necesitan mucho mutuamente.
Fuente: http://servicioskoinonia.org
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