Por.
René Padilla, Argentina
Los
grandes desplazamientos poblacionales forzados que dejan a millones de personas
en una situación vulnerable en una tierra extraña son una característica
sobresaliente de nuestro tiempo. Siempre ha habido emigrantes e inmigrantes,
muchos de ellos desterrados, exiliados o refugiados, pero lo diferente hoy es
la magnitud y la extensión del problema. El problema se ha complicado
especialmente en los países del hemisferio Sur, los que menos condiciones
tienen de recibir inmigrantes. En efecto, un elevado porcentaje de inmigrantes
de estos países emigran a países limítrofes al suyo, no (como se piensa a
menudo) a los países industrializados del Noratlántico. Sin embargo, hoy más
que nunca estos últimos están tomando medidas restrictivas para evitar la
inmigración, especialmente la que procede de naciones donde predominan otras
razas.
Las
migraciones forzadas tienen una larga historia. Aunque las circunstancias
varían, las causas se repiten: el racismo, la opresión, la guerra, el hambre,
la persecución religiosa o política. . . Y se repiten también los menosprecios
y vejámenes vinculados a la discriminación racial y/o social, la explotación
económica, los maltratos y las restricciones legales a que a menudo son
sometidos los extranjeros y, junto con el sentido de desarraigo, les causan un
agudo sufrimiento.
El
Dios cuya historia se narra en la Biblia es el Dios de un pueblo descendiente
de patriarcas extranjeros en la tierra de Canaán, un pueblo que desde su origen
experimentó los vejámenes del inmigrante. De Abraham, el fundador de la nación,
se dice que movido por el hambre “se fue a vivir a Egipto” (Gn 12:10). Mucho
tiempo después sus descendientes serían sometidos a la esclavitud en ese mismo
país. La xenofobia de un rey que temía lo que podría suceder si su número
seguía aumentando halló expresión en un cruel sistema de labores forzadas (Ex
1:14), paradigma de los métodos de sometimiento que se han dado a lo largo de
la historia y se repiten en nuestros días. En la pedagogía de Dios con su
pueblo, esa experiencia de opresión en tierra extraña serviría para grabar a
fuego en la conciencia moral de Israel la responsabilidad de hacer justicia al
extranjero. La memoria de la esclavitud en Egipto vincularía la ética con la
historia como incentivo a la obediencia: “No maltrates ni oprimas a los
extranjeros, pues también tú y tu pueblo fueron extranjeros en Egipto” (Ex
22:21). “Cuando algún extranjero se establezca en el país de ustedes, no lo
traten mal. Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes. Ámenlo como a
ustedes mismos, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto. Yo soy el
SEÑOR y Dios de Israel” (Lv 19:33-34).
En
línea con este mandato de Dios, los extranjeros forman junto con los huérfanos
y las viudas una tríada a la cual el Antiguo Testamento hace referencia como el
objeto del cuidado especial de Dios (ver, p. ej., Dt 10:18-19; 24:14-21; 26:12;
27:19). El Dios a quien celebran los israelitas es el Dios de arameos errantes
que vivieron la opresión en tierra extraña, el Dios que por amor liberó a
Israel de la esclavitud de Egipto y convocó a su pueblo a amar al extranjero
con un amor que demanda justicia. Establecido en la tierra prometida, Israel
debía conservar viva la memoria de su condición de inmigrante esclavo y de la
provisión de Dios durante los largos años de peregrinaje en el desierto.
Al
pasar al Nuevo Testamento, en el centro del escenario de la historia aparece
Jesucristo, cuya genealogía, según Mateo, incluye a varias mujeres extranjeras:
Tamar, Rahab, Ruth y Betsabé (Mt 1:3-6), lo cual sugiere que el Evangelio es
para judíos y no judíos. A lo mismo apunta el lugar que ocupa la gran comisión
de hacer discípulos de todas las naciones. Evidentemente, Dios
ama al extranjero. La autenticidad de nuestra fe no se mide tanto por lo que
decimos como por lo que hacemos en función de ese amor que se hizo carne en
Jesucristo.
Fuente:
El blog de René Padilla, 2017.
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