Por. Roger
LENAERS sj
Publicado originalmente en inglés en la revista
«HORIZONTE»,
vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo
Horizonte, Brasil.
Traducción al castellano de Francesca Toffano
4. Una
despedida del credo redactado
¿Cuáles
son los cambios más necesarios? Para empezar, el credo tiene que ser
reformulado de nuevo. Porque al abandonar la imagen teísta de Dios que la
tradición cristiana ha heredado de la milenaria historia de la raza humana, la
fe moderna ya no puede confesar un credo en el que Jesús es el único Hijo de
Dios, nacido antes de todos los siglos del Padre (porqué, ¿cómo podrían saber
eso los seres humanos?), que descendió del cielo (porque ya no hay dos pisos,
el nuestro y el de Dios, y por lo tanto no se puede pasar de uno a otro), y que
se ha levantado de la tumba y ascendió al cielo (porque eso contradice todas
las leyes naturales) y regresará a juzgar a todos. Para decirlo brevemente: la
confesión de que Jesús es «Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero», que
desde el Concilio de Nicea ha sido el pilar central de la fe cristiana, ya no
se sostiene.
Hay más
motivos que nos fuerzan a dejar el credo formulado en Nicea. En la modernidad
cada declaración tiene que demostrar que se sostiene sobre bases controlables,
no sólo sobre creencias. Pero, ¿cómo se podría probar que un ser humano es al
mismo tiempo el Dios trascendente? ¿Y cómo podría la psicología de un ser
humano, que necesariamente es limitado y está marcado por una cultura
específica, y que por lo tanto puede estar equivocado, cómo podría ser, al
mismo tiempo, el todopoderoso y omnisciente Theos? Además, no debemos
olvidar que, durante la primera mitad del primer siglo después de su muerte,
Jesús no se consideraba ni se veneraba como Dios. El dogma de Nicea, Jesús Dios
verdadero de Dios verdadero, es un desarrollo posterior, resultado de causas
históricas, y es, en cierto sentido, una desviación de la fe original.
Pero,
¿por qué deberíamos de cambiar ese dogma de Nicea para que Jesús pueda quedar
como el centro de nuestra existencia y la fuente de nuestra salvación? Por la
convicción, basada en sus hechos y palabras, de que en él el Amor Absoluto se
ha revelado a sí mismo en la forma más expresiva. Ése es sin lugar a dudas, el
corazón de nuestra fe cristiana. No deberíamos esperar otro salvador; para
nosotros él es nuestro Alfa y Omega. Sólo tenemos que seguirle.
Pero el
dogma niceno es sólo uno de los artículos de fe del credo que claramente
suponen una imagen teísta de Dios. Hay otros. Primero, el del nacimiento
virginal de ese salvador de la humanidad. De hecho, los dos relatos, el de la
concepción y el del nacimiento de Jesús, en el evangelio de Mateo y en el de
Lucas, niegan el rol paterno explícito que para una concepción es
biológicamente necesario. Según ello, la madre de Jesús habría permanecido
virgen. Su nacimiento habría sido un caso de partenogénesis. Pero en la familia
de los mamíferos, a la cual pertenecemos los seres humanos, la partenogénesis
es impensable. Además, la falta de fecundación con semen masculino hubiera dado
como consecuencia la imposibilidad de un zigoto con cromosomas XY, que es
constitutivo del sexo masculino. El feto en el seno de María tendría un par de
cromosomas XX, así que Jesús hubiera sido mujer. Esa conclusión, a la que nos
lleva la ciencia moderna, parece blasfema y herética. Pero si rechazamos esa
conclusión totalmente científica y confiable, ya no podemos armonizar la fe con
la modernidad, lo cual sería catastrófico para ambas partes.
En el
caso del nacimiento virginal, encontramos sólo una explicación pre-moderna y
pre-científica de una experiencia real. Los seguidores de Jesús habían
experimentado que no era como nosotros, egocéntricos, fallidos, decepcionantes…
que en aquel caso, había nacido un nuevo y maravilloso tipo de ser humano, una
nueva creación, que era pura expresión de Dios. Si un hijo suele llevar las
características del padre, en Jesús aparecían mucho menos los rasgos del hombre
que lo había procreado, que de Dios mismo. Por lo tanto, al ver al Jesús adulto
al que anunciaron, ambos evangelistas adjudicaron esa concepción en una especie
de mirada retrospectiva, no a un hombre de carne y hueso, sino a la actividad
creadora del Espíritu de Dios, queriendo expresar así que toda la vida de
Jesús, desde el principio, estuvo conectada y conducida por el Espíritu de
Dios. En la tradición bíblica, el Espíritu o Aliento de Dios es
una fuerza creativa que llena de vida el universo y lo renueva y lo empuja
hacia su perfección. La plenitud de la vida que los seguidores de Jesús
experimentaron en él, es la realidad que subyace bajo la mitología de la
concepción sin semen humano. Entendido de esta manera, ese artículo del credo
puede ser aceptado por una persona moderna, sea creyente o no creyente.
5. La
imposibilidad de la resurrección del cuerpo
Pero este
Jesús adulto ¡está muerto hace nada menos que 2.000 años…! ¿Cómo puede ser la
fuente de nuestra salvación hoy en día? Porque suponemos que nos puede alcanzar
y lo podemos alcanzar. La respuesta tradicional a esa objeción, está basada en
la imagen totalmente teísta de un Dios para el cual nada es imposible. Esa
respuesta es la resurrección de Jesús: el tercer día después de su muerte, se
levantó de la tumba. Pero todo el que ha ido a la escuela, sabe hoy en día que
el cerebro humano, después de estar privado de oxigeno por menos de un cuarto
de hora, se empieza a dañar y ya no puede organizar ni manejar las funciones
del cuerpo humano. Y después de 24 horas se ha reducido irremediablemente a una
masa inutilizable de células en descomposición. Por lo que hoy día es
impensable que esa persona muerta pueda regresar a la vida: ya no tiene el
cerebro que es indispensable. Así como admitir el nacimiento virginal de Jesús,
admitir la resurrección del cuerpo es una negación de la verdad científica, y
esa negación hace que la integración de la fe a la modernidad sea imposible.
¿Cómo
puede resolver el problema la fe moderna en el Amor Absoluto que se expresa en
todo lo que existe (o sea, esa fe que ha dejado la imagen teísta de Dios y su
mitología)? Por un lado la modernidad, a la que pertenece, no puede admitir el
milagro de la resurrección de una persona muerta, y por otro lado, este
artículo de fe, junto con el de la divinidad de Jesús, son el corazón de la fe
cristiana. Pablo enfatizó esto en 1 Cor 15, declarando varias veces en pocos
versículos que sin la resurrección de Jesús la fe cristiana, por mucho que nos
pese, colapsa absolutamente.
La fe
moderna soluciona este antagonismo en igual forma que el problema de la
naturaleza divina de Jesús, a saber, buscando la experiencia que se esconde
detrás de esta fórmula. Esta fórmula muestra claramente la influencia de la
época en la que fue elaborada, y por tanto, no es una fórmula inmutable, al
margen del tiempo, sino que puede ser reemplazada si es necesario –y ahora lo
es– cuando los tiempos cambian profundamente. ¿Qué experiencias subyacen a la
base de la imagen de la resurrección? Subyace la experiencia del pueblo judío
de ser objeto del eterno cuidado del Poder trascendente, que ellos llamaban
Yahvé, y su promesa de dar vida a sus fieles. Incluso hablaban de la Alianza
entre Yahvé y ellos. Los profetas, inspiradamente, se atrevían incluso a hablar
de una historia de amor, de un matrimonio. Estas imágenes expresaban su certeza
–basada en la experiencia– de que Yahvé premiaba a sus fieles con la felicidad.
Pero la cruel persecución de su la fe judía en el siglo II a.C. por Antíoco
Epifanio les mostró que la fidelidad a Yahvé, en lugar de traer vida, les podía
traer tortura y muerte. Su fe inquebrantable en Yahvé les dio la confianza de
que les daría otra forma de vida a las víctimas. Pero como en la cultura judía
no existía el concepto del ser humano como un alma inmortal en un cuerpo
mortal, sino como una unidad, la persona completa tenía que tener una nueva
oportunidad. La nueva vida de la víctima, tendría que ser corporal y terrenal,
y como los judíos no cremaban a sus muertos, sino que los enterraban en la
tierra, como si quedaran ahí dormidos, surgió la idea de que Yahvé un día los
despertaría y ellos se levantarían. Y así nació la idea de la resurrección.
Pero esta
idea supone que aceptamos como válidas y eternas una serie de convicciones y
costumbres históricas, como el concepto judío del ser humano, que difiere del
concepto dualista del helenismo (que también es histórico), y la manera judía
de enterrar, y sobre todo, toda su imagen pre-moderna teísta de Dios. Porque
sin Dios –para el cual nada es imposible–, el regreso a la vida de un muerto y
del cuerpo en descomposición, es impensable. Si no nos despedimos de esa imagen
de Dios, nunca seremos capaces de reemplazar el concepto de resurrección por
uno más accesible a la modernidad.
6. Un
planteamiento moderno de la llamada resurrección de Jesús
Un
acercamiento a una imagen de Dios no teísta, que hace posible hablar de una
forma moderna del evento que la tradición bíblica ha llamado resurrección, ya
lo hemos hecho más arriba. Resumiendo brevemente: Dios es el Amor Absoluto,
cuya auto-expresión es el cosmos. Esta auto-expresión culmina en el amor
gratuito que emerge en la especie humana y sobre todo en Jesús. Porque al amar
hasta el límite y abandonar todo por el amor, hasta la propia vida, Jesús se
convirtió totalmente en uno con el Amor Eterno, y participa totalmente de su
poder creativo. Y, por lo tanto, así como podemos decir que Dios vive sin
medida y es la Fuerte de toda vida, también podemos decir que Jesús vive, no ya
biológicamente, sino existencialmente. Que lo podemos alcanzar, que nos puede
alcanzar, y que nos permite participar de su plenitud. Ésa es la forma moderna
de contestar a la pregunta del principio, de cómo una persona que está muerta
desde hace 2.000 años todavía puede afectarnos hoy en día y nos puede inspirar
y mover y puede ser nuestro salvador.
Por
tanto, hemos que tener cuidado al reemplazar la fórmula teísta de la
«resurrección» por ejemplo por aquella de logro o conquista, o por la de una
transición final al Amor Absoluto, o la de llegar a ser uno con Dios, incluso
por la idea de la vida eterna, eterna en términos de tiempo infinito, como vida
sin muerte; vida eterna, en este caso, significa: vida alcanzada, vida
cumplida, que comparte la esencia inimaginable del Amor Absoluto.
Pero
2.000 años de tradición, y 1.500 años de repetición en nuestras iglesias de la
expresión «resurrección», tomada literalmente, han causado la ilusión de que
ésta es la descripción exacta de lo que le pasó a Jesús en (o después de) su
muerte. Para muchos cristianos, aunque digamos en otras palabras el viejo
término de resurrección, será muy difícil aceptar esta nueva forma de hablar.
Seguramente es mucho más abstracto que eso de la resurrección corporal de
Jesús, con su emotiva historia de las apariciones. Entonces, ¿qué podemos
contestar cuando nos preguntan, qué ganamos al hablar en los nuevos términos?
Responderemos que esta nueva forma de expresarnos hace que nuestro mensaje
cristiano ya no resulte inaccesible para todos nuestros hermanos y hermanas
contemporáneos que están aunque sea un poco familiarizados con la ciencia.
Pero si
la resurrección es sólo una palabra mitológica para expresar los efectos
revitalizadores del amor, Jesús no puede ser el único que haya resurgido… De
todo ser humano podemos decir que, según el grado de su amor, vence la muerte,
resurge de ella. En esta afirmación nos encontramos con san Pablo, en su carta
a los Romanos 9,28: «Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra
sobre la tierra». Cuanto más nos dejamos influenciar por él, más participamos
desde ahora de la plenitud de la vida que, en términos mitológicos e incluso
ambiguos, llamábamos resurrección.
Así,
parece más clara la conexión íntima que Pablo en 1 Cor 15 enfatiza tan
fuertemente entre la resurrección de Jesús y la de los fieles. Si Jesús no ha
resucitado –repite varias veces en esos pocos versos–, entonces tampoco
nosotros, y si no resucitamos, tampoco él. Por lo tanto, puede llamar al Jesús
resucitado el primogénito entre muchos hermanos y hermanas. Él es el
primogénito, porque su amor supera, con mucho, el amor de todos nosotros, pero
todos tomamos parte de su unidad con el Amor Primero, según el grado de nuestro
amor. Cuando él ama y vive de forma trascendente, nosotros también lo hacemos,
a medida de nuestra humana insuficiencia.
7. …y
la resurrección de los muertos
Todo esto
se aplica, en primer lugar, a todos los que llamamos «santos». Venerarlos
significa sin duda reconocer que están vivos y son inspiradores y, por lo
tanto, resucitados, sin la más mínima idea de una tumba vacía. Su
«resurrección» es el fruto de su unidad con el Jesús vivo, de haber tenido
parte en su actitud y en su mente. Siempre hemos sabido que viven más allá de
su muerte, que siguen viviendo, superan su muerte. Porque nunca hemos venerado
su alma; incluso, cuando peregrinamos a sus tumbas, donde sus cuerpos están
enterrados, los veneramos a ellos mismos. Y cuando un santo se aparece (de
María se dice que ha aparecido varias veces y en varios lugares) aquellos que
lo/la han visto, nunca han dudado de haber visto al santo y no a su alma.
Pero lo
que aplica para los santos, aplica también para todos los que se han dejado
guiar por el amor. Porque el Amor Primordial que es Dios nos impulsa a amar a
nuestros semejantes. Los santos se distinguieron de los cristianos comunes, más
por eso, que por sus largas oraciones o sus penitencias o sus experiencias
místicas: porque respondieron en alto grado al impulso de Dios que los orientó
hacia sus semejantes. Pero como todo el mundo se deja mover, aunque sea un
poco, a amar a sus semejantes, en algún grado, todos «nos levantamos de la
muerte», o sea, sobrevivimos a la muerte.
Pero para
ser movido por el amor no es necesario ni siquiera conocer a Jesús y su
mensaje; aunque conocerlo, sentirse atraído por él y seguirlo, es una valiosa
ayuda para crecer en el amor. Sin duda, también fuera del contexto cristiano
conocemos hombres y mujeres que son una maravilla de amor desinteresado. Como
de muchos santos cristianos, también de las personas que viven de esa manera
podemos decir que, con su muerte, experimentan la resurrección. En el caso de
sabios como Sócrates, Buda, Konfu-tse, Lao-Tse… su influencia curativa y
renovadora a través de la historia humana está a la vista de todos. De la gente
muerta no brota la vida, la inspiración, la renovación, como brota de ellos.
Pero como han vivido fuera de las tradiciones cristianas y sus
representaciones, no hablamos fácilmente de resurrección… Estamos equivocados.
No deberíamos limitar la resurrección (no entendida de forma mitológica, sino
como ese volverse uno con el Amor Primordial y Eterno) a la parte cristiana de
la humanidad, porque comparados con la totalidad de la humanidad, en tiempo y
espacio, los cristianos son sólo una insignificante minoría. Sin duda, limitar
la «resurrección» a esa minoría representaría a Dios como un gobernante que
discrimina, y contradeciría nuestra propia confesión de fe, que confiesa
y proclama que Él es un amor infinito.
Esta
mirada también ilumina el último artículo de fe del credo: la resurrección de
los muertos y la vida eterna. Para la gente moderna esta idea es asombrosa y
casi ridícula. Los miles de millones de personas que se han descompuesto en sus
moléculas y átomos, de repente, tendrían que ser recompuestas y levantarse,
vivir bien, en carne y hueso, piel y pelo. Así lo ha pensado siempre Iglesia
tradicional. Los famosos frescos de Luca Signorelli en la catedral de Orvieto
son una ilustración muy colorida de esta creencia imposible. Dónde y cómo esos
miles de millones de personas se pueden juntar para ser juzgados, es otro
problema insoluble. Aquí vemos cómo llegamos a un callejón sin salida si
tomamos literalmente la descripción de la Biblia que ha inspirado el credo.
Pero todas estas ideas desconcertantes proceden de la creencia en un Theos,
para el cual nada es imposible. Por sus frutos uno puede juzgar la calidad del
árbol.
Pero si
entendemos la resurrección de forma moderna como un vivir a través de la muerte
en la medida de nuestro amor, que es la misma medida de nuestra participación
en el Amor Absoluto, desaparece ese callejón sin salida y la consiguiente
irritación y enojo. Porque entonces todos vivimos a través de la muerte, más o
menos, según el desarrollo del divino germen de amor en profundidad. Y la
resurrección de la muerte es lo mismo que la vida eterna, las palabras finales
del artículo del credo.
Si
entendemos la resurrección en esta forma moderna, otra dos creencias
mitológicas del credo aparecen en una luz nueva, y para el creyente moderno
cobran sentido. El cielo, usado en la Biblia como una palabra reverencial para
sustituir la palabra «Dios» y evitar usar el nombre sagrado, la ascensión de
Jesús al cielo (que desde el primer Sputnik es ridícula) viene a significar
algo idéntico a quedar inmerso en el Amor Absoluto. Por otro lado su venida
para juzgar, el Juicio Final, que desde la Edad Media ha sido una fuente de
terror y pánico (como se testimonia en el Dies Irae), se puede entender
fácilmente como su aparición en el mundo a través de la comunidad que guía su
vida inspirada por Él. Esta forma de vida hace claramente visible lo que es
bueno y lo que es malo, y se pronuncia en este sentido continuamente no como
una condena o un veredicto, sino como un juicio luminoso...Continuará mañana
Fuente: Koinonia, 2015.
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