Por. Marjorie Hewitt SUCHOCKI
Si
Dios trabaja con todo el mundo para el bien, ¿qué propósito que le queda a la
actividad misionera? ¿No deberíamos confiar a Dios el bienestar de las otras
culturas, y quedarnos en la nuestra, en una especie de política de “no
intervención”? Si optáramos por este camino, estaríamos impidiendo nuestro
propio bien, y posiblemente escondiendo el plan de Dios hacia la comunidad de
comunidades mundial. Yo creo que Dios nos está llamando a una forma más intensa
de actividad misionera en el mundo de hoy, no para convertir el mundo a nuestra
religión, sino para convertir el mundo a la amistad. Las religiones deben
hacerse amigas entre ellas, y trabajar conjuntamente con gente de todas las
religiones hacia formas más profundas de bien común. Es bien probable que Dios
nos está llamando a un mundo en el que la amistad sea el modelo de nuestra
relación mutua. En este modelo-amistad, estamos llamados a compartir nuestra
historia, a escuchar las historias ajenas, y a buscar formas de trabajar juntos
para aliviar las dolencias del mundo. Estamos llamados a ser amigos en nuestra
Casa Común, la Tierra.
Si
creemos que Dios está trabajando en el mundo y amamos a Dios, tenemos que
hacernos cargo de los muchos trabajos de Dios. Estoy íntimamente convencida de
que Dios nos guía a cada uno más allá de nuestro aislamiento religioso y del
miedo entre unos y otros, hacia una nueva forma de ser comunidad, una comunidad
de comunidades, cada una con su singularidad, y por lo tanto, cada una con su
valiosa contribución al bienestar del mundo. Sólo si interactuamos unos con
otros en amistad, podremos construir esta comunidad de comunidades mundial.
La
misión como amistad
“Ustedes
son mis amigos –dice Jesús en el evangelio de Juan–, si hacen lo que les mando…
Y esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros... ” (Juan
15,14.17). ¿Pero cómo nos podemos amar los unos a los otros si no nos
conocemos? La tarea más importante de las misiones, entonces, es compartir unos
y otros lo que somos, de manera que podamos entrar en el modelo de la misión
como amistad cooperativa. Sin conocer mutuamente las ideas y las preocupaciones
de unos a otros, seguiríamos siendo extraños unos a otros, sujetos a los
estereotipos y al rechazo.
Recuerdo
vivamente mi primer encuentro con el budismo. Yo acababa de hacer el doctorado,
bien entrenada en filosofía occidental en general y específicamente en
teología/filosofía, cuando fui invitada a enseñar cursos de introducción a las
religiones orientales en la universidad estatal. Al estudiar el budismo, me
quedé impactada por el paralelismo entre el proceso filosófico y la filosofía
budista, tanto que, cuando me invitaron a participar a un proceso/diálogo
budista en Hawái, acepté con gusto.
La
primera noche del congreso teníamos una recepción en un templo budista Tendai,
¡mi primera visita a un espacio sagrado que no era ni cristiano ni judío! Fui
con mucha curiosidad. Nos recibieron amablemente en una recepción grande y
sencilla, y noté una puerta que llevaba a los jardines más allá del hall de
entrada. Crucé la puerta, quedé maravillada por la simplicidad de los jardines,
donde las piedras se mezclaban con las plantas, y enseguida vi la imagen... Era
una estatua de Buda aproximadamente de 3 metros de altura. El Buda parecía un
hombre, excepto que tenía numerosos brazos abiertos, como una especie de halo a
su alrededor... En cada mano había un instrumento diferente. Si no hubiera
estudiado el budismo, hubiera mirado esa imagen sólo como un ídolo. Pero como lo
había estudiado, sabía lo que representaba: cada mano simbolizaba una forma
diferente de compasión y sabiduría con las que Buda se aproxima. La multitud de
manos e instrumentos mostraba que para cualquier necesidad que se requiriera,
el Buda tendría las condiciones para ayudar a la persona en el camino de la
iluminación. La imagen, grande, imponente y benevolente, hablaba de la infinita
sabiduría de Buda para reconocer nuestra necesidad y de su compasión para
atenderla. Mi estudio del budismo me llevó al respeto y el aprecio, haciendo
posible la amistad. Entré en aquel diálogo con mucho gusto.
Varias
cosas ocurrieron al tomar la amistad como el modelo. Los amigos, generalmente,
son personas que descubren, que comparten cosas en común, a pesar de sus diferencias.
Esas diferencias no disminuyen la amistad, sino que la enriquecen. Por ejemplo,
podría discutir la compasión de Dios con un amigo cristiano, y cada uno
conseguiríamos con ello una comprensión implícita del otro. Tendemos a pensar
que la compasión de Dios está ejemplificada en Jesucristo, a través del cual
Dios entiende nuestra necesidad y nos lleva a la plenitud o la salvación.
Gracias a la compasión de Dios por nosotros, nosotros tenemos compasión por los
otros. Pero dialogar sobre la compasión con un budista suscita una perspectiva
diferente.
El
Sutra del Loto tiene muchas parábolas que ilustran la compasión de Buda. Es
como una lluvia que cae sobre diferentes plantas, y aunque cada planta recibe
la misma lluvia, cada una responde según su especie, y eso está bien, y así
tiene que ser. La compasión de Buda puede ser ilustrada por medio de un humilde
monje llamado “no despreciado”, que acoge a toda persona, sin que importe la
actitud que esa persona tenga hacia él, porque “no despreciado” ve en cada persona
el potencial de la budeidad. Ver ese potencial le ayuda para hacer crecer ese
potencial. Buda es como un padre sacando a sus hijos de una casa en llamas
ofreciéndoles juguetes que les gustan, sólo para atraerlos lejos del peligro;
pero cuando ya están lejos de la casa en llamas, el padre no les da los tontos
juguetes que desean, sino lo que responde a sus necesidades más profundas.
Entendida en este contexto budista, la compasión es diferente de la compasión
entendida en el contexto cristiano, sí, pero es diferente en formas que se
complementan.
Porque
lo contario también es cierto. Para un budista, escuchar de un cristiano sobre
la compasión de Dios, complementa y enriquece su comprensión budista. La
amistad no necesita que el budista deje de estar centrado en el budismo, ni que
el cristiano abandone la centralidad que para él tiene cristianismo;
escuchándose uno a otro, cada uno respeta al otro, aprende del otro, y así
profundiza su visión anterior. Un cristiano podría decir: “¡Ah, así es como
Dios actúa a través de las enseñanzas budistas...!”. Y, por supuesto, también
el budista podría decir: “¡Ah, el Buda también usa el cristianismo como un
instrumento para llevar a las personas hacia la iluminación!...”. Cada uno de
nosotros percibimos al otro en y a través del velo de nuestra propia
comprensión. Pero nuestra visión no deja de agrandarse y de enriquecerse. El
comprendernos mutuamente puede ensanchar la visión religiosa de cada uno de
nosotros en formas que apenas hoy día estamos comenzando a valorar
En y
a través de las diferencias, los amigos tienen algo que aprender entre ellos;
no son clones, son amigos. La amistad exige una honestidad que se atreve a
compartir la profundidad de uno mismo con el otro. Los amigos también se unen
en actividades significativas para ambos, algunas veces simplemente por el
gusto de estar juntos, y otras veces para lograr metas en común. Dos personas
amigas se regocijan con la buena suerte de la otra, y padecen con sus
desgracias. Fundamentalmente, las personas amigas se respetan mutuamente, y
confían una en otra, sabiendo que cada una se preocupa por el bienestar de la
otra. Más, en una verdadera amistad existe la posibilidad de la transformación.
Cada persona toma en sí misma la preocupación por la otra, y al preocuparse por
ella, ve ampliado su propio horizonte. La amistad es la aventura de volverse un
ser comunitario, de adquirir un yo más amplio.
Por
ejemplo, tengo una amiga cuya discapacidad la ha hecho defensora de otras
personas que van por la vida lidiando con alguna forma de discapacidad.
“Dis–capacidad” realmente es “diferente capacidad”, puesto que las personas que
no tienen las habilidades comunes, también desarrollan su manera propia de
ejercer su personalidad dentro de la comunidad. He pasado siete años en el
ministerio entre sordos y personas con discapacidad auditiva. Gracias a mi
amistad con ella, me he vuelto mucho más sensible a este tipo de realidades.
Ahora soy más consciente de los patrones de lenguaje que estereotipan la
sordera o la discapacidad, y lucho con ella en la defensa de la accesibilidad.
A través de la amistad, sus preocupaciones también se han vuelto mis
preocupaciones, aunque nuestra experiencia de la discapacidad es muy diferente.
La amistad construye por encima de las diferencias para crear un interés común,
un trabajo común.
John
B. Cobb Jr. señala que si realmente nos involucramos en una actividad de mutua
comprensión –lo que yo estoy expresando como un «volvernos amigos»–, entonces
quizás nos daremos cuenta que estamos cambiado. Si pensamos en las relaciones
con el modelo amistad, tenemos que estar de acuerdo con él. Porque ser amigo de
alguien es hacer mías sus preocupaciones, aprender a empatizar con ese amigo, y
compartir mi ser más íntimo tanto cuanto nuestra amistad nos permita. Y
empatizar así con los otros, en un mundo relacional, conlleva ser transformados
de alguna manera por esa amistad. Existimos en una relación que fluye; de un
momento a otro ya no somos los mismos. En y a través de nuestras respuestas a
la influencia sobre nosotros, nos renovamos una y otra vez. Hay una
convergencia de intereses que afecta al permanente desarrollo de nuestras
vidas.
La
Misión en un mundo pluralista
Cuando
formamos amistades que cruzan ambos lados de las fronteras religiosas y/o
culturales, estamos en disposición de ser influenciados por percepciones y
preocupaciones que anteriormente nos eran extrañas. Nos abrimos a una mayor
comprensión, a la que respondemos no sólo con lo que actuamos, sino con lo que
somos. En esa perspectiva, la misión según del modelo de amistad, nos invita a
todos al diálogo interreligioso. Pero en este diálogo no hay garantía de si
seguiremos siendo los mismos o no. El diálogo llama a profundizar nuestra
confianza en la guía siempre presente de Dios. A través de esta confianza, nos
atrevemos a abrirnos al otro, sabiendo que Dios infundirá esa apertura con su
amorosa guía.
Precisamente
porque la misión como amistad mantiene abierta esa posibilidad de inesperadas
formas de nuestra propia transformación, es esencial que tengamos un fuerte
sentido de nuestra identidad religiosa. La intención no es aferrarnos a ella
para toda la vida, como si no la pudiéramos dejar evolucionar... Más bien, es
para poder compartir quiénes somos lo más ampliamente posible. Hablar de Cristo
requiere que nos tomemos el trabajo de saber quién ha sido Cristo no sólo para
nosotros, sino para todos los cristianos a lo largo de la historia. Debemos
conocer nuestra tradición tanto como sea posible, si la queremos compartir. El
diálogo nos puede remitir a los libros de historia solamente para descubrir por
qué creemos esto o lo otro, y a los libros de teología para ver varias
opiniones sobre lo que eso significa hoy en día. En definitiva, por supuesto,
tenemos que investigar en nuestra experiencia: ¿cómo discernimos el trabajo de
Dios en Cristo dentro de nosotros y de nuestras comunidades? La misión como
amistad exige que sepamos quiénes somos y hemos sido como cristianos...
La
amistad como misión: perspectiva local
¿Qué
pasaría si la amistad fuera aplicada al pluralismo religioso, especialmente en
el nivel de las comunidades de las diferentes religiones? Imaginen una mezquita
islámica y una iglesia metodista que están en la misma ciudad. Una actitud de
amistad mutua les alentaría a aprender más sobre los otros. Alguno de estos
aprendizajes podría darse a través de libros de introducción que cada una
pudiera recomendar a la otra. Quizás cada comunidad podría organizar grupos que
trataran sobre la otra religión, estudiando no sólo los libros de historia y creencias
de la religión, sino también los grandes textos, el Corán para unos y el Nuevo
Testamento para otros. Pero la mayor parte del aprendizaje sería a través de
conversaciones reales, pensadas para compartir con los otros de forma que éstos
puedan hacerse cargo bien de quiénes somos realmente, y cómo y por qué
entendemos a Dios de esa manera.
Pero,
para comprometernos en este proceso de conversación, por supuesto, se requiere
que tengamos una muy buena comprensión de nosotros mismos. Los metodistas tendrían
que aprender más sobre lo que significa ser un cristiano metodista. Quizás
podrían comenzar estudiando los himnos metodistas, o leer algo sobre los textos
de John Wesley y estar más familiarizados con la forma de ser de su Iglesia.
Pero no podrían detenerse ahí; deberían que profundizar en la historia
cristiana en su conjunto y, al hacerlo, descubrirían la vitalidad que marca el
desarrollo del pensamiento cristiano. Aprenderían que las formas contemporáneas
de la fe no son exactamente iguales a las formas primitivas, aun cuando se use
el mismo lenguaje. Ser cristiano es estar involucrado en una aventura
permanente de relación con Dios dentro de un contexto de culturas cambiantes.
Los metodistas que se preocupan por compartir quiénes son con personas de otra
fe, se sentirán obligados a saber más sobre quiénes son, quiénes han sido y
quiénes podrían ser. Y, por supuesto, lo mismo vale para el caso de la
comunidad islámica. Compartir la propia historia con otro es ser capaz de
hablar personalmente sobre lo que significa ser musulmán o ser metodista.
Compartir
amigablemente lo que uno es con otro, implica escuchar la historia del otro.
Realmente contamos nuestra historia para que el otro nos pueda conocer mejor,
pero si la amistad es el modelo, el otro también tiene que hablar con
profundidad de lo que es ser musulmán. Habrá preguntas que cada uno le hará al
otro, y alguna podrá ser incómoda: “¿Realmente comes carne de un cuerpo durante
lo que llaman comunión?”. “¿Realmente un pilar de tu fe es la guerra?”. Los
verdaderos amigos se atreven a preguntarse uno al otro las cosas difíciles, y a
contestarlas.
Hacerse
amigos significa también compartir en la mesa... Quizás el metodista invitará
al musulmán a la cena de la iglesia, o quizás el musulmán pueda invitar al
metodista a participar en una de sus fiestas. Cenando juntos, la gente habla de
sus preocupaciones familiares, y también descubre que los niños musulmanes
experimentan discriminación en las escuelas, y los metodistas abogarán para que
los musulmanes sean más respetados en esas escuelas por la diferencia de
religión de los escolares. Quizás llegarán a sentir una preocupación compartida
sobre la violencia sin sentido en tantas películas, y juntos podrían encontrar
formas para reaccionar ante eso. Quizás descubrirán que en la ciudad hay
necesidad de tener prácticas laborarles más justas, o una mejor vivienda para
los pobres, o mejor atención a los ancianos, y unir fuerzas para solucionar
tales problemas.
En
ese proceso, cada comunidad religiosa puede descubrir virtudes únicas y
admirables de la otra (virtudes específicamente asociadas con la otra fe).
Quizás descubrirán formas de hacer también suya alguna de estas virtudes en la
propia comunidad de fe, en formas consonantes con la propia fe.
Paradójicamente, esto de asumir esas virtudes de los otros, no le quita nada de
su identidad a la comunidad, sino que la hace más profunda, al tomar nuevas
opciones para su propio desarrollo en la fe. El diálogo interreligioso a nivel
de comunidades humanas de religión diferente lleva a profundizar en la propia
fe religiosa, incluso aprendiendo de la otra. El metodista se asombrará
al ver la Gracia de Dios actuante dentro del mundo islámico... y agradecerá a
Dios su cuidado universal. La amistad no requiere que cada uno se convierta en
el otro, sino sólo que cada uno se abra al otro y esté dispuesto a recibir del
otro, para lograr juntos el bien común.
Continuará....
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