Por.
Wenceslao Calvo, España
Entre
los argumentos esgrimidos por quienes buscan darle a la homosexualidad carta de
legitimidad, no sólo con razones psicológicas y antropológicas sino también
bíblicas, está el de que Jesús nunca hizo ningún pronunciamiento en su contra.
Visto de esta manera el argumento parece contundente, porque efectivamente en
vano se buscará en los evangelios una palabra suya que vaya en esa dirección.
En realidad no se encontrará ninguna palabra en contra ni tampoco a favor, pero
como el que calla otorga eso ya parece de suficiente peso para considerar que
ningún seguidor de Jesús debe condenar lo que él nunca condenó.
Recuerdo
que cuando en España se debatió la cuestión del aborto, a los pocos años de
comenzar la democracia, se publicó un artículo firmado por dos periodistas en
un diario de gran difusión nacional en el que afirmaban que la Biblia no tenía
nada que decir sobre el aborto. Era una conclusión falsa pero válida para todos
aquellos que nunca se habían molestado en leer la Biblia, la inmensa mayoría
del pueblo español, y mucho menos en razonar las implicaciones de sus
enseñanzas. Pero la engañosa conclusión servía bien a la causa pro-abortista,
especialmente cuando lo que importaba no era comprobar si efectivamente la
Biblia decía o no decía algo sobre el aborto, sino impulsar la ideología
que lo sustentaba. No era una búsqueda de honestidad intelectual sino de prejuicio
parcial lo que había detrás del artículo. Pero como lo que interesaba era
impulsar por todos los medios el aborto, cualquier método que ayudara era
bienvenido. Ahora ocurre algo parecido cuando se echa mano del peregrino
razonamiento sobre el silencio de Jesús hacia la homosexualidad.
Lo
que pasa es que si llevamos esa lógica más allá habría que concluir también que
el incesto es perfectamente legítimo, dado que Jesús nunca dijo nada en su
contra. Igualmente llegaríamos a aprobar las relaciones sexuales de un ser
humano con un animal, o zoofilia, ante el silencio suyo sobre esa práctica. Y,
¿por qué no?, la pedofilia entraría de lleno en las posibilidades que se nos
abren, por el otorgamiento que el silencio de Jesús nos concede. Pero para no
detenernos solamente en el campo de la sexualidad podríamos del mismo modo
legitimar la práctica de la adivinación y la brujería, porque nunca vemos en
los evangelios ninguna enseñanza suya prohibiéndolas ni ningún caso en el que
Jesús reprenda a nadie que se dedique a esos menesteres. Y como de la
esclavitud, en su aspecto social, no dijo nada explícitamente, podemos concluir
que esclavizar a otros no es nada malo.
El
peligro, pues, de escudarse en el silencio es extremo, porque nos llevará a
todas las aberraciones imaginables e inimaginables. Todos aquellos que se
acercan a la Biblia no buscando sus principios y verdades cardinales sino
solamente teniendo en cuenta detalles particulares, se engañan a sí mismos. Y
eso es lo que les pasa a los defensores del silencio de Jesús sobre la
homosexualidad.
Porque
el principio directriz que define su enseñanza sobre la sexualidad humana y
los cauces legítimos de la misma lo dejó bien perfilado, cuando algunos
vinieron a preguntarle sobre una cuestión bien ardua en su propio tiempo.
Acerca de la cuestión del divorcio había en días de Jesús dos escuelas
rabínicas de pensamiento, siendo una liberal y la otra conservadora. La liberal
estaba encabezada por Hillel, quien interpretaba el mandato de Deuteronomio
24:1 en sentido amplio y permisivo, considerando que el término ‘cosa
indecente’ podía entenderse de cualquier insignificancia desagradable que la
esposa hiciera a ojos del marido; la escuela conservadora estaba encabezada por
Shammai, quien enseñaba que ‘cosa indecente’ sólo se puede referir a
infidelidad sexual.
Ante
esta confrontación de posturas Jesús apeló a lo que Dios estableció en el
origeni. Y
lo que estableció fue que el matrimonio está constituido por un hombre y una
mujer, cuya unión matrimonial no es un convencionalismo social sino la voluntad
de Dios para los dos sexos. Al no enredarse en si los liberales o los
conservadores tenían razón sino en ir al origen, estableció un principio
determinante no sólo para la cuestión del divorcio sino para toda otra cuestión
que pueda plantearse tocante a la naturaleza del matrimonio y de la sexualidad.
Allí, en el capítulo 2 de Génesis, se constituye el arquetipo que resuelve toda
discusión.
Si
la quiebra de la unión del matrimonio entre hombre y mujer es resultado, según
Jesús, de la dureza del corazón humano, ¿qué será no la quiebra de la unión
sino de la naturaleza del matrimonio, que los del silencio de Jesús sobre la
homosexualidad defienden?
No
hace falta, entonces, que Jesús diga algo directamente sobre la cuestión de la
homosexualidad, porque ha dejado zanjado de forma bien sonora, para todo el
que quiera oír, cuál es el principio rector de Dios sobre la sexualidad.
Fuente:
Protestantedigital, 2017
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