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viernes, 19 de enero de 2018

Aportes teológicos del protestantismo español

Por. Maximo Garcia Ruiz
El protestantismo en España tiene narradores de historias, moralistas vocacionales, conspicuos apologetas, elocuentes predicadores, pero está escaso de teólogos en el más amplio y profundo sentido del término; teólogos que reflexionen en los cambios y demandas sociales a la luz de la Palabra de Dios; teólogos que sean capaces de contextualizar el mensaje de la Biblia dando respuestas adecuadas a las demandas de la sociedad contemporánea. Haberlos los hay, aunque sean escasos, pero su voz no encuentra suficiente eco por falta de plataformas adecuadas.
En cuanto a las carencias, se deben, por una parte, a problemas de método y, por otra, a la falta de compromiso con la sociedad civil, por no añadir un tercer elemento, que muy bien podríamos calificar de pereza intelectual; una pereza que dificulta el acceso a una formación rigurosa, que se disfraza de títulos pseudo carismáticos: profetismo, revelaciones personales, encomendaciones locales, etc.
Abundan, eso sí, los apologetas defensores de la ortodoxia (su ortodoxia particular) con una actitud resentida de permanente confrontación con otras tradiciones cristianas. Otros nominados como teólogos optan por la traslación o simple adaptación de paradigmas ajenos o reflexiones caducas del pasado que nada aportan a los cristianos contemporáneos; los hay que se limitan a compartir una reflexión abstracta sobre textos descontextualizados, fuera del ámbito de interés de sus lectores. Aprendices de teología, en demasiadas ocasiones advenedizos, autodefinidos como tales sin la mínima formación que, de espaldas a la realidad social en la que viven, encerrados en su torre de marfil, convencidos de que disponen de un canal de comunicación directo con Dio que les dispensa de cualquier esfuerzo, tienen un catálogo de respuestas enlatadas, para preguntas que nadie se formula hoy en día.
Unos y otros no sólo viven desconectados de la sociedad, sino que tienen verdadero pavor a leer la Biblia con apertura de mente; la utilizan como talismán. Se niegan a leerla con ojos críticos y una mirada escrutadora, buscando la dirección del Espíritu Santo para poder así encontrarse de frente con la Palabra de Dios que les rete a entender y contextualizar su mensaje. Y si alguien se atreve a indagar en los arcanos de la Revelación libremente, sin miedo, con rigor intelectual, ha de tener por seguro que se dará de bruces con alguno de los gurús autonombrados defensores de la fe, que no dudarán en censurar la iniciativa, atajando cualquier, a su juicio, “desvío herético”.           
La teo-logía, como ciencia que se ocupa de estudiar las Sagradas Escrituras, al igual que las ciencias humanas, sociales y naturales, nos ayuda a entender de donde procedemos y la sociedad en la que vivimos y, por ende, nos permite aproximarnos a Dios. En realidad, son ciencias complementarias entre sí. Difieren en el método, en los medios de que se sirven para extraer conclusiones que, por otra parte, tienen que apuntalarse unas a otras para tener consistencia y lograr un sentido trascendente.
La Iglesia cristiana no hubiera podido subsistir de no haber sido capaz de contextualizarse. Aunque, ciertamente, no siempre lo ha hecho con la suficiente diligencia y eficacia, pero únicamente los que se arriesgan a cometer errores, son capaces de contribuir al desarrollo de la humanidad. Pablo, propulsor de un cambio de paradigma teológico, forzó a los apóstoles a salir de su ostracismo social para incorporarse al mundo gentil. Ni Pedro, ni Santiago, ni el resto de los Testigos, se habían planteado salir de las sinagogas y adaptarse al mundo romano; para ello tuvieron que forzar la ortodoxia judía y abrirse a una cultura universal como era la romano-helenista. Posteriormente, los padres de la Iglesia, teólogos de nuevo cuño formados en los grandes pensadores griegos, supieron aprovechar la cultura imperante para transformar las pequeñas comunidades en iglesias patriarcales, adoptando y adaptando, en buena medida, el modelo civil del Imperio romano. Más tarde, y ante la realidad de una Iglesia universal, fue preciso contar con teólogos capaces de dar forma a los concilios ecuménicos y definir nuevas doctrinas que tan solo de forma incipiente se encontraban en las Escrituras (p. e. la doctrina de la Trinidad que la Iglesia mantiene como una de sus columnas doctrinales). Cuando la Iglesia se contaminó en exceso con la influencia del Imperio y decayó tanto doctrinal como espiritualmente, los teólogos se retiraron a los monasterios, desde los que mantuvieron encendida la antorcha de la reflexión teológica. Y así ocurrió con la Reforma Magisterial, por una parte, y con la Reforma Radical, por otra, cuyos teólogos no se conformaron con beber las turbias aguas de la teología medieval, sometida al control del sistema imperante (Iglesia + Imperio), sino que hicieron aportes teológico-sociales capaces de transformar la sociedad. Lo intentaron también, con menor éxito, los teólogos del Concilio de Trento, con la Contrarreforma; su error fue mirar hacia dentro de sí misma, olvidando la realidad exterior. Y así ha ocurrido con las diferentes fases por las que ha pasado la Iglesia.
Han sido y son necesarios teólogos que sepan entender los signos de los tiempos y dar respuestas válidas a las demandas cambiantes de la sociedad; y hacerlo con aportes teológicos contextualizados. Pero eso se logra tan solo en un clima de libertad, sin miedo a hacer frente a sus propios descubrimientos, por muy contra-sistema, vanguardistas o liberales que pudieran ser. La Verdad no necesita defensores; sólo buscadores que no le tengan miedo. Y no se trata de ser conservadores, liberales u originales, sino de ser honestos.
Hay temas candentes de actualidad, que afectan a los hombres y mujeres con los que nos cruzamos por la calle, como son la pobreza de amplios sectores, no ya sólo del llamado Tercer Mundo, que puede antojársenos excesivamente lejano, sino de nuestra propia ciudad; mientras, unos pocos acaparan cada vez más recursos. Resulta lacerante el desplazamiento de grandes masas de personas que buscan una vida mejor o simplemente refugio en el llamado Primer Mundo, huyendo del hambre, de las guerras y/o persecuciones, de la exclusión social por razones diversas, que son inhumanamente rechazados. Avergüenza la violencia de género prevalente en el siglo XXI, el abuso de menores, la discriminación de la mujer, en una sociedad que tiene como referente tanto la Biblia como la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Son problemas a los que es preciso prestar atención.
Ante estos signos negativos de nuestro tiempo, ¿a qué se dedican (o a qué nos dedicamos) los teólogos protestantes? Salvando los casos salvables, a elucubrar sobre el alcance de la doctrina calvinista; a discutir si la mujer debe ocupar o no puestos de responsabilidad en la Iglesia, a condenar a quienes se identifican humanamente con el colectivo LGTB y defienden una eclesiología inclusiva; a investigar a escritores que se salen de los cauces oficiales, calificándoles de liberales y propiciando para ellos una pira crematoria en la plaza pública de los medios de comunicación, recuperando de esta forma el espíritu más ortodoxo de los inquisidores; a reflexionar acríticamente, o mirar hacia otro lado sobre la política, la corrupción y la injusticia social, haciéndose cómplices del poder establecido; a proponer, en resumen, una espiritualidad ultramundana, desarraigada del mundo real.
La misión más relevante de la teología es ahondar en los problemas que conciernen a los seres humanos.Para el cristiano, cuya identidad es, ante todo, seguir a Jesús, la tarea más urgente es hacer suyas las inquietudes y preocupaciones de su prójimo y contribuir positivamente a construir una sociedad más justa y equilibrada, aportando los valores del Evangelio como son la solidaridad, la justicia social, la tolerancia con los diferentes, el diálogo con los contrarios, la compasión con los desprotegidos, la misericordia con los enemigos, la generosidad con todos y el amor fraterno con toda la humanidad.


Fuente: Lupaprotestante, 2018.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Misericordia y protestantismo

Por. Alfredo Abad, España
¿Cuándo encontraré un Dios misericordioso? (Martín Lutero)
La gran pregunta de arranque de lo que supuso para Europa la Reforma Protestante no fue tanto que Martín Lutero clavase sus 95 tesis sobre la puerta de la Catedral de Wittemberg, un 31 de octubre, para dar inicio a un debate teológico, sino su propia experiencia personal ante esta búsqueda del Dios misericordioso.
Es cierto que se ha fijado el episodio de las 95 tesis, por su contenido y significado, como la fecha que se celebra anualmente como inicio de la Reforma, no obstante, tanto en los precursores de la Reforma como Juan Hus (1372-1415) en Bohemia o John Wyclif (1320-1384) en Inglaterra, como en los reformadores posteriores lo importante era la autenticidad en la relación con Dios.
Martín Lutero (1483-1546) entendió un día que Dios no era un juez que pesaba en su balanza los méritos humanos, sino un Padre, que en su misericordia, quería sacar a su criatura de su caída y hacerla participar de su santidad y de su felicidad. Descubrió que el corazón de Dios es la bondad, la misericordia y la gracia.
Los reformadores desde diferentes ángulos y fuentes, Lutero (reformador en Alemania) se inspiraba principalmente en el apóstol Pablo, Bucero (reformador en Estrasburgo) en los evangelios o Oecolampadio (reformador en Basilea) en los escritos joánicos, llegan a la misma conclusión: Dios es amor. Esta convicción se impone en ellos para enfrentarse a la teología nominalista y escolástica de la época, rígida y dogmática, para subrayar la importancia de la gratuidad, de la gracia, en su relación con Dios.
Predicarán a favor de un Dios muy distinto al que se predicaba en la Edad Media, más sostenido en el miedo y el pago de indulgencias, que apuntaba al Dios-Juez implacable, ante el que solo podían encontrarse a través de las mediaciones, fundamentalmente de la iglesia. Las personas solo podían enfrentarse a sus angustias, y en la época eran notables, a través de remedios relacionados con el sacrifico, de sumisión, económico o de absolución sacerdotal. Las reliquias o los santos ofrecen un contacto casi físico con la divinidad. Posteriormente la Iglesia Católica ha hecho también su propia reforma o “aggiornamento”, sin embargo algo de ese acento perdura.
Paul Tillich, teólogo alemán del s. XX, señala que este acento se sitúa sobre la realidad de la presencia de Dios en ciertos lugares, objetos, instituciones, textos y ceremonias. A través de ellos Dios tiene un rostro concreto y se hace tangible. El acento de la reforma protestante es iconoclasta, rompe con la imagen, pero también con el dogmatismo, eclesiocentrismo, ritualismo y sacramentalismo. La presencia de Dios no es material sino espiritual. La relación con Dios es un acontecimiento por medio del Espíritu y no por medio de una institución. Tillich señala que ambos acentos se necesitan y son complementarios, aunque de manera conflictiva.
Este cambio de acento, como en la experiencia existencial de Lutero, se produce en los reformadores protestantes insistiendo en el Dios de amor. Subrayaran diferentes aspectos, por ejemplo Zwinglio (reformador de Zurich) insiste en el buen pastor (Juan 10, 11-14), Martín Bucero cambiará en todas las liturgias de Estrasburgo la invocación de Dios por la formula bíblica de “Padre”. Juan Calvino (reformador de Ginebra) dice que lo que importa es contemplar el rostro benigno de Dios: “Si tenemos la menor chispa de la luz de Dios, que nos descubre su misericordia, somos suficientemente iluminados para tener una firme seguridad”.
Para el protestantismo la relación con la misericordia de Dios es una palabra de liberación, de perdón que ofrece confianza y compromiso. Los reformadores buscaran confrontar a cada persona con la Palabra de Dios, en la Biblia, la predicación y los sacramentos, para que cada uno encuentre una relación saludable con Dios, una relación auténtica. Es a partir de esta relación, por medio de la acción del Espíritu, que la misericordia se traduce en compromiso con la humanidad, para que la igualdad, la justicia, la ética y la paz alcancen a toda criatura. Apelarán a la libertad de conciencia, como compromiso responsable con ese Dios de amor, y al sacerdocio universal de todos los creyentes, como compromiso comunitario e igualitario, para la transformación de la sociedad en la perspectiva del Reinado de Dios.
Un ejemplo claro de esta misericordia y su extensión a toda criatura fue la Declaración de Barmen (1934), a cuyo Sínodo asistieron por ejemplo Karl Barth o Dietrich Bonhoeffer, que afirmó que “la Iglesia es una comunidad de hermanos unidos en el amor de Cristo y rechaza cualquier doctrina que pretenda que deje esta convicción para supeditar su mensaje a los vaivenes de la política (Efesios 4, 14-16)”. Frente a la barbarie del nazismo, la misericordia –amor de Cristo– no permitía a la iglesia ser cómplice del desprecio por la vida de algunos seres humanos, judíos, por ejemplo.
Hoy necesitamos de este compromiso con la misericordia de Dios para no ser cómplices de ninguna clase de barbarie, por cierre de fronteras, exclusión social o cualquier otro tipo de discriminación. Lutero encontró al Dios de misericordia e hizo de Él su bandera en el compromiso a favor de la libertad cristiana.


Fuente: Lupaprotestante, 2017.

viernes, 17 de febrero de 2017

Del conflicto a la comunión, un documento ineludible (III)



Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
El concepto de “reforma”
El capítulo III del documento Del conflicto a la comunión (2013) está dedicado a un bosquejo histórico de la Reforma luterana y la respuesta católica a partir de la certeza de que ya es posible contar la historia de manera conjunta, con todo y que existan puntos de vista divergentes. Lo primero que ese expone es la pregunta sobre lo que significa “reforma” tomando en consideración el trasfondo medieval de la palabra en su uso como una idea que se buscaba aplicar a la iglesia, el gobierno y la universidad (parágrafos 36-37). Lutero usó el término pocas veces; al explicar las 95 tesis, afirmó: “La iglesia necesita una reforma que no sea obra de un hombre, a saber, el Papa, o de muchos hombres, concretamente los Cardenales –ambas formas ha mostrado el reciente Concilio–, sino que es la obra de todo el mundo y, ciertamente, es la obra solo de Dios. No obstante, solamente Dios, que ha creado el tiempo, conoce el tiempo para esta reforma”. Con esta expresión, quiso describir las mejoras de orden, necesarias en su tiempo.
Posteriormente, el concepto se utilizó de manera más amplia a como lo hizo Lutero, al entrelazarse la controversia eclesial y teológica con la política, la economía y la cultura. En el siglo XIX, el historiador Leopold von Ranke popularizó la costumbre de hablar de una “época de la Reforma”. La reconstrucción de los pasos que dio Lutero en un camino que se hizo irreversible, sigue a continuación. El punto álgido de la Reforma, agrega el documento, fue la controversia sobre las indulgencias, con la que Lutero “deseaba inaugurar un debate académico sobre asuntos abiertos y aún por resolver en relación con la teoría y la práctica de las indulgencias” (par. 40). En su opinión, la práctica de las indulgencias perjudicaba directamente a la espiritualidad cristiana. Cuestionó que ellas “pudieran liberar a los penitentes de los castigos impuestos por Dios; que cualquier penalidad impuesta por los sacerdotes pudiera ser transferida al purgatorio”. Además, se preguntó “si el propósito medicinal y purificador de los castigos significaba que un penitente sincero podría preferir el castigo, en lugar de ser liberado de él; y si el dinero dado para las indulgencias no debería ser otorgado en su lugar a los pobres”. Y también se preguntó por la naturaleza del “tesoro espiritual” de la iglesia, del cual el Papa tomaba para ofrecer indulgencias.
Lutero estuvo a prueba, entonces. Al propagarse sus tesis por toda Alemania, al entusiasmo por ellas le acompañó el enorme daño a las campañas que promovían las indulgencias. Él mismo se sorprendió por lo acontecido, dado que solamente deseaba una discusión académica. Predicó un sermón sobre ello en marzo de 1518, pero la preocupación llegó hasta Roma y fue llamado para explicar su teología, aunque, gracias a la intervención del príncipe Federico de Sajonia, el juicio fue trasladado a Alemania. Lutero debería retractarse y, de no suceder eso, sería aprehendido y llevado a Roma. Su interrogador, el cardenal Cayetano, promulgó una declaración sin responder los argumentos de Lutero (par. 45).
El ya reformador recibió la promesa de un juicio imparcial, pero recibió insistentemente la consigna de retractarse o sería proclamado “hereje”. El 13 y el 22 de octubre de 1518 afirmó solemnemente que se encontraba de acuerdo con la iglesia católica y que no podría retractarse. Lo que sigue es un recuento de los avatares de Lutero (parágrafos 48-89): los encuentros fracasados, su condena en enero de 1521, la Dieta de Worms (con la memorable respuesta a la invitación a retractarse), los inicios del movimiento de la Reforma, la necesidad de supervisar las reformas, catecismos e himnos, ministros para las parroquias (que se ordenaron sólo en Wittenberg a partir de 1535), intentos teológicos para superar el conflicto (señaladamente la Confesión de Augsburgo, 1530, y el fracaso de las negociaciones en 1541), la guerra religiosa después de la muerte de Lutero (1546-1547) y la Paz de Augsburgo (1555), hasta desembocar en el Concilio de Trento y su discusión de los grandes temas teológicos resaltados por el movimiento reformador (Escritura y tradición, justificación, sacramentos, reformas pastorales).
Destacan los parágrafos 52-53, en donde se describe la oposición del reformador a los postulados que sustituían la autoridad de la Escritura; el 58, que recuerda la manera en que Lutero se orientó a la afirmación del sacerdocio universal de todos los creyentes y, por lo tanto, “en favor de un papel activo del laicado en la reforma de la iglesia” como consecuencia inevitable; y el 62, sobre la importancia de la traducción de la Biblia y sus aspectos educativos para la niñez de la época. Sobre el Concilio Vaticano II se afirma que “posibilitó a la iglesia Católica ingresar en el movimiento ecuménico y dejar atrás la atmósfera, cargada de polémica, de la era posterior a la Reforma” (par. 90).
El capítulo IV repasa los temas fundamentales de la teología de Lutero a la luz de los diálogos luterano-católico-romanos, partiendo de la distinción que se hace entre la teología propia de Lutero y de la iglesia luterana. Se recuerda bien la herencia medieval de Lutero (par. 98) y la teología monástica y mística (pars. 99-101) como trasfondos básicos. Entre los temas están, en primer lugar, la justificación mediante un postulado central:
Cristo es la única persona que ha cumplido plenamente la ley de Dios, y todos los demás seres humanos solamente podemos ser justificados, en un sentido estricto (es decir, en un sentido teológico), si participamos de la justicia de Cristo. Es por eso por lo que nuestra justicia es externa, en tanto en cuanto es la justicia de Cristo; pero debe hacerse nuestra justicia, es decir, interna, por medio de la fe en la promesa de Cristo. Solamente participando en la entrega incondicional de Cristo a Dios podremos ser justificados totalmente. (par. 112)
Las derivaciones sobre la libertad cristiana son fundamentales (par. 118). Las preocupaciones católicas sobre estema están expuestas en los pars. 119-121 y a partir del siguiente se describen los elementos del diálogo católico-luterano al respecto, tal como aparecieron en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación el documento, de 1999. Se confiesa de manera unificada la gracia como criterio absoluto (par. 124), para luego exponer la relación entre la fe y las buenas obras, así como una discusión sobre la frase luterana clásica: Simul iustis et peccator, alrededor de la cual se afirma que católicos y luteranos no entienden del mismo modo los términos “pecado”, “concupiscencia y “justicia” (par. 135). El siguiente tema es la eucaristía (pars. 140-148), sobre la que igualmente se exponen las preocupaciones católicas y los elementos del diálogo biconfesional. Ministerio y Escritura y tradición son los últimos temas, en los que se sigue una metodología similar.
El capítulo V plantea que el bautismo es la base para la unidad y la conmemoración en común: “Por esta razón, cuando los cristianos luteranos recuerdan los acontecimientos que dieron lugar a la formación particular de sus iglesias, no desean hacerlo sin sus hermanas y hermanos cristianos católicos. Al recordar unos con otros el principio de la Reforma, están tomando en serio su bautismo” (par. 221). Y el siguiente parágrafo agrega:
Ya que los luteranos creen pertenecer al único cuerpo de Cristo, ellos afirman que su iglesia no se originó con la Reforma ni comenzó a existir hace tan solo quinientos años. Más bien, están convencidos de que las iglesias luteranas tienen su origen en el acontecimiento de Pentecostés y en la proclamación de los apóstoles. Sin embargo, sus iglesias obtuvieron su forma particular mediante las enseñanzas y esfuerzos de los reformadores. Los reformadores no tenían ningún deseo de fundar una iglesia nueva y, de acuerdo a su propio entendimiento, no lo hicieron. Lo que querían era reformar la iglesia, cosa que también lograron, dentro de su campo de influencia, aunque con errores y tropiezos.
Esta sección retoma, de manera relevante, el reconocimiento mutuo de las ofensas históricas como expresión de una voluntad ampliamente ecuménica de diálogo y acercamiento cristiano. Particularmente, se cita la declaración luterana de Stuttgart (2010) acerca de la persecución en contra de los movimientos anabautistas: “Confiando en Dios, que en Jesucristo estaba reconciliando al mundo consigo mismo, pedimos el perdón de Dios y de nuestros hermanos y hermanas menonitas por el daño causado por nuestros antepasados durante el siglo XVI a los anabaptistas, por olvidar o ignorar esta persecución durante los subsiguientes siglos y por las descripciones inapropiadas, engañosas e hirientes acerca de anabaptistas y menonitas hechas por autores luteranos, de modo tanto popular como erudito, hasta el día de hoy” (p. 237, http://assembly2010.lutheranworld.org/uploads/media/Mennonite_Statement-ES_03.pdf).
Finalmente, el capítulo VI resume los cinco imperativos ecuménicos que deberán guiar el camino que ambas confesiones desean recorrer en esta conmemoración y más allá de ella, que presentamos aquí sintetizados:
1. Comenzar siempre desde la perspectiva de la unidad y no desde el punto de vista de la división, para de este modo fortalecer lo que mantienen en común las confesiones, aunque las diferencias sean más fáciles de ver y experimentar.
2. Luteranos y católicos deben dejarse transformar a sí mismos continuamente mediante el encuentro de los unos con los otros y por el mutuo testimonio de fe.
3. Ambas confesiones deben comprometerse otra vez en la búsqueda de la unidad visible, para elaborar juntos lo que esto significa en pasos concretos y esforzarse continuamente hacia esa meta.
4. Ambos deben juntamente redescubrir el poder del evangelio de Jesucristo para nuestro tiempo.
5. Ambos deben dar testimonio común de la misericordia de Dios en la proclamación y el servicio al mundo.
El parágrafo final (245) quiere dar fe de los alcances de esta declaración conjunta en aras de dar un testimonio común del Evangelio, más visible y permanente:
Los inicios de la Reforma habrán de ser recordados correctamente cuando luteranos y católicos escuchen juntos el evangelio de Jesucristo y permitan ser llamados nuevamente a la comunión en el Señor. Entonces estarán unidos en una misión común que la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación describe así: “Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a Cristo, en quien debemos creer primordialmente por ser el único mediador (1 Tim 2.5-6) a través de quien Dios se da a sí mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores” (DCDJ 18).
Es así como estas dos confesiones arriban a esta etapa en su camino de diálogo como una muestra de la posibilidad real de que, sin renunciar a sus afirmaciones teológicas propias, otras tradiciones puedan hacer lo mismo como parte de conversaciones multilaterales que puedan ser más efectivas en los hechos para unificarse mayormente en el sentido y en la práctica de la misión que las unifica a todas.

Fuente: Protestantedigital, 2017

miércoles, 15 de febrero de 2017

Del conflicto a la comunión, un documento ineludible (I)



Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
La verdadera teología y el conocimiento de Dios se encuentran en Cristo crucificado. M. Lutero, Disputa de Heidelberg (1518)
Todos los protestantes interesados en su historia, identidad y misión, luteranos o no, deberían conocer en profundidad el documento Del conflicto a la comunión. Conmemoración conjunta luterano-católico romana de la Reforma en el 2017, coeditado por la Federación Luterana Mundial (FLM) y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (PCPUC) (Maliaño, Sal Terrae, 2013), traducción del Dr. José David Rodríguez, prólogo de Karlheinz Diez, obispo Auxiliar de Fulda, y Eero Huovinen, obispo emérito de Helsinki, fruto de una serie de reuniones iniciadas varios años atrás.
Hay que subrayar, especialmente para quienes no están muy informados, que este tipo de diálogos inter-confesionales lleva realizándose desde hace varias décadas y tiene un carácter multilateral: católicos, reformados, luteranos, pentecostales, menonitas, anglicanos, ortodoxos y un buen número de iglesias libres se reúnen continuamente para dialogar y establecer, desde sus semejanzas y diferencias, acuerdos que permitan el avance en el testimonio y en el trabajo comunes.
Ése es un rostro del ecumenismo que, por no alcanzar las primeras planas de los medios, tampoco consigue impactar, lamentablemente, a las diversas comunidades cristianas alrededor del mundo. Basta con asomarse a la red informática para ponerse un tanto al día acerca de estos diálogos y acuerdos.
Sus antecedentes están marcados por fechas significativas, tal como lo explica el propio documento en la introducción:
Ya en 1980, la celebración del 450 aniversario de la Confesión de Augsburgo ofreció a luteranos y católicos la oportunidad de desarrollar un entendimiento común de las verdades fundamentales de la fe, al señalar a Jesucristo como el centro viviente de nuestra fe cristiana. En el 500 aniversario del nacimiento de Martin Lutero en 1983, el diálogo internacional entre católicos y luteranos obtuvo la afirmación conjunta de un número de inquietudes fundamentales de Lutero. El informe de la comisión lo designó como “Testigo de Jesucristo” y declaró que “los cristianos, ya sean protestantes o católicos, no pueden ignorar la persona y el mensaje de este hombre”. (p. 9)
Otra etapa muy importante fue la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada el 31 de octubre de 1999  la cual, como se explica también, “se elaboró a partir de dicho trabajo preparatorio [de 1980] y del trabajo producido por el diálogo estadounidense sobre Justificación por la Fe [1985], y ratificó la existencia de un consenso en las verdades básicas de la doctrina de la justificación entre luteranos y católicos” (p. 21).
La misma publicación refiere la serie de afirmaciones comunes, por fases, desde la primera (1967-1972, El evangelio y la iglesia, Informe de Malta, 1972); en la fase II (1973-1984): La eucaristía (1978), Todos bajo un mismo Cristo (1980), Caminos hacia la comunión (1980), El ministerio en la iglesia (1981), Martín Lutero, testigo de Cristo (1983), Confrontando la unidad. Modelos, formas y fases de sociedad eclesiástica católico-luterana (1984); fase III (1986-1993): Iglesia y justificación (1993); y la fase IV (1995-2006): La apostolicidad de la iglesia (2006).
El documento Del conflicto a la comunión fue redactado por un equipo de 11 representantes luteranos (entre ellos, las doctoras Dra. Sandra Gintere, de Letonia, y Wanda Deifelt, de Brasil, única latinoamericana) y 11 católicos (dos mujeres: las doctoras Susan K. Wood, de estados Unidos, y Eva-Maria Faber, de Suiza).
Se divide en seis capítulos: “Conmemoración de la Reforma en una era ecuménica y global”; “Nuevas perspectivas sobre Martín Lutero y la reforma”; “Un bosquejo histórico de la reforma luterana y la respuesta católica”; “Temas fundamentales de la teología de Lutero a la luz de los diálogos luterano-católico romanos”; “Llamados a una conmemoración conjunta”; y “Cinco imperativos ecuménicos”.
En el primer capítulo se recuerda el carácter de las celebraciones anteriores de la Reforma y se precisa que en esta ocasión se trata de la primera conmemoración “que tiene lugar en una época ecuménica” (p. 11), por lo que deben superarse las posturas opuestas entre católicos y luteranos y se afirma: “Ya no es adecuado repetir simplemente los antiguos relatos del período de la Reforma, que presentaban perspectivas luteranas y católicas separadas y frecuentemente opuestas la una a la otra. El recuerdo histórico siempre hace una selección entre una abundancia de momentos históricos, asimilando los momentos seleccionados en un todo significativo. Ya que estos recuentos del pasado eran mayormente antagónicos, no solo tendían a intensificar el conflicto entre ambas confesiones, sino que conducían a veces a una abierta hostilidad entre ellas” (p. 13).
El documento recuerda que, a pesar de lo anterior, todavía existen ideas muy contrapuestas, en ambos espacios confesionales, acerca del significado de la reforma de la iglesia, además de la importancia que han adquirido, en años recientes, las iglesias del Sur, las cuales “no ven los conflictos confesionales del siglo XVI necesariamente como sus propios conflictos, aun cuando estén conectadas a las iglesias de Europa y de América del Norte a través de distintas comuniones cristianas mundiales, con las que comparten un fundamento doctrinal común” (p. 14).
Esta expansión del cristianismo en otras latitudes puede permitir que el diálogo ecuménico se profundice y alcance nuevas dimensiones espirituales, litúrgicas y teológicas.
Pero el documento subraya bien que “el ecumenismo no puede fundamentarse en el olvido de las tradiciones” y plantea preguntas relevantes: “¿cómo podrá ser recordada en 2017 la historia de la Reforma? ¿Qué es aquello por lo que estas dos confesiones religiosas lucharon durante el siglo XVI y que aún debe ser preservado? […] ¿Cómo podremos compartir con nuestros contemporáneos aquellas tradiciones, generalmente olvidadas, sin reducirlas a un mero interés histórico, y que, por el contrario, sean un apoyo para una existencia cristiana dinámica? ¿Cómo podrán ser transmitidas estas tradiciones evitando que sirvan para cavar nuevas trincheras entre cristianos de diferentes confesiones?” (pp. 14-15).
Partiendo de estas interrogantes, el capítulo concluye exponiendo los nuevos desafíos para la conmemoración, entre los cuales señala que será preciso “identificar los diversos elementos de la tradición ahora presentes en la cultura, para interpretarlos y favorecer una conversación entre la iglesia y la cultura a la luz de los mismos”.
Además, se menciona al pentecostalismo como uno de los movimientos más significativos y cuyos énfasis nuevos “hacen obsoletas muchas de las antiguas controversias confesionales”. Este movimiento está presente “en muchas otras iglesias en forma de movimientos carismáticos, creando nuevos elementos en común y estableciendo comunidades que cruzan fronteras confesionales”.
Su impulso ofrece nuevas oportunidades ecuménicas y, al mismo tiempo, crea desafíos adicionales que habrán de desempeñar un papel importante en la celebración. El entorno multirreligioso del mundo actual es un desafío para el ecumenismo, que deberá mostrar que no es “algo superfluo, sino, por el contrario, algo más urgente, ya que el desacuerdo confesional perjudica a la credibilidad cristiana”.
La síntesis de estas ideas apunta hacia la necesidad de que los cristianos/as traten las diferencias entre y de ese modo “revelar algo de su fe a personas de otras religiones”. La nueva situación obliga a reflexionar y actuar sólidamente en este año de celebraciones para ir más allá de la efemérides obligada, pero con escasa sustancia práctica y de proyección hacia el futuro inmediato.

Fuente: Protestantedigital, 2017