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miércoles, 12 de noviembre de 2008

Juan XXIII: La revolución silenciosa

Por. Juan José Tamayo, España.

El Vaticano ha celebrado con extrema sobriedad el cincuenta aniversario de la de la elección papal del carismático Juan XXIII. ¿Se deberá a que no comparte la reforma de la Iglesia que puso en marcha? Hagamos un breve recorrido por su biografía y su personalidad para valorar en sus justos términos la revolución que puso en marcha en su corto pontificado de apenas cinco años. Había nacido el 25 de noviembre de 1881 en Sotto Il Monte, un pequeño pueblo del norte de Italia, en el seno de una familia campesina numerosa muy religiosa, cuyo modelo era la Sagrada Familia de Nazaret. Se formó teológicamente en el espíritu de la Contrarreforma católica, a la que dedicó importantes investigaciones como historiador de la Iglesia. Durante 30 años el Vaticano le encargó varios destinos diplomáticos en diferentes países. Bulgaria, Turquía, Francia, que aceptó más por obediencia que por vocación y convicción. Su trabajo pastoral propiamente dicho apenas duró siete de 1951 a 1958, que ejerció al frente del patriarcado de Venecia. Y de ahí al papado.
Ni su edad avanzada cuando fue elegido papa –tenía 77 años- ni su trayectoria eclesiástica hacían pensar que hiciera cambios profundos en la estructura jerárquico-piramidal de la Iglesia, y menos aún en la doctrina teológica oficial, entonces instalada en la más rancia neoescolástica. La opinión muy extendida entonces era que sería un papa de transición, tras el rígido y autoritario pontificado de Pío XII, que en la encíclica Humani generis condenó la teología moderna, asumida posteriormente por el concilio Vaticano II. Pero los pronósticos no se cumplieron. Desde el comienzo de su pontificado, demostró una vitalidad y actividad poco frecuentes en un papa de esa edad. Poco a poco, pero con firmeza y resolución, fue rehabilitando el viejo edificio católico-medieval del Vaticano y abriendo puertas y ventanas para que entrara el aire fresco de la Modernidad y para que los católicos, todos, pero especialmente los pobres, se sintieran a gusto en la Iglesia.
Su bonhomía y campechanía, e incluso su porte exterior, chocaban con el hieratismo y la rígidez de su predecesor. Su lenguaje llano poco tenía que ver con la retórica vacua, el lenguaje rebuscado y de dobles intenciones del entorno curial. Su forma de gobernar la Iglesia se distanciaba conscientemente del autoritarismo de los otros papas. Su sencilla religiosidad estaba en las antípodas de loas recargados rituales a los que tenían acostumbrados a la cristiandad quienes antes habían gobernado el orbe católico. Disfrutaba, es verdad, en las grandes concentraciones con la gente, que lo consideraba uno de los suyos, pero se sentía más a gusto rezando en la capilla privada al amanecer o en el silencio de la noche que en las basílicas romanas. No es de extrañar que su forma de ser y de actuar tan espontáneas causara desconcierto –y quizás indignación- en la Curia romana. Ningún gesto suyo denotaba doblez. Todo en él era diáfano, transparente. Su persona rezumaba autenticidad, sinceridad, veracidad. Por eso muy pronto se ganó el afecto de propios y extraños, cualesquiera fueren sus creencias, increencias o ideologías. Juan XXIII legaba al corazón, pero también a la mente.
Daríamos, sin embargo, una imagen distorsionada suya, si nos quedáramos en la sola faceta de la bonhomía. Es verdad que la imagen de “papa bueno” no era una mera representación mediática, sino que respondía a su carácter y a una opción personal. Pero, junto a la bondad, hay que destacar su extraordinaria inteligencia para discernir los signos de los tiempos y poner en práctica los cambios acordes con dichos signos, así como para desmontar desde dentro las estructuras anquilosadas de la Iglesia católica. A la inteligencia habría que sumar su calculada habilidad para neutralizar las maniobras de la Curia romana que se oponía a sus reformas y para sacar éstas adelante.
Su gesto de mayor impacto, al tiempo que más arraigado, fue la convocatoria del concilio Vaticano II, que se le ocurrió una mañana de enero de 1959, delante del espejo mientras se afeitaba. Fue, sin duda, el cuarto de hora “de locura”, como el mismo Juan XXIII lo calificó, más revolucionario y esperanzado en la historia del catolicismo de los últimos cinco siglos. El Vaticano II fue uno de los acontecimientos sociorreligiosos más relevantes y uno de los signos más esperanzadores del siglo XX, calificado, no sin razón, el más cruel de la historia. Salvo un sector de la Curia romana que ofreció una resistencia numantina a su celebración, la mayoría de los católicos, las otras iglesias cristianas y el mundo entero acogieron con entusiasmo la idea, conscientes de que empezaba una nueva era en la Iglesia católica con importantes repercusiones, sin dudas, positivas, para el mundo entero.
Juan XXIII transgredió la tendencia de la mayoría de los concilios convocados con frecuencia para declarar dogmas y condenar –e incluso quemar- herejes. Su intención no era definir nuevos dogmas ni perseguir a los disidentes, ni condenar a otras religiones, sino estar atento y responder a los signos de los tiempos, reconciliarse con la cultura moderna, dialogar serenamente con los no creyentes y proponer un nuevo modelo de cristianismo: la Iglesia de los pobres. El cardenal Suenens, arzobispo de Malinas (Bélgica) y uno de los principales impulsores del Vaticano II, lo definió como el concilio “del diálogo con la historia”. El cardenal Montini, que sucedió a Juan XXIII como papa con el nombre de Pablo VI, definió el Vaticano II, creo que certeramente, como un concilio “de reformas positivas, más que de castigos, de exhortaciones más que de anatemas”. Desde esa convicción lo continuó tras la muerte de Juan XXIII y lo llevó a buen puerto hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965. Pero poco a poco fue olvidándose del espíritu conciliar, y su actitud dubitativa frenó muchas de las reformas formuladas en el concilio Vaticano II. Juan XXIII inició una revolución silenciosa. Sus sucesores Juan Pablo II y Benedicto XVI cambiaron de rumbo y siguieron el camino de la restauración y involución. ¿Cuándo volverá la Iglesia católica por la senda del concilio Vaticano II?

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de “Iglesia profética, Igelsia de los pobres” (Trotta, Madrid, 2003).
Fuente: Lupaprotestante.

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