Por Víctor
Hernández, España*
La
vida en el Espíritu es la formulación que hace Pablo para definir la vida
cristiana: a partir de la experiencia de encuentro con Jesucristo, con su cruz
y resurrección, da inicio una forma de vida novedosa. No consiste meramente en
un cambio de vida, en el sentido moral o en el sentido de estilo de vida, sino
que consiste en una transformación a partir del poder del Espíritu del Jesús
resucitado. Así lo dice la promesa de Jesús a los discípulos: “Y yo le pediré a
Dios el Padre que les envíe al Espíritu Santo, para que siempre los ayude y
siempre esté con ustedes. Él les enseñará lo que es la verdad.” (Juan 14:16-17,
TLA).
La
vida en el Espíritu o “andar conforme al Espíritu”, como también lo expresa
Pablo (Romanos 8:1), consiste en una vida donde tiene lugar el proceso de
transformación que el Espíritu opera en cada creyente y en la comunidad. Es una
transformación en la cual se manifiesta, de manera actual, el poder de la
resurrección, el poder de vida sobre la muerte. Este poder de la resurrección
no tiene que ver meramente con una vida futura, sino con la vida presente, la
vida histórica. Ese poder de la resurrección afecta el presente, pues se
contrapone al modo en que funcionan las cosas en la sociedad; incluso es una
amenaza contra el orden social, o para decirlo con un verso de la poeta Julia
Esquivel: “nos han amenazado de resurrección“. La vida en el Espíritu
es una vida afectada, transformada, por la resurrección.
Creo
que para comprender mejor esta vida en el Espíritu, es necesario entender la
noción de pecado. ¿Qué es el pecado? ¿Tiene sentido hablar de pecado hoy día
o es un concepto antiguo que ya no dice nada? Habitualmente se asocia la
idea de pecado con inmoralidades sexuales o con comportamientos “desviados de
una norma”, pero esto no ayuda mucho porque produce un malentendido: suponer
que es fácil saber qué es pecado y dónde se le halla. En las definiciones
teológicas y las confesiones cristianas clásicas, se dice que el pecado es
aquello que nos separa de Dios, que nos separa de la vida, que rompe el vínculo
con el prójimo y, al final, también rompe el vínculo consigo mismo. El pecado
nos aliena de todos y todo.
En
la enseñanza del Nuevo Testamento el pecado es invisible. Creo que no hemos reparado mucho en
esta enseñanza. El pecado no es tanto aquel comportamiento reprobable que
miramos, sino algo que no es visible pero que es real y opera de manera
efectiva. Por tanto, es importante superar el malentendido que asocia pecado
con una “tipificación de delitos o desviaciones” (que es lo que hacen los
códigos jurídicos o morales). El pecado, en cambio, tiene una dimensión de
invisibilidad, de operar de manera inmanente pero sin que se le mire, como si
fuera algo “natural”.
El
pecado sólo se hace visible a partir de la fe. En el evangelio de Juan es muy común hablar de la fe
como el acto de mirar, de abrir los ojos. Si de pronto podemos ver es porque
antes no podíamos. Hay una ceguera, una imposibilidad de ver la realidad del
pecado en la sociedad, que se termina cuando tiene lugar esa experiencia
espiritual del encuentro de los discípulos de Jesús: se les abren los ojos,
pueden mirar lo que se les revela por medio de Jesús, es decir que sus ojos
pueden ver la presencia de Dios (Juan 1:39, 12:45; 14:9). El “poder ver” a
partir del seguimiento de Jesús es una experiencia espiritual: viene dado por
la gracia.
Y
por la gracia, la gracia del perdón, se puede ver el pecado o los efectos del
pecado. Previo a esa
experiencia no es posible, porque el pecado no es visible: estamos ciegos
espiritualmente a su realidad, a su operación y consecuencias. Pablo lo explica
muy bien en la carta a los Romanos, cuando plantea que podemos caminar en el
Espíritu porque “no hay ya ninguna condenación” (8:1ss). Y, en razón de esa
nueva condición de “no condenados” se puede comprender el pecado, dice Pablo,
como “la injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”
(Romanos 1:18). Es importante la expresión de Pablo, sobre el “encarcelamiento”
de la verdad, porque apunta a la manera como el pecado se invisibiliza, de
manera que la verdad queda prisionera y no se la puede encontrar fácilmente.
Creo
que esto se puede comprender mejor con un ejemplo contemporáneo: me refiero a la
homofobia. Sabemos que la homofobia se refiere a una serie de prácticas,
actitudes y posicionamientos que rechazan y excluyen a personas que no se
ajustan a las normas de la heterosexualidad. Las personas homosexuales (y de
otras identidades de género) padecen la homofobia como marginación, acoso,
desigualdad, rechazo, como una violencia, naturalizada desde la posición que
defiende la “vida normal”. Precisamente porque la homofobia forma parte de
una polémica viva en la actualidad, lo comento como ejemplo del pecado
invisible o la dimensión invisible del pecado.
Esto
se comprende mejor si hacemos la analogía con otros “pecados invisibles”
como el racismo o el machismo. Es importante reconocer la “estructura
invisible” o el orden que hace posible su “no visibilidad”. Así, por ejemplo,
el racismo no es algo que se pueda mirar, en la medida en que forma parte de un
orden y se vive inmerso en él. La gente racista no se mira a sí misma como
racista (yo no les discrimino, sólo que no les quiero en mi país y no les
quiero junto a mis hijos). Si pensamos en el ejemplo histórico del apartheid
en Sudáfrica (sistema legal entre 1948 y 1993, que discriminaba a personas
negras, indias o “de color”), hemos de tener presente que dicho sistema se
sostenía por las creencias, prácticas y actitudes que consideraban “normal”
dicho orden social. La iglesia reformada holandesa apoyó el régimen del
apartheid y no fue sino hasta 1992 que reconoció el apartheid como pecado.
El racismo no se veía desde adentro de la posición dominante de los blancos.
Los blancos no veían nada mal en ese orden. Era lo “natural”. Incluso, se
podían hacer excepciones que, como premio a servicios especiales prestados al
gobierno, otorgaban a los negros el título de “blanco honorario” o cuando hubo
que hacer negocios con japoneses, se les daba ese título a personas asiáticas.
Todo este relato del apartheid nos permite visualizar “lo invisible” del
pecado, dicho casi como un oxímoron. Costó mucho, y a muchas personas,
lograr abolir el apartheid y fue necesario visibilizar aquello que no era
visible. Desde la perspectiva de la fe cristiana, esto se formula así: el
racismo se deriva del pecado, hay algo pecaminoso en la práctica del racismo.
Me
parece que lo mismo pasa con la práctica del machismo y con la práctica de la
homofobia (o la práctica del patriarcalismo y la heteronormatividad): operan
como algo que penetra y atraviesa muchas ideas, gestos, decisiones, prácticas,
emociones y actitudes que tienen como consecuencia la violencia sistemática
contra mujeres o personas de identidad de género no heterosexual. Es la
dimensión invisible del pecado, “la injusticia que aprisiona con injusticia la
verdad”, el pecado que produce heridas y muerte, el pecado que rompe los
vínculos y que instituye un mundo injusto, donde unos dominan y oprimen a los
otros, pero es el pecado que logra instituir esa realidad como algo “natural”,
incluso como algo legitimado por la religión.
Aquí
es donde opera el poder de transformación del Espíritu de Jesucristo, porque
abre los ojos. A partir de la experiencia de perdón sin límite del Padre de
Jesús es posible una nueva mirada: el reconocimiento del pecado que está allí,
en las creencias y prácticas que producen injusticia y cuyo fruto es la muerte
(exclusión, rechazo, marginación). Pero no sólo se mira el pecado que era
invisible, sino que se mira algo más importante: las posibilidades de un mundo
nuevo, sin exclusiones, un mundo reconciliado, que en el lenguaje del Nuevo
Testamento se llama Reino de Dios, nueva creación. Un sueño. El sueño de Dios,
del que siempre nos habla Jesús por medio de sus parábolas y su vida. Y uno
siente, entonces, que puede levantarse y trabajar por ese mundo, que puede
tener nuevas fuerzas para contribuir a la transformación del mundo, conforme a
la voluntad de Dios. Y no lo hacemos por nuestras solas fuerzas o ideas,
sino que lo hacemos sostenidos, atravesados por el Espíritu de Jesucristo, que
como dice Julia Esquivel, nos hace: Vivir muriendo / Caminar esperanzados /
Y saberse resucitados.
*Víctor Hernández. Doctor en psicología y licenciado en
teología. Pastor de la Iglesia Evangélica Española. Actualmente se dedica a la
psicoterapia y psicología clínica, es también pastor de la Església Evangélica
Betlem en Barcelona.
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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