Dr. NÉSTOR MÍGUEZ, Argentina*
¿Corresponde a la teología decir una palabra sobre la realidad social, dejarse interrogar o hasta cuestionar, en el sentido más extremo de la palabra, por la política? ¿Deben las verdades eternas que constituyen el corazón de su saber como teología, como Palabra convocada desde lo divino, someterse a los requerimientos de las cuestiones temporales, prosaicas, de los vaivenes de la política? ¿Debe el creyente, a partir de su fe en el Dios eterno, dejarse enredar “en los asuntos de este mundo”? Muchos, a través de la historia han dicho que no, y en esa actitud han separado –al menos en sus mentes, si no en la realidad—lo teológico de lo social y lo político. Piensan que no es bueno que la teología, como expresión de la fe, se deje enredar en estas cuestiones, que pierda su distancia con lo temporal. Esa respuesta, que hoy subsiste en muchos cristianos, que lo dicen explícitamente o lo muestran en sus actitudes, cumpliendo los ritos religiosos pero no aventurándose más allá de ello. Aunque quienes dicen esto muchas veces hagan, en las sombras, acuerdos políticos explícitos o implícitos.
Otros, una segunda postura, aceptarán que la teología diga algo sobre el mundo en que vivimos, pero en caso de hacerlo, debe asumir una posición lo más objetiva posible, evitar los compromisos sectoriales o los apoyos partidarios. Algunos van más lejos todavía. Afirman que la teología puede elevar su voz profética, debe amonestar y advertir, incluso señalar caminos de mayor bienestar y reconciliación social, de pacificación, pero sin embanderarse políticamente. Nos dirán: debe enunciar los postulados éticos y levantar los reclamos de verdad y justicia, pero sin bajar a la arena de las luchas por el poder, sin contaminarse con los espurios juegos de los intereses en pugna. En una palabra, hay cierto lugar para dejarse cuestionar por la realidad social y sus consecuencias para la vida humana. Pero otra cosa es la política.
Profundicemos esa respuesta: la teología, como indagación en la Palabra de Dios, es ella misma interpelada en primer lugar por su fidelidad a esa Palabra. Pero parte de esa fidelidad es su pertinencia a la realidad humana a la cual esa Palabra se dirige. O dicho de otra forma, la reflexión teológica, como palabra desde la fe, debe poder ayudarnos a pensar la realidad humana en la que nos movemos, a enfrentar los dilemas que la vida nos pone por delante, a buscar caminos a través de los cuáles responder a las demandas sociales que son parte de nuestra compleja realidad. No alcanza con que nos explique (y a veces complique) las verdades religiosas o los dogmas de fe, ni que incursione en la exégesis de los textos sagrados (lo que sería la primer postura). Si bien esa también es parte de nuestra tarea como teólogos (y todos los creyentes en alguna medida lo somos, personal y colectivamente), esto será medio inútil si esa Palabra no se hace testimonio concreto en la vida, en nuestra práctica y en la forma en que participamos de la vida comunitaria, de la realidad social. Así, para quienes aceptan esta posición más amplia, es concebible preguntar a la teología sobre y desde la realidad social. Quienes se plantean estas alternativas, y se hacen cargo de los dolores y heridas que abre la inequidad, la pobreza, el sufrimiento de los débiles, y responden afirmativamente con su pensamiento y con su servicio, lo que hemos denominado una segunda postura, buscarán actuar a través de los cuerpos eclesiales, desde declaraciones y reclamos, y también, en algunas oportunidades, a partir de organizaciones de la sociedad civil, organizaciones de ayuda, las conocidas “ONG”, donde puedan cumplir con su vocación evangélica de servir a los necesitados, sin que ello implique meterse directamente con las estructuras de poder, jugar en los juegos impuros de la sociedad (suciedad) política.
Pero la pregunta subsiste de una nueva forma: ¿Se puede hacer algo concreto para remediar las injusticias que condenamos, para que la palabra profética sea una palabra eficaz en la vida social, sin contaminarse con la áspera y muchas veces ambigua realidad del mundo político? Si no se actúa en los lugares donde se deciden las políticas sociales, si no se interviene allí donde se establece el poder, donde se distribuye, donde se instalan las relaciones de dominio, hegemonía, explotación, ¿se puede modificar algo de forma duradera, ir más allá del alivio pasajero, sin afectar el motor económico y de poder donde esas políticas se generan? Allí nace el problema: ¿es posible participar en la vida social, incluso como testigos de Cristo, desde un lugar neutral, inmune a los riesgos del equívoco, a los compromisos concretos con las fuerzas que efectivamente entran en la arena política, mantenerse “a la distancia”? ¿Es posible una tercera respuesta, que acepte lo político y la política en su concretidad cotidiana como un terreno de elaboración teológica?
Creo que esa es la más dura interpelación de la que debemos dar cuenta. La realidad política cuestiona a la teología en su deseo de distancia, de neutralidad, en su pretensión de poder decir o hacer algo desde un altar de pureza que la ponga más allá de los avatares y compromisos mundanos. De hecho, a sabiendas o no, las iglesias cristianas (y sus disquisiciones teológicas) siempre han jugado en ese mundo, y las más de las veces, especialmente a partir del siglo III, en refuerzo de los poderes existentes y dominantes. Su propio reclamo de neutralidad ha sido un factor componedor del poder político, al cual de esa manera legitiman como poder de dominio: Nosotros gobernamos lo espiritual, los reyes (o quienes los reemplacen) gobiernan lo temporal. Las hermenéuticas bíblicas y los dogmas conciliares se han interpretado en ese sentido. Así, sin decirlo, al dejar el terreno abierto, o a la sumo con un reclamo ético sin posibilidad de implementación práctica, la necesaria autonomía de lo político ha redundado en beneficio de los poderosos de turno, legitimados como brazos de fuerza, como depositarios del poder de violencia, e incluso, muchas veces, reclamados como guardianes también de la pureza doctrinal, sea desde la derecha evangélica neofundamentalista o por los integristas del catolicismo romano.
Pero también, aunque resulte menos simpático, ha de reconocerse que muchas veces quienes adoptan una segunda postura, la que acepta el compromiso social y se compromete en acciones de servicio y mejoramiento de las condiciones de vida de los más desposeídos, de alguna manera refuerzan los sistemas de dominio aún en contra de su voluntad. Porque haciéndose cargo de los excluidos y sufrientes, disimulando el componente perverso de un sistema que genera la injusticia y la exclusión, o denunciándolo formalmente, pero privándose de las herramientas que podrían alterarlo, que son las herramientas políticas, finalmente lo dejan vigente. Así, el núcleo económico del poder, su proyección al aparato político, sus imposiciones desde los espacios de hegemonía cultural y dominio quedan inalterados.
Para poner un ejemplo actual: la asimetría existente en los medios de difusión masiva, que hoy son factores de poder económico y político, como ha quedado demostrado muy claramente en el caso de Honduras, por solo citar el más claro y actual, no puede ser resuelta con actos de buena voluntad, con las acciones sociales de las ONG, aún aquellas que actúan en el campo de las comunicaciones, si no se da esa lucha también y fundamentalmente en el campo político, si no se transforma en acciones que puedan, desde el aparato del Estado, establecer nuevas leyes de juego, limitar el poder de las empresas de difusión hegemónica, redistribuir, junto con el poder económico, el poder cultural. Intervenir en el debate, pero no solo en el debate, sino también en la política de difusión de ideas, embanderarse a favor de una regulación más equitativa de los medios de comunicación y tomar acción directa en todas las formas que la democracia lo permite –y a veces incluso pasarse un poquito sin lastimar a los más vulnerables-- es hoy un punto clave de inserción política. Y si no, aún desde un punto de vista egoístamente eclesial, basta mirar qué curas y pastores tienen acceso a los medios de difusión, y cuales están prácticamente excluidos. No solo quieren decir qué se puede decir en política, sino también qué se puede decir en nombre del Evangelio.
Un gobierno o partido popular es el que asume la voz de los que no tienen parte, que tienen todo a reclamar. El filósofo político J. Rancière, lo expresa así: “Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte, una parte o un partido de los pobres”. Lo popular expresa a los que han sido despojados de “su parte” en lo común, sea por razones económicas, ideológicas, del prejuicio de género o étnicas, por la conquista militar o la soberbia del dinero. El reclamo popular es aquél que es capaz de unificar esa pluralidad de voces y clamores. Es popular en tanto construcción alternativa de quienes, disminuidos o privados del acceso a lo que debería ser el bien público, usan y aprovechan sus escasos recursos para darse un sistema de representación y prácticas de reclamo, lucha y respuesta creativa (a veces también de cierto nivel de adaptación). Es esta realidad política la que interpela a la fe, la voz que se ha de escuchar junto al Evangelio.
De esa manera la realidad política interpela a la teología, no solamente preguntándole ¿con quién estás?, sino más fuertemente aún, ¿qué podés, querés, o estás dispuesto a hacer? La teología no solo debe definir su opción por los y las pobres, desvalidos, excluidos o las víctimas de la explotación y el prejuicio, del abuso y la violencia de los poderosos. También debe explorar su capacidad de actuar sobre el sistema (pongámosle el nombre que hoy tiene: capitalismo financiero tardío, capitalismo comunicacional, capitalismo de consumo, en fin, capitalismo de libre mercado) y sus configuraciones políticas. O, para ser más precisos, la teología como elaboración teórica y constructora de subjetividad, como motora de emociones y afectos, debe proveer a los creyentes el sustento y la fuerza para una militancia que no tema mezclarse con el barro de las decisiones ambiguas y los compromisos temporales que encierra la política. Porque también en ello se juega nuestra posibilidad de realmente dar respuesta efectiva a los dilemas de la vida social, al reclamo del Reinado de Dios y su justicia, aunque sea como adelantos provisorios, como señales anticipatorias de la plenitud de vida a la que nos mueve la fe.
Dicho esto, que debemos todavía profundizar, aunque en este breve espacio no podamos, es preciso ver qué más puede y debe responder la teología. La respuesta teológica no solo debe afirmar el valor de una militancia política que haga activa y eficaz la Palabra profética, de justicia, de equidad. También debe poder, para serlo realmente, considerar la verdadera dimensión de lo político. Y aquí es donde volvemos a la primera pregunta, la de la cuestión de la palabra de la eternidad frente a lo temporal. Es que la teología también tiene el deber de recordarle siempre a la política, y especialmente a los políticos, a los militantes que asumimos ese desafío, que todos sus logros y posturas, aún los mejores, son provisorios, que no pueden aspirar a eternizarse, que no pueden constituirse en sistema único, que en este dominio no son dueños de verdades intemporales.
La Palabra nos invita también a una constante revisión de nuestras posturas y opciones, a un autocrítica (confesión de pecados, en el vocabulario cristiano) que nos permita renovarnos en nuestro compromiso. No como modo de escapar de ellos, como “aliados inconfiables” que mañana se pueden dar vuelta, sino como voz que recuerda con quienes y para quienes son nuestros compromisos, frente a la tentación política del poder por el poder en sí. Tomamos opciones en el mundo de lo temporal, lo hacemos concientes de su temporalidad, nos arriesgamos al error desde la fe, y debemos hacerlo. Pero siempre, siempre hay un pero, aún en el más óptimo de los modos de gobierno, por la misma conformación de todo aparato de poder, habrá un excluido que lo interpele, una voz de pueblo que levantará un nuevo reclamo, una nueva injusticia que reparar, alguien que no tiene el acceso al poder que el sistema, o los sistemas, establecen. El militante cristiano que se mete en política sabe que ningún político, ni sistema o partido político, es el Mesías, porque el Mesías ya vino, y sigue viniendo, en la presencia y llamado que nos hace desde el más pobre, desde el excluido, desde el crucificado de la historia, que será también el resucitado que la mueve, que genera la esperanza.
La reflexión bíblica
Cuando vamos a los textos bíblicos, tenemos que tomar en cuenta la distancia temporal, de sistemas de poder y de ocasión de sus escritos.
Lo político, en las formas en que se da en la Antigüedad, aparece claramente en las páginas del AT. Algunos ejemplos:
• La conformación de un pueblo es un hecho político (Abram). Incluso interviene en los conflictos políticos de su tiempo (cf. Gén 14)
• La liberación de Egipto, incluyendo las “gestiones ante el Faraón”, la destrucción de su ejército, y la violenta ocupación del territorio de lo que sería Israel. (libros de Éxodo y Josué)
• Las discusiones entre Samuel y los ancianos de Israel en torno del establecimiento de la monarquía (1Sam 8 y ss).
• Las guerras de sucesión davídica (2Sam).
• Las intervenciones de los profetas como Amós, Primer Isaías, Miqueas, etc., durante el periodo monárquico.;
• Los distintos proyectos de reconstrucción post-exílica (Esdras-Nehemías, Ezequel 38 ss, TritoIsaías, etc).
En el tiempo que llamamos “intertestamento”, la gestión y monarquía Macabea (1 y 2 Macabeos).
En el Nuevo Testamento la situación es distinta. Ya no se trata de un pueblo como entidad política, sino de un llamado a descubrir nuevas dimensiones posibles en las relaciones humanas. Eso incluye las relaciones de poder. El “Reinado de Dios” se presenta como el modelo que Jesús propone para esa novedad de vida. Su dimensión pública se puede ver, fundamentalmente, en:
• El anuncio de su vocación liberadora siguiendo el modelo de Isaías (Lc 4:16 y ss).
• Su irrupción en Jerusalén como Hijo de David, Príncipe de Paz, y su acción en el centro del poder israelita, el templo (Lc 19:45-48).
• El contraste con las formas del poder imperial (Lc 22:25-30 y paralelos).
• Su confrontación con las autoridades judías y su crucifixión por parte del Imperio (Lc 23).
El libro de los Hechos también, aunque suaviza ciertos conflictos con las autoridades romanas, muestra la dimensión pública que tomaba la predicación del Evangelio y sus connotaciones políticas. Ejemplo de ello puede verse en los conflictos de Pablo con las autoridades de Filipo y Tesalónica (Hch 16 y 17), o también en Éfeso (Hch 19).
El clima de inminencia de la parousía del Cristo en la teología de Pablo genera una posición distinta: no es necesario pelear lo público porque esto está pronto a su extinción con la manifestación gloriosa del Señor. Sin embargo, en algunos pasajes de sus cartas se ve su discusión con el poder público. Por ejemplo, Romanos 1:17 ss; 1Co 6:1-11; 1Co 10: 19ss; 1Ts 2:1-12, etc.
Santiago marca claramente su distancia con las políticas dominantes de los ricos y magistrados del Imperio. Toda la carta tiene esa tónica, pero puede apreciarse fundamentalmente en el cap 1, 2:1-11; 4:13-5:7.
Finalmente, el libro de Apocalipsis es el que más claramente denuncia el poder político como opresivo (razón por la cual probablemente está preso). El cap 13 es clave en este sentido. El libro pone en el espacio público la situación de las víctimas frente al poder destructor.
En todos estos casos hay que tener en cuenta que “lo político” del mundo equivale a lo imperial, un espacio donde no es posible la discusión del poder según nuestra comprensión moderna del mismo. La única participación posible era la conformidad o la discusión de su legitimidad, la denuncia de su arbitrio.
¿Corresponde a la teología decir una palabra sobre la realidad social, dejarse interrogar o hasta cuestionar, en el sentido más extremo de la palabra, por la política? ¿Deben las verdades eternas que constituyen el corazón de su saber como teología, como Palabra convocada desde lo divino, someterse a los requerimientos de las cuestiones temporales, prosaicas, de los vaivenes de la política? ¿Debe el creyente, a partir de su fe en el Dios eterno, dejarse enredar “en los asuntos de este mundo”? Muchos, a través de la historia han dicho que no, y en esa actitud han separado –al menos en sus mentes, si no en la realidad—lo teológico de lo social y lo político. Piensan que no es bueno que la teología, como expresión de la fe, se deje enredar en estas cuestiones, que pierda su distancia con lo temporal. Esa respuesta, que hoy subsiste en muchos cristianos, que lo dicen explícitamente o lo muestran en sus actitudes, cumpliendo los ritos religiosos pero no aventurándose más allá de ello. Aunque quienes dicen esto muchas veces hagan, en las sombras, acuerdos políticos explícitos o implícitos.
Otros, una segunda postura, aceptarán que la teología diga algo sobre el mundo en que vivimos, pero en caso de hacerlo, debe asumir una posición lo más objetiva posible, evitar los compromisos sectoriales o los apoyos partidarios. Algunos van más lejos todavía. Afirman que la teología puede elevar su voz profética, debe amonestar y advertir, incluso señalar caminos de mayor bienestar y reconciliación social, de pacificación, pero sin embanderarse políticamente. Nos dirán: debe enunciar los postulados éticos y levantar los reclamos de verdad y justicia, pero sin bajar a la arena de las luchas por el poder, sin contaminarse con los espurios juegos de los intereses en pugna. En una palabra, hay cierto lugar para dejarse cuestionar por la realidad social y sus consecuencias para la vida humana. Pero otra cosa es la política.
Profundicemos esa respuesta: la teología, como indagación en la Palabra de Dios, es ella misma interpelada en primer lugar por su fidelidad a esa Palabra. Pero parte de esa fidelidad es su pertinencia a la realidad humana a la cual esa Palabra se dirige. O dicho de otra forma, la reflexión teológica, como palabra desde la fe, debe poder ayudarnos a pensar la realidad humana en la que nos movemos, a enfrentar los dilemas que la vida nos pone por delante, a buscar caminos a través de los cuáles responder a las demandas sociales que son parte de nuestra compleja realidad. No alcanza con que nos explique (y a veces complique) las verdades religiosas o los dogmas de fe, ni que incursione en la exégesis de los textos sagrados (lo que sería la primer postura). Si bien esa también es parte de nuestra tarea como teólogos (y todos los creyentes en alguna medida lo somos, personal y colectivamente), esto será medio inútil si esa Palabra no se hace testimonio concreto en la vida, en nuestra práctica y en la forma en que participamos de la vida comunitaria, de la realidad social. Así, para quienes aceptan esta posición más amplia, es concebible preguntar a la teología sobre y desde la realidad social. Quienes se plantean estas alternativas, y se hacen cargo de los dolores y heridas que abre la inequidad, la pobreza, el sufrimiento de los débiles, y responden afirmativamente con su pensamiento y con su servicio, lo que hemos denominado una segunda postura, buscarán actuar a través de los cuerpos eclesiales, desde declaraciones y reclamos, y también, en algunas oportunidades, a partir de organizaciones de la sociedad civil, organizaciones de ayuda, las conocidas “ONG”, donde puedan cumplir con su vocación evangélica de servir a los necesitados, sin que ello implique meterse directamente con las estructuras de poder, jugar en los juegos impuros de la sociedad (suciedad) política.
Pero la pregunta subsiste de una nueva forma: ¿Se puede hacer algo concreto para remediar las injusticias que condenamos, para que la palabra profética sea una palabra eficaz en la vida social, sin contaminarse con la áspera y muchas veces ambigua realidad del mundo político? Si no se actúa en los lugares donde se deciden las políticas sociales, si no se interviene allí donde se establece el poder, donde se distribuye, donde se instalan las relaciones de dominio, hegemonía, explotación, ¿se puede modificar algo de forma duradera, ir más allá del alivio pasajero, sin afectar el motor económico y de poder donde esas políticas se generan? Allí nace el problema: ¿es posible participar en la vida social, incluso como testigos de Cristo, desde un lugar neutral, inmune a los riesgos del equívoco, a los compromisos concretos con las fuerzas que efectivamente entran en la arena política, mantenerse “a la distancia”? ¿Es posible una tercera respuesta, que acepte lo político y la política en su concretidad cotidiana como un terreno de elaboración teológica?
Creo que esa es la más dura interpelación de la que debemos dar cuenta. La realidad política cuestiona a la teología en su deseo de distancia, de neutralidad, en su pretensión de poder decir o hacer algo desde un altar de pureza que la ponga más allá de los avatares y compromisos mundanos. De hecho, a sabiendas o no, las iglesias cristianas (y sus disquisiciones teológicas) siempre han jugado en ese mundo, y las más de las veces, especialmente a partir del siglo III, en refuerzo de los poderes existentes y dominantes. Su propio reclamo de neutralidad ha sido un factor componedor del poder político, al cual de esa manera legitiman como poder de dominio: Nosotros gobernamos lo espiritual, los reyes (o quienes los reemplacen) gobiernan lo temporal. Las hermenéuticas bíblicas y los dogmas conciliares se han interpretado en ese sentido. Así, sin decirlo, al dejar el terreno abierto, o a la sumo con un reclamo ético sin posibilidad de implementación práctica, la necesaria autonomía de lo político ha redundado en beneficio de los poderosos de turno, legitimados como brazos de fuerza, como depositarios del poder de violencia, e incluso, muchas veces, reclamados como guardianes también de la pureza doctrinal, sea desde la derecha evangélica neofundamentalista o por los integristas del catolicismo romano.
Pero también, aunque resulte menos simpático, ha de reconocerse que muchas veces quienes adoptan una segunda postura, la que acepta el compromiso social y se compromete en acciones de servicio y mejoramiento de las condiciones de vida de los más desposeídos, de alguna manera refuerzan los sistemas de dominio aún en contra de su voluntad. Porque haciéndose cargo de los excluidos y sufrientes, disimulando el componente perverso de un sistema que genera la injusticia y la exclusión, o denunciándolo formalmente, pero privándose de las herramientas que podrían alterarlo, que son las herramientas políticas, finalmente lo dejan vigente. Así, el núcleo económico del poder, su proyección al aparato político, sus imposiciones desde los espacios de hegemonía cultural y dominio quedan inalterados.
Para poner un ejemplo actual: la asimetría existente en los medios de difusión masiva, que hoy son factores de poder económico y político, como ha quedado demostrado muy claramente en el caso de Honduras, por solo citar el más claro y actual, no puede ser resuelta con actos de buena voluntad, con las acciones sociales de las ONG, aún aquellas que actúan en el campo de las comunicaciones, si no se da esa lucha también y fundamentalmente en el campo político, si no se transforma en acciones que puedan, desde el aparato del Estado, establecer nuevas leyes de juego, limitar el poder de las empresas de difusión hegemónica, redistribuir, junto con el poder económico, el poder cultural. Intervenir en el debate, pero no solo en el debate, sino también en la política de difusión de ideas, embanderarse a favor de una regulación más equitativa de los medios de comunicación y tomar acción directa en todas las formas que la democracia lo permite –y a veces incluso pasarse un poquito sin lastimar a los más vulnerables-- es hoy un punto clave de inserción política. Y si no, aún desde un punto de vista egoístamente eclesial, basta mirar qué curas y pastores tienen acceso a los medios de difusión, y cuales están prácticamente excluidos. No solo quieren decir qué se puede decir en política, sino también qué se puede decir en nombre del Evangelio.
Un gobierno o partido popular es el que asume la voz de los que no tienen parte, que tienen todo a reclamar. El filósofo político J. Rancière, lo expresa así: “Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte, una parte o un partido de los pobres”. Lo popular expresa a los que han sido despojados de “su parte” en lo común, sea por razones económicas, ideológicas, del prejuicio de género o étnicas, por la conquista militar o la soberbia del dinero. El reclamo popular es aquél que es capaz de unificar esa pluralidad de voces y clamores. Es popular en tanto construcción alternativa de quienes, disminuidos o privados del acceso a lo que debería ser el bien público, usan y aprovechan sus escasos recursos para darse un sistema de representación y prácticas de reclamo, lucha y respuesta creativa (a veces también de cierto nivel de adaptación). Es esta realidad política la que interpela a la fe, la voz que se ha de escuchar junto al Evangelio.
De esa manera la realidad política interpela a la teología, no solamente preguntándole ¿con quién estás?, sino más fuertemente aún, ¿qué podés, querés, o estás dispuesto a hacer? La teología no solo debe definir su opción por los y las pobres, desvalidos, excluidos o las víctimas de la explotación y el prejuicio, del abuso y la violencia de los poderosos. También debe explorar su capacidad de actuar sobre el sistema (pongámosle el nombre que hoy tiene: capitalismo financiero tardío, capitalismo comunicacional, capitalismo de consumo, en fin, capitalismo de libre mercado) y sus configuraciones políticas. O, para ser más precisos, la teología como elaboración teórica y constructora de subjetividad, como motora de emociones y afectos, debe proveer a los creyentes el sustento y la fuerza para una militancia que no tema mezclarse con el barro de las decisiones ambiguas y los compromisos temporales que encierra la política. Porque también en ello se juega nuestra posibilidad de realmente dar respuesta efectiva a los dilemas de la vida social, al reclamo del Reinado de Dios y su justicia, aunque sea como adelantos provisorios, como señales anticipatorias de la plenitud de vida a la que nos mueve la fe.
Dicho esto, que debemos todavía profundizar, aunque en este breve espacio no podamos, es preciso ver qué más puede y debe responder la teología. La respuesta teológica no solo debe afirmar el valor de una militancia política que haga activa y eficaz la Palabra profética, de justicia, de equidad. También debe poder, para serlo realmente, considerar la verdadera dimensión de lo político. Y aquí es donde volvemos a la primera pregunta, la de la cuestión de la palabra de la eternidad frente a lo temporal. Es que la teología también tiene el deber de recordarle siempre a la política, y especialmente a los políticos, a los militantes que asumimos ese desafío, que todos sus logros y posturas, aún los mejores, son provisorios, que no pueden aspirar a eternizarse, que no pueden constituirse en sistema único, que en este dominio no son dueños de verdades intemporales.
La Palabra nos invita también a una constante revisión de nuestras posturas y opciones, a un autocrítica (confesión de pecados, en el vocabulario cristiano) que nos permita renovarnos en nuestro compromiso. No como modo de escapar de ellos, como “aliados inconfiables” que mañana se pueden dar vuelta, sino como voz que recuerda con quienes y para quienes son nuestros compromisos, frente a la tentación política del poder por el poder en sí. Tomamos opciones en el mundo de lo temporal, lo hacemos concientes de su temporalidad, nos arriesgamos al error desde la fe, y debemos hacerlo. Pero siempre, siempre hay un pero, aún en el más óptimo de los modos de gobierno, por la misma conformación de todo aparato de poder, habrá un excluido que lo interpele, una voz de pueblo que levantará un nuevo reclamo, una nueva injusticia que reparar, alguien que no tiene el acceso al poder que el sistema, o los sistemas, establecen. El militante cristiano que se mete en política sabe que ningún político, ni sistema o partido político, es el Mesías, porque el Mesías ya vino, y sigue viniendo, en la presencia y llamado que nos hace desde el más pobre, desde el excluido, desde el crucificado de la historia, que será también el resucitado que la mueve, que genera la esperanza.
La reflexión bíblica
Cuando vamos a los textos bíblicos, tenemos que tomar en cuenta la distancia temporal, de sistemas de poder y de ocasión de sus escritos.
Lo político, en las formas en que se da en la Antigüedad, aparece claramente en las páginas del AT. Algunos ejemplos:
• La conformación de un pueblo es un hecho político (Abram). Incluso interviene en los conflictos políticos de su tiempo (cf. Gén 14)
• La liberación de Egipto, incluyendo las “gestiones ante el Faraón”, la destrucción de su ejército, y la violenta ocupación del territorio de lo que sería Israel. (libros de Éxodo y Josué)
• Las discusiones entre Samuel y los ancianos de Israel en torno del establecimiento de la monarquía (1Sam 8 y ss).
• Las guerras de sucesión davídica (2Sam).
• Las intervenciones de los profetas como Amós, Primer Isaías, Miqueas, etc., durante el periodo monárquico.;
• Los distintos proyectos de reconstrucción post-exílica (Esdras-Nehemías, Ezequel 38 ss, TritoIsaías, etc).
En el tiempo que llamamos “intertestamento”, la gestión y monarquía Macabea (1 y 2 Macabeos).
En el Nuevo Testamento la situación es distinta. Ya no se trata de un pueblo como entidad política, sino de un llamado a descubrir nuevas dimensiones posibles en las relaciones humanas. Eso incluye las relaciones de poder. El “Reinado de Dios” se presenta como el modelo que Jesús propone para esa novedad de vida. Su dimensión pública se puede ver, fundamentalmente, en:
• El anuncio de su vocación liberadora siguiendo el modelo de Isaías (Lc 4:16 y ss).
• Su irrupción en Jerusalén como Hijo de David, Príncipe de Paz, y su acción en el centro del poder israelita, el templo (Lc 19:45-48).
• El contraste con las formas del poder imperial (Lc 22:25-30 y paralelos).
• Su confrontación con las autoridades judías y su crucifixión por parte del Imperio (Lc 23).
El libro de los Hechos también, aunque suaviza ciertos conflictos con las autoridades romanas, muestra la dimensión pública que tomaba la predicación del Evangelio y sus connotaciones políticas. Ejemplo de ello puede verse en los conflictos de Pablo con las autoridades de Filipo y Tesalónica (Hch 16 y 17), o también en Éfeso (Hch 19).
El clima de inminencia de la parousía del Cristo en la teología de Pablo genera una posición distinta: no es necesario pelear lo público porque esto está pronto a su extinción con la manifestación gloriosa del Señor. Sin embargo, en algunos pasajes de sus cartas se ve su discusión con el poder público. Por ejemplo, Romanos 1:17 ss; 1Co 6:1-11; 1Co 10: 19ss; 1Ts 2:1-12, etc.
Santiago marca claramente su distancia con las políticas dominantes de los ricos y magistrados del Imperio. Toda la carta tiene esa tónica, pero puede apreciarse fundamentalmente en el cap 1, 2:1-11; 4:13-5:7.
Finalmente, el libro de Apocalipsis es el que más claramente denuncia el poder político como opresivo (razón por la cual probablemente está preso). El cap 13 es clave en este sentido. El libro pone en el espacio público la situación de las víctimas frente al poder destructor.
En todos estos casos hay que tener en cuenta que “lo político” del mundo equivale a lo imperial, un espacio donde no es posible la discusión del poder según nuestra comprensión moderna del mismo. La única participación posible era la conformidad o la discusión de su legitimidad, la denuncia de su arbitrio.
Fuente: *Ponencia del Dr. Néstor Míguez, el sábado 1 de agosto, en la Iglesia Metodista "San Pablo" "La Realidad Socio-política interpela a la Teología" del Pastor y Teólogo Dr. Néstor Míguez, de la Iglesia Evangélica Metodista y profesor del Instituto Universitario ISEDET en la Argentina. Este texto es parte de un capítulo de un libro en el cual el Pastor Míguez está trabajando. El mismo fue presentado en el "Encuentro de Estudios Wesleyanos" realizado en julio de este año en Buenos Aires, y en las "Jornadas 'Participación Social y Política del Cristiano'" organizadas por el Centro Emmanuel y el Equipo Ecuménico de Animación Bíblica del Uruguay.
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