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domingo, 1 de enero de 2017

La misión en un mundo pluralista (I)


Por. Marjorie Hewitt SUCHOCKI
Si Dios trabaja con todo el mundo para el bien, ¿qué propósito que le queda a la actividad misionera? ¿No deberíamos confiar a Dios el bienestar de las otras culturas, y quedarnos en la nuestra, en una especie de política de “no intervención”? Si optáramos por este camino, estaríamos impidiendo nuestro propio bien, y posiblemente escondiendo el plan de Dios hacia la comunidad de comunidades mundial. Yo creo que Dios nos está llamando a una forma más intensa de actividad misionera en el mundo de hoy, no para convertir el mundo a nuestra religión, sino para convertir el mundo a la amistad. Las religiones deben hacerse amigas entre ellas, y trabajar conjuntamente con gente de todas las religiones hacia formas más profundas de bien común. Es bien probable que Dios nos está llamando a un mundo en el que la amistad sea el modelo de nuestra relación mutua. En este modelo-amistad, estamos llamados a compartir nuestra historia, a escuchar las historias ajenas, y a buscar formas de trabajar juntos para aliviar las dolencias del mundo. Estamos llamados a ser amigos en nuestra Casa Común, la Tierra.
Si creemos que Dios está trabajando en el mundo y amamos a Dios, tenemos que hacernos cargo de los muchos trabajos de Dios. Estoy íntimamente convencida de que Dios nos guía a cada uno más allá de nuestro aislamiento religioso y del miedo entre unos y otros, hacia una nueva forma de ser comunidad, una comunidad de comunidades, cada una con su singularidad, y por lo tanto, cada una con su valiosa contribución al bienestar del mundo. Sólo si interactuamos unos con otros en amistad, podremos construir esta comunidad de comunidades mundial.
La misión como amistad
“Ustedes son mis amigos –dice Jesús en el evangelio de Juan–, si hacen lo que les mando… Y esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros... ” (Juan 15,14.17). ¿Pero cómo nos podemos amar los unos a los otros si no nos conocemos? La tarea más importante de las misiones, entonces, es compartir unos y otros lo que somos, de manera que podamos entrar en el modelo de la misión como amistad cooperativa. Sin conocer mutuamente las ideas y las preocupaciones de unos a otros, seguiríamos siendo extraños unos a otros, sujetos a los estereotipos y al rechazo.
Recuerdo vivamente mi primer encuentro con el budismo. Yo acababa de hacer el doctorado, bien entrenada en filosofía occidental en general y específicamente en teología/filosofía, cuando fui invitada a enseñar cursos de introducción a las religiones orientales en la universidad estatal. Al estudiar el budismo, me quedé impactada por el paralelismo entre el proceso filosófico y la filosofía budista, tanto que, cuando me invitaron a participar a un proceso/diálogo budista en Hawái, acepté con gusto.
La primera noche del congreso teníamos una recepción en un templo budista Tendai, ¡mi primera visita a un espacio sagrado que no era ni cristiano ni judío! Fui con mucha curiosidad. Nos recibieron amablemente en una recepción grande y sencilla, y noté una puerta que llevaba a los jardines más allá del hall de entrada. Crucé la puerta, quedé maravillada por la simplicidad de los jardines, donde las piedras se mezclaban con las plantas, y enseguida vi la imagen... Era una estatua de Buda aproximadamente de 3 metros de altura. El Buda parecía un hombre, excepto que tenía numerosos brazos abiertos, como una especie de halo a su alrededor... En cada mano había un instrumento diferente. Si no hubiera estudiado el budismo, hubiera mirado esa imagen sólo como un ídolo. Pero como lo había estudiado, sabía lo que representaba: cada mano simbolizaba una forma diferente de compasión y sabiduría con las que Buda se aproxima. La multitud de manos e instrumentos mostraba que para cualquier necesidad que se requiriera, el Buda tendría las condiciones para ayudar a la persona en el camino de la iluminación. La imagen, grande, imponente y benevolente, hablaba de la infinita sabiduría de Buda para reconocer nuestra necesidad y de su compasión para atenderla. Mi estudio del budismo me llevó al respeto y el aprecio, haciendo posible la amistad. Entré en aquel diálogo con mucho gusto.
Varias cosas ocurrieron al tomar la amistad como el modelo. Los amigos, generalmente, son personas que descubren, que comparten cosas en común, a pesar de sus diferencias. Esas diferencias no disminuyen la amistad, sino que la enriquecen. Por ejemplo, podría discutir la compasión de Dios con un amigo cristiano, y cada uno conseguiríamos con ello una comprensión implícita del otro. Tendemos a pensar que la compasión de Dios está ejemplificada en Jesucristo, a través del cual Dios entiende nuestra necesidad y nos lleva a la plenitud o la salvación. Gracias a la compasión de Dios por nosotros, nosotros tenemos compasión por los otros. Pero dialogar sobre la compasión con un budista suscita una perspectiva diferente.
El Sutra del Loto tiene muchas parábolas que ilustran la compasión de Buda. Es como una lluvia que cae sobre diferentes plantas, y aunque cada planta recibe la misma lluvia, cada una responde según su especie, y eso está bien, y así tiene que ser. La compasión de Buda puede ser ilustrada por medio de un humilde monje llamado “no despreciado”, que acoge a toda persona, sin que importe la actitud que esa persona tenga hacia él, porque “no despreciado” ve en cada persona el potencial de la budeidad. Ver ese potencial le ayuda para hacer crecer ese potencial. Buda es como un padre sacando a sus hijos de una casa en llamas ofreciéndoles juguetes que les gustan, sólo para atraerlos lejos del peligro; pero cuando ya están lejos de la casa en llamas, el padre no les da los tontos juguetes que desean, sino lo que responde a sus necesidades más profundas. Entendida en este contexto budista, la compasión es diferente de la compasión entendida en el contexto cristiano, sí, pero es diferente en formas que se complementan.
Porque lo contario también es cierto. Para un budista, escuchar de un cristiano sobre la compasión de Dios, complementa y enriquece su comprensión budista. La amistad no necesita que el budista deje de estar centrado en el budismo, ni que el cristiano abandone la centralidad que para él tiene cristianismo; escuchándose uno a otro, cada uno respeta al otro, aprende del otro, y así profundiza su visión anterior. Un cristiano podría decir: “¡Ah, así es como Dios actúa a través de las enseñanzas budistas...!”. Y, por supuesto, también el budista podría decir: “¡Ah, el Buda también usa el cristianismo como un instrumento para llevar a las personas hacia la iluminación!...”. Cada uno de nosotros percibimos al otro en y a través del velo de nuestra propia comprensión. Pero nuestra visión no deja de agrandarse y de enriquecerse. El comprendernos mutuamente puede ensanchar la visión religiosa de cada uno de nosotros en formas que apenas hoy día estamos comenzando a valorar
En y a través de las diferencias, los amigos tienen algo que aprender entre ellos; no son clones, son amigos. La amistad exige una honestidad que se atreve a compartir la profundidad de uno mismo con el otro. Los amigos también se unen en actividades significativas para ambos, algunas veces simplemente por el gusto de estar juntos, y otras veces para lograr metas en común. Dos personas amigas se regocijan con la buena suerte de la otra, y padecen con sus desgracias. Fundamentalmente, las personas amigas se respetan mutuamente, y confían una en otra, sabiendo que cada una se preocupa por el bienestar de la otra. Más, en una verdadera amistad existe la posibilidad de la transformación. Cada persona toma en sí misma la preocupación por la otra, y al preocuparse por ella, ve ampliado su propio horizonte. La amistad es la aventura de volverse un ser comunitario, de adquirir un yo más amplio.
Por ejemplo, tengo una amiga cuya discapacidad la ha hecho defensora de otras personas que van por la vida lidiando con alguna forma de discapacidad. “Dis–capacidad” realmente es “diferente capacidad”, puesto que las personas que no tienen las habilidades comunes, también desarrollan su manera propia de ejercer su personalidad dentro de la comunidad. He pasado siete años en el ministerio entre sordos y personas con discapacidad auditiva. Gracias a mi amistad con ella, me he vuelto mucho más sensible a este tipo de realidades. Ahora soy más consciente de los patrones de lenguaje que estereotipan la sordera o la discapacidad, y lucho con ella en la defensa de la accesibilidad. A través de la amistad, sus preocupaciones también se han vuelto mis preocupaciones, aunque nuestra experiencia de la discapacidad es muy diferente. La amistad construye por encima de las diferencias para crear un interés común, un trabajo común.
John B. Cobb Jr. señala que si realmente nos involucramos en una actividad de mutua comprensión –lo que yo estoy expresando como un «volvernos amigos»–, entonces quizás nos daremos cuenta que estamos cambiado. Si pensamos en las relaciones con el modelo amistad, tenemos que estar de acuerdo con él. Porque ser amigo de alguien es hacer mías sus preocupaciones, aprender a empatizar con ese amigo, y compartir mi ser más íntimo tanto cuanto nuestra amistad nos permita. Y empatizar así con los otros, en un mundo relacional, conlleva ser transformados de alguna manera por esa amistad. Existimos en una relación que fluye; de un momento a otro ya no somos los mismos. En y a través de nuestras respuestas a la influencia sobre nosotros, nos renovamos una y otra vez. Hay una convergencia de intereses que afecta al permanente desarrollo de nuestras vidas.
La Misión en un mundo pluralista
Cuando formamos amistades que cruzan ambos lados de las fronteras religiosas y/o culturales, estamos en disposición de ser influenciados por percepciones y preocupaciones que anteriormente nos eran extrañas. Nos abrimos a una mayor comprensión, a la que respondemos no sólo con lo que actuamos, sino con lo que somos. En esa perspectiva, la misión según del modelo de amistad, nos invita a todos al diálogo interreligioso. Pero en este diálogo no hay garantía de si seguiremos siendo los mismos o no. El diálogo llama a profundizar nuestra confianza en la guía siempre presente de Dios. A través de esta confianza, nos atrevemos a abrirnos al otro, sabiendo que Dios infundirá esa apertura con su amorosa guía.
Precisamente porque la misión como amistad mantiene abierta esa posibilidad de inesperadas formas de nuestra propia transformación, es esencial que tengamos un fuerte sentido de nuestra identidad religiosa. La intención no es aferrarnos a ella para toda la vida, como si no la pudiéramos dejar evolucionar... Más bien, es para poder compartir quiénes somos lo más ampliamente posible. Hablar de Cristo requiere que nos tomemos el trabajo de saber quién ha sido Cristo no sólo para nosotros, sino para todos los cristianos a lo largo de la historia. Debemos conocer nuestra tradición tanto como sea posible, si la queremos compartir. El diálogo nos puede remitir a los libros de historia solamente para descubrir por qué creemos esto o lo otro, y a los libros de teología para ver varias opiniones sobre lo que eso significa hoy en día. En definitiva, por supuesto, tenemos que investigar en nuestra experiencia: ¿cómo discernimos el trabajo de Dios en Cristo dentro de nosotros y de nuestras comunidades? La misión como amistad exige que sepamos quiénes somos y hemos sido como cristianos...
La amistad como misión: perspectiva local
¿Qué pasaría si la amistad fuera aplicada al pluralismo religioso, especialmente en el nivel de las comunidades de las diferentes religiones? Imaginen una mezquita islámica y una iglesia metodista que están en la misma ciudad. Una actitud de amistad mutua les alentaría a aprender más sobre los otros. Alguno de estos aprendizajes podría darse a través de libros de introducción que cada una pudiera recomendar a la otra. Quizás cada comunidad podría organizar grupos que trataran sobre la otra religión, estudiando no sólo los libros de historia y creencias de la religión, sino también los grandes textos, el Corán para unos y el Nuevo Testamento para otros. Pero la mayor parte del aprendizaje sería a través de conversaciones reales, pensadas para compartir con los otros de forma que éstos puedan hacerse cargo bien de quiénes somos realmente, y cómo y por qué entendemos a Dios de esa manera.
Pero, para comprometernos en este proceso de conversación, por supuesto, se requiere que tengamos una muy buena comprensión de nosotros mismos. Los metodistas tendrían que aprender más sobre lo que significa ser un cristiano metodista. Quizás podrían comenzar estudiando los himnos metodistas, o leer algo sobre los textos de John Wesley y estar más familiarizados con la forma de ser de su Iglesia. Pero no podrían detenerse ahí; deberían que profundizar en la historia cristiana en su conjunto y, al hacerlo, descubrirían la vitalidad que marca el desarrollo del pensamiento cristiano. Aprenderían que las formas contemporáneas de la fe no son exactamente iguales a las formas primitivas, aun cuando se use el mismo lenguaje. Ser cristiano es estar involucrado en una aventura permanente de relación con Dios dentro de un contexto de culturas cambiantes. Los metodistas que se preocupan por compartir quiénes son con personas de otra fe, se sentirán obligados a saber más sobre quiénes son, quiénes han sido y quiénes podrían ser. Y, por supuesto, lo mismo vale para el caso de la comunidad islámica. Compartir la propia historia con otro es ser capaz de hablar personalmente sobre lo que significa ser musulmán o ser metodista.
Compartir amigablemente lo que uno es con otro, implica escuchar la historia del otro. Realmente contamos nuestra historia para que el otro nos pueda conocer mejor, pero si la amistad es el modelo, el otro también tiene que hablar con profundidad de lo que es ser musulmán. Habrá preguntas que cada uno le hará al otro, y alguna podrá ser incómoda: “¿Realmente comes carne de un cuerpo durante lo que llaman comunión?”. “¿Realmente un pilar de tu fe es la guerra?”. Los verdaderos amigos se atreven a preguntarse uno al otro las cosas difíciles, y a contestarlas.
Hacerse amigos significa también compartir en la mesa... Quizás el metodista invitará al musulmán a la cena de la iglesia, o quizás el musulmán pueda invitar al metodista a participar en una de sus fiestas. Cenando juntos, la gente habla de sus preocupaciones familiares, y también descubre que los niños musulmanes experimentan discriminación en las escuelas, y los metodistas abogarán para que los musulmanes sean más respetados en esas escuelas por la diferencia de religión de los escolares. Quizás llegarán a sentir una preocupación compartida sobre la violencia sin sentido en tantas películas, y juntos podrían encontrar formas para reaccionar ante eso. Quizás descubrirán que en la ciudad hay necesidad de tener prácticas laborarles más justas, o una mejor vivienda para los pobres, o mejor atención a los ancianos, y unir fuerzas para solucionar tales problemas.
En ese proceso, cada comunidad religiosa puede descubrir virtudes únicas y admirables de la otra (virtudes específicamente asociadas con la otra fe). Quizás descubrirán formas de hacer también suya alguna de estas virtudes en la propia comunidad de fe, en formas consonantes con la propia fe. Paradójicamente, esto de asumir esas virtudes de los otros, no le quita nada de su identidad a la comunidad, sino que la hace más profunda, al tomar nuevas opciones para su propio desarrollo en la fe. El diálogo interreligioso a nivel de comunidades humanas de religión diferente lleva a profundizar en la propia fe religiosa, incluso aprendiendo de la otra.  El metodista se asombrará al ver la Gracia de Dios actuante dentro del mundo islámico... y agradecerá a Dios su cuidado universal. La amistad no requiere que cada uno se convierta en el otro, sino sólo que cada uno se abra al otro y esté dispuesto a recibir del otro, para lograr juntos el bien común.
Continuará....

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