Por.
Leopoldo Cervantes-Ortiz, México
Lo
que sucedió en el pasado no puede cambiarse. Lo que sí puede cambiar con el
paso del tiempo es lo que se recuerda del pasado y el modo en que se ha de
recordar. El recuerdo hace presente el pasado. Aunque el pasado como tal es
inalterable, la presencia del pasado en el presente sí es alterable. Con vistas
al 2017, la clave no está en compartir una historia diferente, sino en contar
esa historia de manera diferente.
Con
estas palabras abre el capítulo II, “Nuevas perspectivas sobre Martín Lutero y
la Reforma” del documento Del conflicto a la comunión, dado a conocer en 2013
por el Vaticano y la Federación Luterana Mundial (FLM) luego de arduas sesiones
de trabajo y discusión.
Este
parágrafo (núm. 16) establece una plataforma de análisis histórico
encaminada a superar los prejuicios mutuos que, durante tanto tiempo, han
influido en la percepción de desconfianza entre católicos y protestantes.
La
figura de Martín Lutero, tan satanizada y vilipendiada por los sectores más
conservadores del catolicismo, ha sido objeto, a su vez, de formas sofisticadas
de idealización en su espacio confesional y teológico. Ninguna de las dos
posturas es útil en estos tiempos de distensión y diálogo, prácticas que
todavía siguen causando sospecha en ambos espectros de la cristiandad.
Inmediatamente
después se afirma en el parágrafo siguiente: “Tanto la comunidad luterana como
la católica tienen numerosas razones para volver a contar su historia de una
nueva manera”. Y hay una referencia amplia al acercamiento que ambas
comunidades han tenido, ya sea en el servicio a la misión a nivel mundial,
o en muchos lugares “por su común resistencia a tiranías”.
En
definitiva, se agrega, el movimiento ecuménico ha transformado la orientación
de las percepciones sobre la Reforma al no insistir tanto en las afirmaciones
confesionales, como en buscar lo que es común, en medio de los desacuerdos.
Tres
parágrafos (18-20) se dedican a los aportes de las investigaciones sobre la
Edad Media, basadas en “estrictos parámetros metodológicos” y la reflexión
sobre premisas determinadas. Los católicos, por su lado, han estudiado de
diferente manera a Lutero y la Reforma, mientras que los protestantes se aplica
a una imagen modificada de la teología medieval y a un tratamiento más amplio y
diversificado de la Baja Edad Media”.
Se
ha tomado en cuenta, además, “un vasto número de factores no teológicos de
carácter político, económico, social y cultural”. Asimismo, el paradigma de la
“confesionalización”, ya superado en buena medida según muchos estudiosos, ha
hecho correcciones importantes a anteriores historiografías del periodo.
La
Baja Edad Media ha dejado de ser vista como de un oscurantismo total, como era la visión protestante
anterior, pero tampoco de un iluminismo pleno, según las antiguas
representaciones católicas. Más bien se aprecia ahora “como un tiempo de
grandes contradicciones entre piedad externa y profunda interioridad”,
especialmente al momento de valorar las serias reformas emprendidas por algunas
órdenes monásticas.
Precisamente,
apreciaciones como éstas se echan de menos en los espacios menos informados
acerca de la historia de la iglesia y sus desarrollos. Uno de ellos, la visión
de una iglesia monolítica, dejaba de advertir la existencia de un corpus
christianum que “abarcaba teologías, estilos de vida y concepciones de la
iglesia muy disímiles”.
Los
especialistas están de acuerdo en que el siglo XV fue especialmente piadoso:
muchos laicos obtuvieron una buena educación y ansiaban una mejor predicación y
una teología más útil para sobrellevar la vida cristiana. “Lutero bebió en
estas corrientes de teología y de piedad y las desarrolló aún más”, concluye el
parágrafo 20.
Las
investigaciones católicas sobre Lutero en el siglo XX surgieron por el interés
acerca de la historia de la Reforma y el avance “se produjo con la tesis de que
Lutero superó en sí mismo un tipo de catolicismo que no era plenamente
católico”. Según esto, la vida y enseñanza de la iglesia al final de la Edad
Media sirvió principalmente como contraste negativo para el surgimiento de la
Reforma. La crisis en el catolicismo hizo más convincente para muchos la
protesta religiosa de Lutero.
Aquí
(parágrafo 22) se describe la figura de Lutero como una persona “seriamente
religiosa y de concienzuda disciplina de oración”, después de que la literatura
católica sobre él, durante cuatro siglos y buena parte del siglo XX, estuvo
dominada por los comentarios de Juan Cochlaeus, opositor contemporáneo de
Lutero y consejero del duque Jorge de Sajonia.
Él
caracterizó a Lutero como “un monje apóstata, destructor de la cristiandad,
corruptor de la moral y hereje”. Comenzó a liberarse la comprensión del
reformador y surgieron análisis cada vez más sobrios, ejemplo de los cuales
son, desde España, los estudios de Teófanes Egido, acucioso investigador de la
historia de la Reforma, por citar un ejemplo.
Se
llegó a la conclusión de que “las cuestiones más cruciales de la Reforma, tales
como la doctrina de la justificación, no fueron las que llevaron a la división
de la iglesia, sino las críticas de Lutero sobre las condiciones de la iglesia
de su tiempo”, que surgieron de ellas.
El
siguiente paso para la investigación católica sobre Lutero “consistió en
descubrir, sobre todo mediante la comparación sistemática de los teólogos
emblemáticos de las dos confesiones, Tomas de Aquino y Martín Lutero,
contenidos análogos integrados, tanto en las estructuras como en los sistemas
de sus respectivos pensamientos”.
Ello
permitió entender la teología de Lutero dentro de su marco de referencia. Mientras
tanto, los estudios católicos de la doctrina de la justificación en la Confesión
de Augsburgo consiguieron apreciar que las inquietudes reformadoras de
Lutero debían situarse en el contexto más amplio del proceso de redacción de
las confesiones luteranas.
De
ese modo, la Confesión de Augsburgo fue vista no solamente como la expresión de
“preocupaciones fundamentales de la de la Reforma”, sino también de la búsqueda
de unidad de la iglesia.
Entre
los proyectos ecuménicos para alcanzar consensos destaca el reconocimiento
católico de dicha confesión, iniciado en 1980, que derivó en el documento Las
condenas de la era de la Reforma: ¿aún son causa de división?
Posteriormente, la Declaración conjunta sobre la doctrina de la
justificación, de 1999, representó un avance sustancial en el diálogo y en
la relectura del significado de la Reforma para ambas confesiones.
Los
desarrollos católicos, marcados por el Concilio Vaticano II, condujeron a una
nueva evaluación de la catolicidad de Lutero “que se dio en el contexto del
reconocimiento de que su intención era reformar y no dividir a la iglesia”
(par. 29). De esa manera, el reformador alemán fue visto, por fin, como un
“testigo del evangelio”, incluso por el papa Ratzinger.
Los
luteranos, a su vez, con la carga de dos guerras mundiales, “echaron abajo los
supuestos sobre el progreso de la historia y la relación entre el cristianismo
y la cultura occidental, mientras el surgimiento de la teología kerigmática
abrió un nuevo camino para pensar con y sobre Lutero” (par. 31).
Al
dialogar con historiadores ajenos a la religión integraron factores históricos
y sociales en las descripciones de los movimientos de la Reforma y pudieron
reconocer “el entrelazamiento de pensamientos teológicos con intereses
políticos, no solo del lado católico, sino también de su propio lado”. Las
aproximaciones confesionales parcializadas cedieron su lugar a la autocrítica
en ambas tradiciones eclesiales.
Por
todo ello, queda más clara la importancia de los diálogos ecuménicos, pues
las doctrinas muestran rasgos comunes, aunque difieran y tengan elementos
opuestos. Sus distinciones diversas y modelos distintos enriquecen
el acercamiento a los fenómenos históricos, teológicos y culturales del cambio
religioso del siglo XVI, y permiten progresar en el análisis. Eso permitirá,
como lo hace el capítulo siguiente del documento, contar de forma conjunta la
historia de la Reforma luterana.
Fuente:
Protestantedigital, 2017
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