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martes, 11 de abril de 2017

El poder transformador de la palabra LXXI



Por. Jacqueline Alencar, España
Hace ya algún tiempo, aunque no soy una experta en el asunto, me refería en algunos escritos a los olvidados hermanos de la Reforma protestante. Por ello, con sumo gozo presencio todas las celebraciones y menciones que se hacen hoy, y se harán, en torno a ellos y al movimiento reformador que generaron y alentaron en este mundo.
Y en tal sentido, me gustaría, a través de la pluma y el pensamiento de un escritor de nuestro ámbito, Juan Mackay, recordar también a los místicos españoles que, según mi modesto entender, también habrían puesto un mínimo granito de arena para traer nuevos aires en la vida espiritual de España y otras latitudes.
Transcribo lo que de ellos nos cuenta Mackay en su libro El otro Cristo español (en 1952 se realizó la primera versión en español por G. Báez-Camargo, de la primera edición inglesa de 1933).
EL OTRO CRISTO ESPAÑOL EN EL SIGLO DE ORO DE ESPAÑA (Capítulo VII de El otro Cristo español)
El Cristo que se naturalizó en Sudamérica no es, por fortuna, el único Cristo en la historia espiritual del pueblo ibérico. Hay una tradición religiosa española que tras una larga historia subterránea empieza de nuevo a aflorar en la superficie.
El estudio de dicha tradición nos ense­ñará lo que podría haber acontecido y todavía puede acon­tecer en la vida de España y Sudamérica. Ninguna visión completa de la situación religiosa del mundo hispánico puede pasarla por alto, ninguna política religiosa cons­tructora para Sudamérica puede hacerla a un lado.
a) La Fuente de una Tradición Perdida
En la tradición religiosa y vida presente de España hay otro Cristo. Un Cristo distinto del de la fe popular y la propaganda oficial. Nos encontramos con Él primera­mente en el siglo trece, en Raimundo Lulio.(1)
Aparece más tarde en la vida y escritos de los grandes místicos del siglo dieciséis.(2) Se destaca en alto relieve en el pensa­miento y obra de los grandes hombres que en ese mismo siglo se pusieron del lado de la Reforma Protestante. Vol­vemos a hallarlo en muchos grandes rebeldes religiosos de los siglos subsecuentes.
En la España moderna este Cristo ha hallado santuario en la vida de los dos precursores de la España nueva, nacida con las instituciones republicanas en 1931: don Francisco Giner de los Ríos y don Miguel de Unamuno.
Este Cristo y la pura y religiosa pasión que ha desper­tado en muchos corazones españoles en el siglo dieciséis, esplenden en el más sublime soneto de la literatura dé España, famoso poema cuyo autor es desconocido:
No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No tienes que me dar porque te quiera,
porque aunque cuanto espero no espera,
lo mismo que te quiero te quisiera.
La dinámica del poeta es Cristo crucificado. "Al con­templar la excelsa cruz" —como dice el conocido himno evangélico— su corazón queda cautivo para siempre. De ahí en adelante, el amor de Cristo será el móvil que im­pulsará su vida y no la esperanza de recompensa o el temor del castigo, sea en esta vida, sea en la por venir.
He aquí una religión que es calidad de vida y no la simple prolongación de la existencia. Es la apasionada respuesta del amor y no una sórdida ambición de cosas. Cuán dife­rente es esto del sentimiento que contiene la popular can­ción de cuna:
Dame una limosna, Cara de Rosa,
o hurtaréte las perlas que el Niño llora. (3)
En Raimundo Lulio, el cortesano catalán de Mallorca, que después de convertido vino a ser uno de los misione­ros cristianos más grandes de todos los tiempos, descubri­mos también al otro Cristo.
Cuán dulcemente suena a nuestro oído la música del libro místico de Lulio, El Libro del Amigo y del Amado. Y cuan ricamente sugestivo es también su famoso dicho: "El que no ama no vive, y el que vive por la Vida no puede morir".
Para Lulio, como para el anónimo autor del soneto antes citado, la salvación es cualitativa y no simplemente la prolongación sin término de una serie temporal. Cristo es para él nuestra Vida, nuestra nueva y eterna Vida.
Cristo no inmortaliza la vida tal cual es, sino la transforma en lo que debe ser. Además, la evidencia de que no mori­remos jamás no está en que creemos en nuestra inmor­talidad sino en que amamos.
Raimundo Lulio es el precursor de un notable grupo de escritores místicos que florecieron en España en el siglo dieciséis, y al cual Havelock Ellis ha denominado "la más poderosa e influyente escuela de pasión religiosa que pue­de exhibir el mundo europeo".
Los místicos españoles eran generalmente grandes al­mas solitarias cuya influencia recíproca, si exceptuamos la amistad entre Juan de la Cruz y la gran Teresa, era muy leve. Sin duda, jamás ha sido superada la intensidad de su pasión religiosa, pero, por tristísima y sumamente trágica ironía de la historia del cristianismo, no se dejó germinar en la vida espiritual de la Península aquella potencia incalculable de la experiencia religiosa de los místicos.
Los más grandes de ellos, fray Luis de Granada, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y fray Luis de León, vivieron bajo constante sospecha de heterodoxia, y todos ellos, salvo Teresa, pasaron un tiempo en las pri­siones de la Inquisición. La gran Teresa misma apenas sí escapó al encarcelamiento, y eso tan sólo por ser mujer.
Éstas seráficas almas cristianas representaban un movi­miento espontáneo de reforma dentro de la Iglesia Cató­lica española de su época. En su celo reformador, Juan de la Cruz y Teresa la monja Carmelita, recorrieron con grandes penalidades el país fundando nuevas casas reli­giosas con votos más rigurosos, o reformando las anti­guas.
Objeto de la desconfianza y la persecución por parte de las autoridades eclesiásticas, y ejerciendo muy leve influencia sobre la gente, terminaron sus días en la soledad. En el siguiente siglo fueron canonizados y Santa Teresa se ha convertido en la patrona de España.
Pero no puede decirse que, fuera de un círculo muy limitado, la pasión espiritual de la santa haya sido una influencia, o sus ideas hayan fructificado en la vida religiosa de Es­paña. Y lo mismo podría decirse de los otros místicos españoles del siglo dieciséis. Sólo en años recientes los han descubierto y los leen algunos laicos educados.
Azorín, uno de los principales devotos de la literatura espa­ñola clásica, nos cuenta cómo fue hasta hace poco cuando despertó a las bellezas de Luis de Granada. El movimiento y las tendencias representados por estas grandes almas, y otros centenares de almas de su época, se convirtió en corriente subterránea en la vida religiosa de la Península, y la obra empezada por ellas quedó trunca en la encruci­jada de los destinos de España.
De los escritos de estos santos españoles podemos entresacar el retrato de un Cristo cuyos ojos jamás ha contemplado España, un Cristo cuyo nombre es Jesús, un Salvador, Amante y Amigo. Se requeriría demasiado es­pacio para ofrecer un retrato completo del Cristo de los místicos españoles y de su relación con la vida religiosa. Hemos de contentarnos con obtener unos cuantos vistazos de Él, según se revela a la luz del pensamiento y la ex­periencia de los místicos. En cada caso se erigen la su­prema devoción a Cristo como norma de la vida y la unión con Él como meta de todas las aspiraciones.
b) El Cristo que Transfigura
La obra lírica más grande de la literatura española, y una de las más grandes de la literatura mundial, es el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz, en que el autor místico interpreta el Cantar de los Cantares en términos de su propia experiencia. Como el Progreso del Peregri­no, de Juan Bunyan, es obra producida en la prisión, pro­bablemente cuando el autor estuvo prisionero en Toledo, condenado por el Santo Oficio. Sólo las Cartas de Samuel Rutherford pueden compararse con este inigualado poema como expresión de la pasión mística por Cristo.
Descríbese el comienzo de este drama de amor en un exquisito poema menor conocido popularmente como En una Noche Oscura. Ha caído la noche, y al amparo de su sombra y su silencio, el alma sale en busca del Amado:
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
Su única luz y guía es el fuego que arde en su cora­zón. Pero este fuego hace que la noche brille más que la aurora, de modo que tal parece que es la noche misma quien la guía sin extravíos a donde está el Amado. Bello símbolo de ese instinto del alma por buscar a Cristo en las tinieblas de sus extremos. El Amado es hallado, pero torna a ocultarse, y la apasionada búsqueda prosigue en el Cántico:
Descubre tu presencia
y mátame tu vista y hermosura;
mira que es la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
Cuando el alma, transverberada de amor, oye la voz del Amado llamándola desde la altura, y puede al fin unirse a Él, la naturaleza entera se torna fresca y dulce y toma parte en la melancolía del perfecto amor. La be­lleza del Amado se comunica al mundo. En su luz, el alma ve luz y belleza dondequiera. Y así exclama:
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios numerosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonoros
el silbo de los aires amorosos
.......................................................
Gocémonos, Amado
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado.
Esta experiencia espiritual de que la unidad del alma con Dios en Cristo la hace sentirse a sus anchas en la naturaleza, nos recuerda la experiencia de Saúl Kane, en el poema de John Masefield, "La Eterna Misericordia".
Después de experimentar las "ardientes cataratas de Cris­to", y de caer por tierra la "puerta con cerrojos", Kane sabía que "había terminado para siempre con el pecado" y que Cristo lo había hecho nacer "para hermanarse con todas las almas de la tierra". Y entonces brota de sus la­bios este canto:
"Oh qloria de la mente iluminada,
cuán muerto he estado, y cuán torpe y ciego;
a mis ojos, ya nuevos, el arroyo
parecía brotar del Paraíso;
y el agua tumultuosa de la lluvia
cantaba a mis oídos:
¡Cristo ha resucitado!
Toda la naturaleza exhalaba ahora para él una nueva fragancia y tenía nuevo esplendor, "y toda ave y toda bestia debería compartir las migajas del banquete". Unir­se espiritualmente con ese Cristo significa siempre "con­siderar los lirios" con ojos nuevos, y contemplar con un nuevo sentido de lo maravilloso los pájaros del campo.
En la experiencia que se describe en el Cántico, Juan de la Cruz trasciende el monasticismo y asceticismo de su medio religioso y aun de su propia vida religiosa. Su alma de poeta va en pos de un Cristo que, según la frase de Luis de León, "vive en los campos", como Señor y transfigurador de todo lo que tiene ser.
Si nos esforzamos por seguir a Juan de la Cruz por la "noche oscura del alma" hacia las cumbres del "Monte Carmelo", lo perdemos de vista cuando llega al empíreo de la perfecta unión de amor. Consideramos solamente algunas de las palabras características que pronuncia en el camino acerca de Cristo.
Para él, Cristo es "el Amante dulcísimo de todas las almas fieles". Aconseja mantener la imagen de Cristo pura y clara en el alma. En otra de sus cartas hallamos estas palabras: Jesús sea en sus almas, hijas mías... Pues yo iré allá y verán cómo no me olvida­ba, y veremos las riquezas ganadas en el amor puro y sendas de la vida eterna y los pasos hermosos que dan en Cristo, cuyos deleites y corona son sus esposas: cosa digna de no andar por el suelo rodando, sino de ser to­mada en las manos de los ángeles y serafines, y con reve­rencia y aprecio la pongan en la cabeza de su Señor. (4)
Cristo es el todo para San Juan de la Cruz, y el ritual significa poco. Encarece a los que principian la vida es­piritual que se cuiden de los que "se cargan de imágenes y rosarios bien curiosos" y andan "arreados de agnusdei y reliquias y nóminas, como los niños con dijes". (5)
Les advierte también contra quienes hacen romerías o pere­grinaciones "más por recreación que por devoción". (6) Y les encarece no despilfarrar en el ornato de sus oratorios el tiempo que deberían dedicar a la oración y el reco­gimiento interior.
c) Amante y Señor
A Teresa de Jesús se le ha llamado con razón un "al­ma de fuego". El símbolo clásico con que se la representa es aquella escena de su visión en que un ángel le trans­verbera el corazón con un dardo ardiente. Su concepto y experiencia de Cristo se caracteriza por una pasión in­candescente.
Cristo es su "Esposo Divino", y por lo ge­neral se refiere a Él llamándole "Señor" y "Su Divina Majestad". Tan fuerte y viva es su conciencia de que Cristo le pertenece, que en uno de sus poemas habla de Él como su "cautivo". Y el estar Él cautivo dentro de su corazón, hace a éste libre. (7)
Igual de vigorosa es la conciencia que Teresa tiene de pertenecer a Cristo y ser inseparablemente una con Él. Esta mutua compenetración halla su expresión más per­fecta en el relato de una visión en que Teresa ve su pro­pia alma como un espejo muy claro en que Cristo se ma­nifiesta a ella. "Y también este espejo —añade Teresa— (yo no sé decir cómo) se esculpía todo en el mismo Señor, por una comunicación, que yo no sabré decir, muy amo­rosa". Cuando el alma está en pecado, este espejo se cubre "de gran niebla" y ya no puede verse en él al Señor. (8)
En otro bello pasaje, Teresa describe el origen y acti­vidad de la oruga que se metamorfosea en mariposa como símbolo de que ella tiene que morir para que Cristo nazca en ella. Teresa amaba apasionadamente las flores, porque éstas, como todos los objetos naturales, eran obra de las manos de su Divino Esposo.
El Cristo de Santa Teresa es un Ser vivo activo; po­deroso y amoroso, que demanda que el alma no tenga co­mercio con el pecado si ha de estar en comunión con Él. La pasión seráfica de Teresa no la incapacitaba, sin em­bargo, en lo mínimo, para el cumplimiento de la rutina de los negocios de la vida. Era la más práctica de las mujeres.
El Señor ayuda, tal había ella aprendido por ex­periencia, en el desempeño de las tareas más ordinarias. "Pues ea, hijas mías, —dice a sus monjas— no haya des­consuelo; mas cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended, que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exterior". (9)
No obstante, es de lamentarse grandemente que Te­resa, teniendo como tenía un concepto muy espiritual y a la vez sumamente ético y práctico, de Cristo y la religión, haya limitado la expresión de ésta a la actividad monás­tica. Aunque conocía a un Cristo que era para el mundo, un Cristo que era poco más que un extranjero en el país de ella, lo hizo prisionero de su corazón, o de los con­ventos que fundó.
De un valor religioso mucho más ele­vado que la transverberación del corazón de Teresa son los estigmas de las manos de San Francisco, marcas y símbolos del precio a que el varón de Asís servía a los hombres por amor a Jesús.
Hasta hallamos a Teresa, a momentos, teñida de una pasión por el Cristo material de Tánger, el Cristo de tierra. Era devota de lo que llama "la sacratísima Humanidad de Jesús". Por esto entiende la santa —nos explica un distinguido escritor sudamerica­no— no el carácter humano del Maestro ni su manera de vivir como hombre, sino la parte corpórea, física y material de su persona, preocupación que culminó por fin en la adoración idólatra de su corazón carnal". (10)
d) El Cristo que es Jesús
En los escritos del monje agustino Luis de León, este Cristo, a quien Teresa conocía y con quien comunicaba sólo objetivamente, a quien tenía prisionero en su cora­zón o en sus conventos, rompe los muros de su confina­miento y se hace plenamente objetivo para la devoción y el pensamiento. El Cristo de la experiencia se convirtió en el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.
La nota que Luis de León suena es que a Cristo le debe conocer en el más pleno sentido paulino y juanino. "Sa­ber mucho de Cristo", es el consejo que da. "Y la propia y verdadera sabiduría del hombre —dice en la introduc­ción a su gran obra— es saber mucho de Cristo".
Esta "es la más alta y más divina sabiduría de todas; porque en­tenderle a él es entender todos los tesoros de la sabiduría de Dios, que, como dice San Pablo, están en él encerra­dos". (11)
Para Fray Luis, la religión es la respuesta de la natu­raleza entera del hombre a Cristo, la contestación del in­telecto así como del corazón. Santa Teresa, como la Mag­dalena ante la tumba abierta, de buena gana se recrearía para siempre en una experiencia física de su Señor.
Fray Luis entiende el sentido de las palabras: "Asciende a mi Padre". Tiene de Cristo un concepto esencialmente obje­tivo. Lo considera no solamente como la fuente y centro de toda su vida, sino también como el centro de toda vida e historia, y del universo mismo. Su Cristo es el Señor de la realidad creada.
En Los Nombres de Cristo, que Menéndez y Pelayo llama el más perfecto monumento en prosa de la literatura española, Fray Luis expone su concepto de Cristo. Este libro está escrito en forma de diálogo.
Un grupo de ami­gos se reúne para comentar las ideas de uno de ellos, pero no dentro del recinto de un monasterio u otro edi­ficio religioso, sino en un bello sitio a la ribera del manso Tormes, el río de Salamanca. Porque como dice el autor, "vive en los campos Cristo".
He aquí el concepto de una religión al aire libre. Si con Juan de la Cruz, el amor de la naturaleza no era más que un pasajero estado de ánimo, o como lo reputan al­gunos críticos, un recurso puramente literario para imitar el colorido naturalista del Cantar de los Cantares, para Luis de León la naturaleza era una pasión.
La sentía y la amaba como Wordsworth, y muchos de sus incomparables poemas líricos, rivaliza en realismo emotivo con la poesía de la naturaleza del célebre autor de Tintern Abbey. (12) No fue otro que el más grande de los poetas líricos españoles quien escribió
Los Nombres de Cristo, e hizo a sus per­sonajes discurrir a la orilla de un río, en un prado que cantaba con la voz de los pájaros. Y sin embargo —¡cruel ironía!— este libro fue compuesto durante los cinco años que su autor pasó en una mazmorra de Valladolid! Lo había encarcelado el Santo Oficio, por la terrible ofensa de haber traducido el Cantar de los Cantares al español.
u suprema pasión era pecado mortal a los ojos de los di­rectores religiosos de su país. ¡Se había atrevido a eman­cipar la realidad religiosa de los contérminos entumecedores de una lengua desconocida y de las paredes consa­gradas. "Cristo para el mundo", cantaba Fray Luis.
Los nombres de Cristo cuya significación expone el gran místico español, son ora los títulos del Mesías en el Antiguo Testamento, ora los nombres simbólicos de Jesús en el Nuevo. Trata de catorce de éstos. Cristo es la Vara, la Faz de Dios, el Camino, el Pastor, la Montaña, el Padre de la Edad Futura, el Brazo del Señor, el Rey, el Prín­cipe de Paz, el Esposo, el Hijo de Dios, el Cordero, el Amado, y Jesús.
Entre lo mucho de rico y sugestivo que se dice de Cristo en este gran libro, notemos muy brevemente algo de lo más significativo. Jesucristo, el "brazo del Señor" no representa la fuerza militar o el valor del guerrero.
"Los hechos hazañosos de un cordero tan humilde y tan manso, como es el que en este lugar Isaías pinta, no son hechos de esta guerra que vemos, adonde la soberbia se enseñorea y la crueldad se despierta, y el bullicio y la cólera y la rabia y el furor menean las manos. No tendrá, dice, cólera para hacer mal ni a una caña quebrada.
Y antójasele al error vano de estos mezquinos que tiene de trastornar el mundo con guerras. (13) El símbolo de tal Cristo mal podría convertirse en estandarte guerrero de Pizarro o Cortés o el Duque de Alba, o en mesa del Santo Oficio en el Perú.
Como "Rey", Cristo es a la vez Redentor y Legislador. Por sus obras y sacrificio hizo méritos del espíritu y virtud de los Cielos para los suyos, comunicándole éstos a la voluntad de ellos, "imprimiendo en ella inclinación y ape­tito de aquello que merece ser apetecido por bueno, y, por el contrario, engendrándole aborrecimiento de las cosas torpes y malas". (14)
La religión es así para Fray Luis ex­presión de un principio interior de vida, en tanto que "sola la predicación del Evangelio, que es decir la virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que siempre ha deshecho la adoración de los ídolos". (15) Particularmente significativas son sus palabras sobre Cristo como el "Cordero". "Cristo es universal principio de santidad y virtud, de donde nace toda la que hay en las criaturas santas, y bastante para santificar todas las criadas, y otras infinitas que fuese Dios continuamente criando, y ni más ni menos es la víc­tima y sacrificio aceptable y suficiente a satisfacer por todos los pecados del mundo y de otros mundos sin nú­mero". Cristo salva, en el más absoluto sentido, a los hombres.
Es, sin embargo, en la última parte de su estudio donde hallamos la expresión más plena v característica del con­cepto de Luis de León. Cristo es "Jesús". En el significado del nombre Jesús, halla la clave del más profundo signifi­cado de Cristo y la más adecuada forma en que expre­sarlo. Siendo "Jesús", Cristo es salud, que también quiere decir salvación.
A Fray Luis le encanta insistir en la idea de que Cristo es completa salud, la cual comunica a los hombres. La vida cristiana es salud espiritual perfecta. El cristiano es el hombre perfeccionado, el hombre que ha sido sanado de sus enfermedades y restaurado a la salud por Cristo, quien posee el remedio de todo mal. Su naturaleza se hace una "templada armonía", una "santa concordia".
Llena su alma una "ordenada paz", y su principal ambición es "hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí, transformándose en él". Como Pablo y Agustín, Fray Luis "se vestiría del Señor Jesús".
Cristo es su todo y en todos. "Yo, Señor, me desecho, me des­pojo de mí, me huyo y desamo, para que, no habiendo en mí cosa mía, seas tú solo en mí todas las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús".
Al final de este maravi­lloso capítulo, el autor se regocija del hecho de que Jesu­cristo es también el Logos y que, como tal, es salud cós­mica. A Él le deben su salud los ángeles de los Cielos y la naturaleza toda.
El fuerte acento ético y el énfasis en el orden y equi­librio de la vida del alma, que caracterizan el concepto de Cristo y de la vida cristiana, según Fray Luis, son eco de la idea de justicia de Platón, y de la idea paulina de la vida llena del Espíritu.
Toda vida y doctrina religiosas deben someterse a la prueba ética. "Habernos de tener por cosa ciertísima que la (doctrina) que no mirare a este fin de salud, la que no tratare de desarraigar del alma las pasiones malas que tiene, la que no procurare criar en el secreto de la orden, templanza, justicia, por más que de fuera parezca santa, no es santa, y por más que se pre­gone de Cristo, no es de Cristo".
Tampoco pueden la más escrupulosa práctica de los ritos religiosos ni la imposición de las penitencias más severas, ser sustitutos de la salud espiritual interior. Pues "aunque haya (uno) aprovechado en el ayuno, sepa bien guardar el silencio y nunca falte a los cantos del coro; y aunque ciña el cilicio, y pise sobre el hielo desnudos los pies, y mendigue lo que come y lo que viste paupérrimo, si entre esto bullen las pasiones en él, si vive el viejo hombre y enciende sus fuegos, si se atufa en el alma la ira, si se hincha la vana­gloria, si se ufana el propio contento de sí, si arde la mala codicia; finalmente, si hay respectos de odios, de envidias, de pundonores, de emulación y ambición. . . téngase por dicho que aún no ha llegado a la salud, que es Jesús".
NOTAS
(1) V. Raimundo Lulio: Explorador y Mártir de Noráfrica, por S. M. Zwemer. México: Casa Unida de Publicaciones. (N. del Trad.)
(2) V. Los Místicos Españoles del Siglo XVI, por Cl. Gutiérrez-Marín. México: Casa Unida de Publicaciones. (N. del Trad.)
(3) Refiérese a la Virgen y al Niño.
(4) Carta V, Obras (Edit. Séneca, México), pág. 1005.
(5) Noche Oscura, Lib. I, Cap. IV (pág. 429, de la ed. cit.).
(6) Subida del M. Carmelo, Lib. III, Cap. XXXVI (pág. 389, ed. cit.
(7) V. Cap. I.
(8) Vida, Cap. XL, 4.
(9) Libro de las Fundaciones, Cap. V, 7.
(10) Julio Navarro Monzó, Santa Teresa de Jesús y la Vida Espiritual
Cristiana, pág. 26.
(11) Los nombres de Cristo, Calleja, Madrid, 1917, pág. 33.
(12) La Abadía de Tintern.
(13) Op. cit., págs. 230, 231.
(14) Op. cit., pág. 293.
(15) Op. cit., pág. 313.

Fuente: Protestantedigital, 2017

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