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lunes, 7 de septiembre de 2009

Creados/as a imagen y semejanza de Dios

Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

Algunas lecciones del Antiguo Testamento para el mundo de hoy.
El Antiguo Testamento es un océano de posibilidades para alimentar la fe, estimular la reflexión y promover respuestas válidas para la vida diaria. Su punto de partida es la forma en que observa la coindición humana, más allá de la ingenuidad y con la firme convicción de que Dios desea interactuar permanentemente con la humanidad en medio de la complejidad de la existencia. “Encuentro con Dios en la historia” (Bárbara Andrade): así se podría resumir la intencionalidad del conjunto de textos que hace cortes transversales profundos en la vida de un pueblo que fue llamado por su Dios a establecer una alianza sellada por la aceptación de una ley que, en el contexto de la época en que fue “promulgada”, representó un avance sustancial en la crítica de las prácticas religiosas antiguas y comenzó a desvelar el rostro de un Dios atento a los intríngulis más detallados de la vida humana, desde la organización tribal en el desierto hasta cuestiones de higiene para el sostenimiento de la vida, pasando, claro está, por la atención a problemas éticos, morales, sexuales y familiares. La ley, en ese sentido, fue mucho más que un conjunto de rituales externos para la sobrevivencia de la comunidad o un manual operativo de instrucciones para “irla pasando bien”… Se trataba, nada menos, que de un resumen de la voluntad de Dios para las diversas circunstancias que el pueblo enfrentaría en su caminar histórico y en las diversas adaptaciones culturales que tuvo que llevar a cabo.
Los profetas, a su vez, fueron adalides de la defensa del pueblo ante los abusos del poder y expositores continuos y arriesgados de la frescura con que la Palabra divina quería renovar las ilusiones y la cotidianidad del pueblo. Ante el anquilosamiento de la utopía, como resultado de las imposiciones monárquicas, la crítica profética apuntaba hacia el hecho de que las falsas esperanzas impulsadas por el poder no hacían más que enajenar al pueblo con una propaganda ajena a los caminos que Dios quería que recorriera el pueblo a su lado. Igual que hoy, cuando vemos cómo los sistemas luchan por eliminar la individualidad mediante la publicidad y la uniformidad de creencias de todos tipos, los profetas de Israel consideraron urgente abrir los ojos de la comunidad para advertir los signos de descomposición espiritual para reactivar los valores de la alianza como recurso insustituible para la fe personal y colectiva. Su insistencia en la ética como un don divino que debía trasladarse a la realidad todos los días es uno de los aspectos más actuales de su enseñanza. Su crítica del culto externo no admitía medias tintas en la práctica de rituales externos que podían verse como agotados y faltos de sustancia para revelar al Dios verdadero.
Los Escritos (libros poéticos y sapienciales), a su vez, manifiestan una evolución del pensamiento religioso que no se satisfizo únicamente con la repetición incansable de los documentos antiguos. De manera similar a los profetas, los poetas y sabios de Israel profundizaron en algunas áreas del pensamiento religioso y teológico para descubirir y expresar la fe de un modo sumamente creativo y analítico. Libros como Job, Cantares o el Eclesiastés son ejemplo de una profundización que aún hoy asombran por la manera tan intensa e incluso irónica con que se debate la fe dinámica en Yahvé, pues sus autores no dudaron en, literalmente, “invadir” con una mirada crítica sin concesiones las zonas más oscuras de la existencia humana en épocas muy diversas. Ante los vacíos dejados por el desgaste de la fe institucionalizada y la asuencia de nuevos rumbos proféticos, la apocalíptica abrió nuevos caminos para la espiritualidad y la comprensión de la historia humana, a partir de una fe que podría resistir los más feroces embates. Así, cada sección de las afirmaciones dogmáticas del judeo-cristianismo hunde sus raíces en la forma y el estilo con que el Antiguo Testamento sentó las bases para prolongar la esperanza en ese encuentro permanente con Dios en la historia, el mismo reto que enfrentamos hoy.
La fe en la creación y las teorías evolucionistas
“Existe grandeza en esta concepción de que la vida fue originalmente alentada por el Creador en una o varias formas, y que, mientras en este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y están desarrollando, a partir de un comienzo tan simple, infinidad de formas cada vez más hermosas e impresionantes”. Esta cita, extraída nada menos que de El origen de las especies (1859) muestra cómo Charles Darwin consideraba con seriedad y hasta con ciertos rasgos poéticos la actuación de Dios en el proceso biológico de diversificación de los seres vivos. Porque habitualmente se supone, desde ambos bandos (el “creacionista” y el “evolucionista”) que resulta imposible el diálogo entre estas posturas aparentemente irreconciliables. Las Escrituras hebreas proponen, como testimonio de una mentalidad antigua ligada estrechamente a postulados religiosos, que la divinidad creadora partió de cero para establecer el cosmos y la vida como resultado del poder de su palabra. Además, del libro del Génesis, amplias secciones poéticas y sapienciales desarrollan el tema de la creación desde una perspectiva de fe que se da por descontada para los lectores.
En ningún momento los autores de los textos bíblicos pretenden polemizar con visiones o teorías posteriores sobre el mismo asunto. El pretendido conflicto entre fe y ciencia, o entre las creencias bíblicas y las teorías sobre la evolución dejan de lado, en ocasiones, que ambos discursos, el teológico y el científico, responden a preguntas distintas. La teología parte de la fe y busca profundizar en ella, siempre desde las matrices culturales de los creyentes. La ciencia, como derivación positiva de la seculari-zación promovida en parte por la Reforma protestante y, como tal, producto de la modernidad, intenta dar una explica-ción coherente, sistemática y crítica del mundo, más allá de los impulsos dominados por la superstición y ciertas creencias mágicas. Por ello, la fe y la ciencia pueden articularse armóni-camente hasta el punto en que sea posible un diálogo que respete sus respectivos ámbitos de influencia y origen. Suponer, por ejemplo, que los textos bíblicos tienen validez científica o que las teorías científicas descalifican por completo los dogmas es una manera fácil de aplicar o trasladar los resultados de un campo de reflexión y acción a otro. Cuando los redactores bíblicos hablaron de la creación, sus palabras entran más en el esquema de los “credos” o “confesiones de fe” que en la exposición de una explicación sistemática del origen de las cosas. Las intuiciones de las tradiciones teológicas acerca de la creación dan fe de un conjunto de creencias que se desarrollaron a través de siglos de reflexión y son una respuesta a las explicaciones religiosas e ideológicas de los pueblos vecinos de Israel. Con estos criterios en mente, es posible abordar un asunto tan relevante para la vida humana, pues cerrar los ojos o negarse a dialogar es una actitud un tanto inmadura que puede esconder tendencias intolerantes o autoritarias, en nombre de una supuesta fidelidad a las enseñanzas bíblicas, las cuales no le cierran en ninguna parte las puertas al conocimiento científico.
En el terreno religioso y teológico el propósito de los textos es desmitificar algunas creencias, por ejemplo, que los astros eran divinidades y que de ellas dependía la comprensión del destino humano. Al ser vistas como criaturas divinas, la humanidad debía ver horizontalmente su existencia y confrontarse con la historia y sus desafíos. Por otra parte, la autoconciencia de ser fruto del esfuerzo creador de Dios, debía movilizar a los seres humanos a emprender ellos mismos una tarea cultural sólida y permanente, es decir, que la imagen de Dios en cada persona debía ser el motor para vivir con dignidad en el mundo y desarrollar sus habilidades para transformar la naturaleza recibida no como un espacio para hacer valer su autoridad o superioridad (como se creía anteriormente) sino como un lugar que, mediante el respeto y la preservación, podía ser el ámbito de bendición para la creatividad de sus iniciativas vitales.
Como resume Gilberto Gorgulho:
Hay una polémica contra los dioses de la luz, del sol y de la luna. Las narraciones no esconden la violencia, sino que la revelan. Y la humanidad no es creada para ser esclava de los dioses. La meta de la creación es la imagen de Dios, la cual es transmitida de generación en generación para la vida en alianza (Gn. 5). La revelación de la trascendencia del Dios Vivo y único y el dinamismo de la libertad humana son fundamentales y presentados con originalidad en esta historia primitiva.[1]
El segundo relato de la creación es un portento de síntesis entre teología y poesía, pues además de presentar un contrapunto al relato sacerdotal, esta narración, de inspiración yahvista, reflexiona sobre la colegialidad de la vida humana en su diversidad de géneros,como se diría hoy. Es un retablo que se concentra más en la creación de la humanidad que en la del cosmos (a diferencia de 1.1-24a), pero que no olvida insertar el misterio de la libertad humana, como un solemne contrapunto que la pondría a prueba, dado su carácter enigmático. El énfasis agrícola de la historia (vv. 5-6) se complementa con las descripciones geográficas de la ubicación del Edén (vv. 8-14). Lacónicamente, el v. 7 expone la creación del hombre como Adam, es decir, tomado de la tierra (terroso). La simbología del texto avanza en dirección a la parte más misteriosa de la creación: nada menos que la existencia de la mujer, el “taller de la vida” en manos de Dios. La ausencia de comunidad (y colegialidad entre iguales) es planteada por Yahvé de una manera práctica y ética: “No es bueno que el hombre esté solo” (v. 18). La “ayuda idónea” vendrá a completar la creación, que se encontraba incompleta sin ella.
Lo antinatural o contrario a la biología del origen de la mujer ejemplifica hasta qué grado la profundidad de la reconstrucción teológica apunta más bien hacia objetivos relacionados con la alianza, pues la unión conyugal es vista como un don de Dios, especialmente por el comentario profético del v. 24. El asombro que produce la presencia de la mujer se desarrolló previamente en la forma sui generis con que Dios decidió crearla. Ambos son producto de la imaginación divina y ahora una realidad dentgro del cosmos para realizar la voluntad de poblar la tierra y hacerla producir frutos. El denominado “·mandato cultural” posee una vertiente ecològica, pues ambos, hombre y mujer creados a imagen de Dios, serán compañeros de éste en la tarea creadora que los colocará en la historia como paradigma de la capacidad creadora de Dios delegada a sus criaturas humanas. Por lo tanto, lo que se espera de ellas es que desarrollen la habilidad de interactuar adecuadamente con su espacio de origen en igualdad de condiciones. La imegan de Dios es la posibilidad de cerecer como criaturas y como seres dispuestos a exsplotar al máximo su naturaleza, pero sin llegar a convertirse en depredadores mutuos o del medio ambiente.

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[1] G. Gorgulho, “La historia primitiva (Génesis 1-11”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 23, www.claiweb.org/ribla/ribla23/la%20historia%20primitiva.html.
Fuente: Leopoldo Cervantes - Ortiz, Lupaprotestante.

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