Por. Antonio
Cruz, España*
El dominio
globalizador es precisamente el germen de tanto nacionalismo contemporáneo.
Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha experimentado una irresistible
tendencia a creerse el centro del mundo. Ya de niños, aprendemos a sentirnos
miembros de un grupo, a identificarnos con él, absorber sus valores y también a
considerarlos -casi inconscientemente- como superiores a los de otros grupos
humanos. Quizás este proceso de aprendizaje sea algo natural e incluso
necesario para desarrollar nuestra propia identidad cultural. Sin embargo,
cuando la educación posterior se reduce a este maniqueísmo de creer que todo lo
nuestro es bueno, mientras que lo de los otros grupos es malo, entonces se
convierte inmediatamente en perniciosa para el desarrollo y la adecuada madurez
de la persona.
Si pienso en mi propia formación escolar, durante las décadas de los sesenta y
setenta del siglo XX en aquella Barcelona franquista del momento, vienen a mi
mente imágenes que son como ecos de un pasado en el que se inculcaba a los
niños un determinado “espíritu nacional” mediante ideas como, por ejemplo, que
“ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”.
Lo que implicaba, por contrapartida, que ser extranjero no era, ni mucho menos,
tan serio o importante. El súmmum de la egolatría made in Spain lo había
alcanzado, me parece a mí, el escritor don Ramiro de Maeztu en su Defensa de la
Hispanidad, que aunque era hijo de padre vasco y madre inglesa, se permitió
escribir: “El mundo no ha concebido ideal más elevado que el de la hispanidad”.
¡Ni siquiera admitía la posibilidad de que a lo largo del globo terráqueo
pudieran existir otros ideales comparables al gestado en la madre patria! Si a
tales concepciones excluyentes se añade la represión posterior de la dictadura,
los maltratos físicos, culturales, lingüísticos, ideológicos y económicos
perpetrados sobre todo en aquellas regiones españolas con una identidad
cultural propios, es comprensible el creciente desafecto y los anhelos
secesionistas que se observan en la actualidad.
Era lógico,
por tanto, que ante semejante menosprecio por los demás pueblos periféricos,
éstos reaccionasen de manera parecida. El tradicional nacionalismo español
había fomentado así otros nacionalismos excluyentes dentro de la misma piel de
toro de la geografía hispana. Tal como reflejaban ya las palabras del gran
poeta y escritor catalán del siglo XIX y principios del XX, Joan Maragall: “Lo
característico del sentimiento catalán es ser a la vez un amor y un desamor: un
amor a Cataluña que es desamor a Castilla”.1 A pesar de que tales palabras
fueron escritas hace más de un siglo, perfectamente se podrían haber dicho hoy,
pues reflejan bien la actual confrontación de nacionalismos: el centralista
contra el catalán, el vasco, el valenciano o el mallorquín. No obstante, ¿tiene
sentido tal confrontación nacionalista en un mundo dominado por la
globalización? Yo creo que es precisamente este dominio globalizador, el germen
de tanto nacionalismo contemporáneo.
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dominio globalizador es precisamente el germen de tanto nacionalismo
contemporáneo. CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 16 DE NOVIEMBRE DE 2014 07:00 h
Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha experimentado una irresistible
tendencia a creerse el centro del mundo. Ya de niños, aprendemos a sentirnos
miembros de un grupo, a identificarnos con él, absorber sus valores y también a
considerarlos -casi inconscientemente- como superiores a los de otros grupos
humanos. Quizás este proceso de aprendizaje sea algo natural e incluso
necesario para desarrollar nuestra propia identidad cultural. Sin embargo, cuando
la educación posterior se reduce a este maniqueísmo de creer que todo lo
nuestro es bueno, mientras que lo de los otros grupos es malo, entonces se
convierte inmediatamente en perniciosa para el desarrollo y la adecuada madurez
de la persona. Si pienso en mi propia formación escolar, durante las décadas de
los sesenta y setenta del siglo XX en aquella Barcelona franquista del momento,
vienen a mi mente imágenes que son como ecos de un pasado en el que se
inculcaba a los niños un determinado “espíritu nacional” mediante ideas como,
por ejemplo, que “ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden
ser en el mundo”.
Lo que
implicaba, por contrapartida, que ser extranjero no era, ni mucho menos, tan
serio o importante. El súmmum de la egolatría made in Spain lo había alcanzado,
me parece a mí, el escritor don Ramiro de Maeztu en su Defensa de la
Hispanidad, que aunque era hijo de padre vasco y madre inglesa, se permitió
escribir: “El mundo no ha concebido ideal más elevado que el de la hispanidad”.
¡Ni siquiera admitía la posibilidad de que a lo largo del globo terráqueo
pudieran existir otros ideales comparables al gestado en la madre patria! Si a
tales concepciones excluyentes se añade la represión posterior de la dictadura,
los maltratos físicos, culturales, lingüísticos, ideológicos y económicos
perpetrados sobre todo en aquellas regiones españolas con una identidad
cultural propios, es comprensible el creciente desafecto y los anhelos
secesionistas que se observan en la actualidad. Era lógico, por tanto, que ante
semejante menosprecio por los demás pueblos periféricos, éstos reaccionasen de
manera parecida. El tradicional nacionalismo español había fomentado así otros
nacionalismos excluyentes dentro de la misma piel de toro de la geografía hispana.
Tal como reflejaban ya las palabras del gran poeta y escritor catalán del siglo
XIX y principios del XX, Joan Maragall: “Lo característico del sentimiento
catalán es ser a la vez un amor y un desamor: un amor a Cataluña que es desamor
a Castilla”.(1)
A pesar de
que tales palabras fueron escritas hace más de un siglo, perfectamente se
podrían haber dicho hoy, pues reflejan bien la actual confrontación de
nacionalismos: el centralista contra el catalán, el vasco, el valenciano o el
mallorquín. No obstante, ¿tiene sentido tal confrontación nacionalista en un
mundo dominado por la globalización? Yo creo que es precisamente este dominio
globalizador, el germen de tanto nacionalismo contemporáneo. La mundialización
constituye la última etapa de un proceso que se inició, en realidad, con la
conquista de América, el desarrollo de la navegación y las comunicaciones
alrededor del mundo. Pero esta relación cada vez más estrecha entre todas las
partes del planeta, no sólo permitió el auge de la industria y la economía sino
sobre todo un cambio importante en la concepción del propio ser humano. En
medio de las tinieblas de una época cruel caracterizada por el racismo, la
esclavitud y la colonización, los pueblos conquistadores se fueron dando cuenta
progresivamente que los conquistados eran también personas como ellos mismos.
Así, por ejemplo, el cura español, Bartolomé de las Casas, consiguió convencer
al clero católico en España de que los indígenas de América tenían alma y que,
por lo tanto, Cristo había muerto por ellos. El filósofo y político francés del
Renacimiento, Michel de Montaigne, reconoció, en el siglo XVI, que la
civilización occidental no era necesariamente superior a las demás. El
humanismo de la Ilustración desarrolló la idea de que todos los hombres eran
iguales en derechos, aunque tal concepción no consiguió la abolición de la
esclavitud hasta bien entrado el siglo XIX. Y, por último, las deseos
internacionalistas empezaron a vislumbrar unos Estados Unidos de Europa que
fuesen el preludio de unos futuros Estados Unidos del mundo.
Pues bien,
al margen de antecedentes históricos, hoy vivimos en un planeta que en ciertos
aspectos está cada vez más globalizado, pero en otros se nacionaliza a marchas
forzadas.
Asistimos a
un movimiento contradictorio de expansión y retraimiento. Vemos como el mercado
se mundializa y, al mismo tiempo, los espíritus buscan la identidad de la
patria chica, del idioma familiar, el dialecto o las tradiciones regionales.
Los nacionalismos desentierran sus antiguas reivindicaciones particulares y
culpabilizan de la crisis actual a la globalización salvaje e insolidaria.
Quizás esta búsqueda de identidades sea un mecanismo defensivo frente a tanta
confusión como impera hoy por doquier. Las personas necesitan saber quiénes son
y adónde pertenecen. De ahí este afán por redescubrir la historia, la lengua,
la raza, el color, el género, la religión, la cultura exclusiva, etc. La gente
quiere que los líderes políticos respeten y, si es posible, compartan estos
valores o sentimientos nacionales.
Amar la tierra
que nos ha visto nacer es algo natural y deseable en la condición humana.
Respetar las costumbres y tradiciones que no atenten contra nuestros
principios; identificarse con la idiosincrasia, la manera de ser y las
particularidades culturales de nuestro pueblo, forma parte de eso que nos une y
nos asemeja a los demás. Pero cultivar todo esto no tiene por qué estar en
contradicción con el respeto a la diversidad de quienes no son ni piensan como
nosotros. Y aquí es precisamente donde pueden aparecer los problemas sociales.
El peligro
de los nacionalismos estriba en la sacralización de las particularidades.
Cuando los pueblos se refugian en sus diferencias porque las consideran
sagradas y superiores a todo lo demás, es fácil que aparezcan sentimientos de
menosprecio u odio frente a lo foráneo. Es entonces cuando el nacionalismo
traspasa las fronteras de lo político para convertirse en una forma de religiosidad
civil. Las banderas se consideran reliquias sagradas; las festividades y
conmemoraciones nacionales constituyen el universo santoral que se rememora
puntualmente; las constituciones, estatutos y declaraciones de derechos se
veneran como si se tratasen de auténticos textos sagrados. En el fondo, toda
esta simbología esconde casi siempre la fe en un acontecimiento más o menos
histórico que poco a poco se ha ido mitificando. Cuando se antepone la pureza
de lo propio a la impureza de los demás, el choque con los vecinos resulta
entonces inevitable. Se confrontan costumbres, creencias, lenguas y etnias. Lo
de uno tiende a mitificarse, mientras lo de otros se vuelve tabú. El prójimo se
convierte en enemigo y pronto sobrevienen los fantasmas del racismo, la
xenofobia o la lucha armada. Llegado este extremo, cada patria se convierte en
un mito particular que descubre en la parafernalia militar de la guerra su
lugar de culto y sacrificio. Por desgracia, la historia reciente está preñada
de tales ejemplos. Existen actualmente más de diez mil grupos étnicos,
lingüísticos o religiosos, repartidos por todo el planeta, que habitan
territorios que no coinciden con las fronteras políticas y esto genera una
constante fuente de conflictos. Las tres cuartas partes de las guerras
recientes en el mundo se deben a tales motivos de identidad.
¿Dice algo la Biblia acerca de las naciones y los nacionalismos? Mucho más de
lo que, a primera vista, pudiera parecer. Curiosamente las “naciones” aparecen
en la Escritura como el resultado de una profunda división de la humanidad,
consecuencia de la dispersión de Babel. Es la rebeldía humana la principal
causa de los particularismos y las divisiones. A pesar de lo cual, Yahvé toma a
una nación de en medio de las demás naciones para que viva de manera diferente,
como pueblo santo. Un idioma, una religión y una tierra caracterizarán a una
nación separada de las demás y llamada a ser única. “Porque eres pueblo santo a
Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo único de
entre todos los pueblos que están sobre la tierra” (Dt. 14:2). Esta concepción
positiva de nación referida a Israel se distingue notablemente de las demás
naciones que no conocen a Dios. El pueblo elegido debía mantenerse apartado de
ellas para no contaminarse de su impureza moral y espiritual. La idolatría y la
inmoralidad de los pueblos periféricos son denunciadas frecuentemente. “Y no
andéis en las prácticas de las naciones que yo echaré de delante de vosotros;
porque ellos hicieron todas estas cosas, y los tuve en abominación” (Lv.
20:23). Desde luego, todo esto contribuyó al característico sentimiento
exclusivista de los judíos en relación a su etnia, idioma, religión y
costumbres ya que Israel tenía la obligación de mantenerse separado de los
gentiles.
No obstante, ¿a qué obedecían tales mandamientos de segregación del pueblo
elegido? Según la Biblia, Israel había sido apartado por voluntad divina para
recibir la salvación y transmitirla en su momento a todas las naciones de la tierra.
Dios le prometió a Abraham que su descendencia constituiría una nación grande y
fuerte con la finalidad principal de llegar a ser de bendición para las demás
naciones (Gn. 18:18). El exclusivismo inicial no era un fin en sí mismo sino
que su sentido fundamental fue desembocar en el universalismo del amor de Dios
hacia la humanidad entera. Al Mesías se le habían prometido todas las naciones
por herencia (Sal. 2:8) y que llegaría un día en el que todos los pueblos le
servirían (Sal. 72:11). El profeta Isaías recalca también esta misma idea
haciendo énfasis en la universalidad de la salvación (Is. 2:2-4) porque desde
la creación del mundo, Dios ha querido la bendición de la humanidad y que todas
las personas, independientemente de su identidad étnica, llegaran al
conocimiento de la verdad.
La Escritura
predice un futuro glorioso para los ciudadanos de todo linaje, lengua y nación
que se conviertan a Dios a través de su Hijo Jesucristo. Pero, al mismo tiempo,
se refiere a un terrible juicio que espera a aquellos que persistan en sus
rebeliones personales, su inmoralidad, su injusticia, su incredulidad o su
indiferencia. Aunque no nos gusten, no podemos eliminar estas páginas de la
Biblia porque lo cierto es que Dios juzgará al mundo con justicia. ¡Qué inmenso
privilegio el de aquellas criaturas que, aunque jamás formaron parte de la
nación hebrea elegida, llegaron por la gracia divina a ser parte de esa otra
nación santa, del pueblo adquirido por Dios para anunciarle ante los hombres y
para pasar de las tinieblas a la luz! Una nación que no conoce los
nacionalismos excluyentes ni las luchas fratricidas sino que está formada por
una gran multitud incontable, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas
que clama: “La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono,
y al Cordero” (Ap. 7:10). ¡Yo deseo ser un nacionalista más de esa singular
nación!
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(1) Citado en Marina, J. A., 2000, Crónicas de la ultramodernidad, Anagrama,
Barcelona, p. 159-160.
* Fuente:
Protestantedigital, 2014.