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jueves, 2 de julio de 2009

Ex presidente López redondea opiniones históricas sobre la relación entre la religión y la economía

Por Alfonso López Michelsen
"No fue por pobreza, sino por la pésima distribución de la riqueza... que surgió la rebeldía en contra de la metrópoli", dice Alfonso López Michelsen en su ensayo 'El origen calvinista de nuestras instituciones políticas', en este prólogo a su nueva reedición (Legis). Al cumplirse el centenario de la obra de Max Weber, publicada en 1905, sobre las relaciones entre la religión y la economía, que lleva por título La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el futurólogo Fukuyama tuvo un rasgo de humor negro equiparando tal obra con el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, ridiculizando con el nombre de 'Manifiesto calvinista' la entonces interpretación de los orígenes de la apertura económica capitalista. En su tiempo, el 'Manifiesto Calvinista' despertó una verdadera revolución cultural, estableciendo el contraste entre la ética del catolicismo y la del calvinismo frente al desarrollo económico de Europa, con la aparición del capitalismo y el ascenso de la clase burguesa como la élite que sustituyó el dominio feudal de la agricultura por el político-económico de la burguesía. Curiosamente, la prensa colombiana no le prestó ningún interés al dicho centenario que, con el tiempo, ha ido decayendo en importancia dentro del pensamiento occidental. Prueba inequívoca de esta situación fue el escrito de Fukuyama, que le dio sepultura definitiva precisamente a los cien años de la aparición de la obra de Weber y a su interpretación de la historia económica en función de la religión.
Yo mismo, a lo largo de la vida, me he preguntado de dónde surgió mi reputación como profesor de Derecho Constitucional, cuando, sin falsa modestia, siento que estoy lejos de ser una autoridad en la materia y que lo poco que pude hacer en las aulas universitarias, cuando me desempeñaba como catedrático de la materia en tres facultades, fue haber expuesto la teoría de Weber, que, posiblemente, nunca había sido materia de estudio, ya que el Derecho Público colombiano se nutría de autores franceses, con prescindencia de los antecedentes norteamericanos y, con mayor razón, de autores alemanes o europeos, distintos de las enseñanzas de La Sorbona. Grande fue la sorpresa de mis educandos cuando comencé mi primera lección trayendo, como origen de la democracia, la importancia del dogma de la salvación del alma, según las distintas vertientes del cristianismo. Jamás les había pasado por la mente tan estrecha relación entre la Teología, la Economía y el Derecho, como la que se deriva de la obra de Weber. En efecto, la diferencia radical entre la doctrina católica y el calvinismo reside en la interpretación de los libros sagrados acerca de la salvación del alma. Nosotros, los católicos, profesamos la doctrina de la gracia divina, según la cual el género humano queda redimido, por el sacrificio divino de Dios hecho hombre, si cada cristiano, por su conducta ajustada a los Mandamientos de la Ley de Dios, gana el Paraíso. En el calvinismo, en cambio, los seres humanos están predestinados, desde la eternidad, los unos a salvarse, los otros a condenarse, sin que los actos humanos incidan sobre la vida eterna, frente a la cual ya estamos predestinados.
A primera vista, cualquiera podría imaginar que una resignación semejante ante la predestinación puede conducir al desenfreno, al tiempo que, en el catolicismo, la rigidez de sus principios impondría una conducta más arreglada. Sin embargo, según los protestantes, el hecho de que el católico lleve una especie de "cuenta corriente" con Dios y que, mediante el sacramento de la confesión, recupere, periódicamente, la gracia de Dios, le permite que, a la hora de la muerte, puede enmendar todos los errores y culpas. El calvinista, por el contrario, deposita su confianza en Dios, o sea, se salva por la fe, practicando las virtudes cristianas en la forma más estricta posible según los libros santos, a obscuras de cuál va a ser su vida eterna, pero rindiéndole tributo al Creador con su conducta, mediante, en términos terrenales, la diligencia en el trabajo y la austeridad en la vida diaria.
La religión católica había enseñado y puesto en práctica la doctrina, de raíces aristotélicas y tomistas, que hacía de la austeridad personal, en lo económico, una virtud acogida por las leyes canónicas. De que hubo capitalistas antes de la doctrina calvinista, no cabe duda. Famoso entre todos fue Jacques Coeur, el armador, a quien el papa Nicolás V le concedió el privilegio de soslayar la doctrina moral del "justo precio", o sea, el contenido ético de las transacciones en una época en que no existía el comercio propiamente dicho. El derivar una utilidad en los negocios con los judíos, así se sobrepasaran los límites fijados como "justos" por la propia ley canónica, la llamada usura, por la exoneración del Sumo Pontífice, dejó de ser pecado con los judíos, pero como ocurre frecuentemente, se extendió de tal manera la excepción, que acabó por convertirse en la regla y se aplicó, inclusive, a los tratos entre cristianos la flexibilidad en materia de "justo precio".
Quedaba, de esta suerte, abierta, la puerta para hacer el tránsito a la llamada economía de mercado, la cual, en materia de precios, abandonaba el criterio moral que inspiraba el "justo precio" y dejaba en manos de la oferta y la demanda, es decir, la libertad económica, la opción de fijar la cuantía de la utilidad, automáticamente, mediante los mecanismos propios del mercado. De semejante análisis, Weber deducía que la prosperidad económica de los países anglosajones y escandinavos había obedecido a la práctica de la religión protestante, mientras los países católicos como Italia, España e Irlanda quedaban rezagados, lo cual, a la luz de las experiencias contemporáneas, ha perdido todo valor de demostración, puesto que los más atrasados de entonces se cuentan entre los más avanzados del presente, sin haber cambiado de religión.
Con todo, me cuento entre quienes, en mi generación, compartieron la totalidad del pensamiento de Weber sobre el carácter decisivo de las prácticas religiosas con el desarrollo económico. Y fue con este criterio como me comprometí en una serie de conferencias que llevan por título 'La estirpe calvinista de nuestras instituciones políticas', que ya va para la quinta o sexta edición. En esta obra, que vuelve a la luz pública en su original, gracias a la generosidad de Tito Livio Caldas, quien, con el mismo asombro que el suscrito, registra, desde su ángulo de editor, la magnitud de la demanda que ha tenido últimamente este ensayo entre la juventud. Cierto es que, desde su publicación, tal vez en razón del título de mi trabajo, suscitó una polémica en su contra, a cuya cabeza se pusieron los fervientes católicos de las facultades de Derecho colombianas, poniendo particular énfasis en la contraposición entre el dogma católico y el dogma protestante, no ya en cuanto a la salvación del alma en función de la gracia divina, o la predestinación, sino en cuanto a la paternidad intelectual de las ideas de Weber, como si las instituciones políticas de origen calvinista estuvieran ya contenidas en las obras de Santo Tomás y San Agustín y, más recientemente, del propio Aristóteles, aproximación a la cual es completamente ajena mi pluma, porque no pretendo demostrar que el capitalismo nació con Calvino, sin ningún antecedente ideológico, sino que el capitalismo fue concomitante con la reforma del protestantismo, desechando la relación de causa-efecto que tan enfáticamente defendió en su momento Max Weber, con los ejemplos de desarrollo económico ya citados.
Por el contrario, mi propensión por el derecho internacional humanitario me lleva a reafirmar periódicamente, desde hace ya varios lustros, que el verdadero origen del derecho de gentes, inspirador del derecho internacional humanitario, fueron los teólogos españoles de la contrarreforma y, muy principalmente, el padre Victoria, Fray Pedro de Gante y, en general, los pensadores dominicos que inspiraron documentos tan importantes como el testamento de la reina Isabel 'La Católica' y los comentarios sobre las Leyes de Indias del presidente Niceto Alcalá Zamora. Una cosa son las instituciones, palabra tan cara a Calvino, y otra cosa es la filosofía o, más propiamente, la Teología. Observo con relativa frecuencia, al leer a mis contradictores, que ellos confunden los dos temas, al extremo de dejar la impresión de que la independencia de la América española, a comienzos del siglo XIX, fue fruto de la lectura de los padres de la Iglesia, desde México hasta la Argentina, en una tan afortunada coincidencia, que muchas veces el acta de independencia de un país a otro es cuestión de meses fruto de la pasión por la lectura de la patrística, cuando la coincidencia cronológica y funcional de nuestra separación de España fue de inspiración norteamericana y las instituciones tales como la soberanía popular, el sufragio universal, el federalismo, la separación de los poderes y, en general, el régimen presidencialista, tuvieron por cuna la Convención de Filadelfia, vale decir, la Constitución norteamericana de 1787, cuyos efectos repercutieron en Europa, casi simultáneamente, con la aparición de Napoleón I, que divulgó los derechos del hombre y del ciudadano, propios de los orientadores de la independencia de los Estados del norte o Nueva Inglaterra, que hoy son el núcleo de donde surgen los Estados Unidos de Norteamérica.
Los tratadistas traen a cuento el papel de los puritanos exiliados que se refugiaron en América, huyendo del fanatismo religioso de los monarcas ingleses. Dos son los ejemplos que se citan con mayor frecuencia: el contrato celebrado entre ellos al llegar a nuestro continente y el documento conocido como la 'Carta del Mayflower'. Son dos documentos que demuestran el carácter contractualista del derecho público norteamericano, que sentó sus reales en la América del Sur con la permanente cantinela de la relación voluntaria e irrevocable de los gobernantes y los gobernados. De ahí en adelante, la estructura del estado laico se nutre de las instituciones calvinistas en cuanto a las jerarquías que constituyen la autoridad. Desaparece, como por encanto, la competencia de los pontífices romanos, para definir cuestiones terrenales como los límites geográficos a que aluden las bulas que demarcaron las fronteras entre España y Portugal, en la llamada bula Inter caetere. Y para desvincular el Estado de la religión, Bodino concibe la soberanía como el poder propio de las naciones para escoger su rumbo, a lo cual se agrega el calificativo de popular, cuando se inspiran en el querer colectivo de los pueblos.
Pueril sería ignorar que entre los factores que dieron en tierra con las teorías de Weber ocupa un lugar prominente el marxismo, dueño de una interpretación acerca del desarrollo económico bastante más verosímil que la del 'Manifiesto Calvinista'. Es, ni más ni menos, que la interpretación materialista de la historia que comenzó a imperar en Europa, hasta consolidarse en forma definitiva en la revolución soviética. Las huellas de esta concepción sociológica se encuentran por doquier, sin que sea necesario afiliarse a una determinada causa política, sino más bien con el carácter de un estudio académico. Se profesa subconscientemente la creencia de que los levantamientos populares, que se conocen con el nombre genérico de revoluciones, tienen su origen en la pobreza, que alimenta la inconformidad. Fácilmente, se supone, por ejemplo, que la llamada independencia nuestra hunde sus raíces en una crisis económica, o en una definitiva discriminación en contra de los criollos, cuando, si bien se mira, la independencia original no contemplaba la segregación de España, sino una protesta de las presiones americanas en contra de la invasión napoleónica de la península Ibérica. Otro tanto ocurre en cuanto al factor de crisis económica que, según historiadores contemporáneos, fue más bien el fruto de una prosperidad inesperada, que hoy llamaríamos una apertura económica, cuando el imperio español pasó de manos de la dinastía de los Habsburgos a la de los Borbones, de inspiración francesa.
Medido el crecimiento continental en cifras de comercio y, en especial, por el número de bajeles entre España y las posesiones americanas, resulta una tal multiplicación de las transacciones no solo con los puertos europeos, sino con las propias Filipinas, que inevitablemente se llega al a conclusión de que no fue por pobreza o miseria, sino por la pésima distribución de la riqueza, que aún subsiste, que surgió la rebeldía en contra de la metrópoli. Autoridades como el profesor Haring calculan que, en los últimos diez años de apertura, la economía de los países coloniales creció 700 veces y se cita como ejemplo el caso de la navegación entre La Habana y la península Ibérica que, en 1760, requería, anualmente, seis barcos y pasó, en 1778, a emplear 200. Otro tanto ocurrió con Buenos Aires, que subió de 150 mil cueros a 800 mil al año, con lo que se confirma que el comercio entre el continente y la América española creció anualmente 700 veces. Algo semejante a cuanto ocurrió en los últimos lustros del siglo XX, cuando no fue la pobreza sino la riqueza la generadora del cambio de régimen. Así como la revolución socialista hubiera podido tener por cuna a Haití, o a los países centroamericanos más pobres, fueron la isla de Cuba y México los dos países más prósperos, en donde germinó la semilla de la revolución, en momentos en que estos dos lideraban el desarrollo económico de la América Latina y del Caribe. La lectura de este libro, aun cuando carece de la actualidad que tuvo en su tiempo, puede ser todavía provechosa, para entender los conflictos del siglo XXI entre cristianos y musulmanes, que ya algunos futurólogos señalan como rasgo característico de este siglo: un enfrentamiento político, con tinte religioso, entre Oriente y Occidente.
Fuente: Alfonso López Michelsen

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