Por. Jacqueline Alencar, España
Unamuno pintado por Miguel Elías.
Impactante ha sido para mí ir adentrándome en la vida y obra de Juan A.
Mackay. No es que haya conseguido ya conocer ambas en profundidad, pero voy
remarcando aquello que me remueve. En otras entregas ya me referí a este
escocés con alma latina, gracias a dos libros: El otro Cristo español,
de su autoría, y a De la Misión a la Teología, de Samuel
Escobar.
El primer encuentro con Juan A. Mackay, el teólogo del camino,
escritor, pensador, misiólogo, docente, amigo, mentor, evangelista, el de las
cruzadas por la justicia social... lo tuve al escuchar la magnífica conferencia
de Samuel Escobar al recibir el Premio Jorge Borrow de Difusión Bíblica en el
año 2011, y al leer el libro El otro Cristo español, que llegó a
mis manos en esta misma fecha. Ese día, también descubrí la gran amistad
entre Mackay y el vasco de Salamanca, D. Miguel de Unamuno.
Cito un fragmento de la conferencia de Escobar en el Aula Unamuno de la
Universidad de Salamanca: "En el Colegio Secundario mi
profesor de literatura española nos había hablado con gran entusiasmo de la
Generación del 98, aunque se detuvo mucho más en Azorín que en Unamuno. Pero a
mis diecisiete años tuve el placer de conocer personalmente en Buenos Aires al
Dr. Juan A. Mackay, cuyos libros El sentido de la Vida y El Otro
Cristo Español estaban entonces entre mis libros de cabecera de la
adolescencia, y en ellos había múltiples referencias a Unamuno. En nuestra
larga conversación yo escuchaba con avidez a ese maestro escocés que hablaba el
castellano a la perfección con una pronunciación muy castiza. Cuando
mencionó a Unamuno se emocionó y me pareció que los ojos se le humedecían. De
vuelta en Lima, empecé a releer sistemáticamente a Unamuno y también
devoré el Prefacio a la Teología Cristiana de Mackay. Varios pensadores
evangélicos latinoamericanos de mi generación y de la anterior y las siguientes
hemos reconocido que nuestra iniciación en la reflexión teológica nos la
facilitó este libro de Mackay que acabo de mencionar. Debo aclarar que a estas
alturas se puede decir que tenemos en América Latina una teología evangélica y
al mismo tiempo latinoamericana. No es una simple repetición de la teología
heredada de los misioneros anglosajones o europeos. Y sostengo que en esta
teología se puede reconocer la huella de Miguel de Unamuno que llegó a nosotros
mediada por Mackay. Este misionero y teólogo era escocés y había estudiado
Filosofía en la Universidad de Aberdeen, y luego Teología en el Seminario
de Princeton en los Estados Unidos. Sin embargo no era Mackay un pensador
presbiteriano cualquiera. Su paso por España, recién graduado de Princeton, y
su amistad con Unamuno le dieron a su teología una dimensión existencial y una
sensibilidad especial para entender el alma de los pueblos ibéricos".
Después de tal invitación a leer a Mackay, no pude resistirme...
Vuelvo a señalar que Mackay nació en Inverness, Escocia, en el año 1889.
Fue preparado de forma excelente por la Academia Real de Inverness y la
Universidad de Aberdeen, donde estudió Filosofía y descubrió su vocación
misionera. En la Universidad de Aberdeen conoció al misionero norteamericano
Robert E. Speer, quien le impactó mucho. En esa época también conoció a la que
sería su esposa más tarde, Jane Logan Wells, mientras asistía a una iglesia
bautista, pues en Aberdeen no había una de su denominación. Allí surge el
llamado para ir como misionero a América Latina. Se graduó con honores y ganó
una beca que le permitiría iniciar estudios en el Seminario Teológico de
Princeton en 1913. En Princeton empieza ya a pensar sus propios conceptos sobre
la iglesia, la educación teológica, y a rondar sobre lo que sería la teología
encarnacional... En 1915 se gradúa de Princeton y viaja por ocho semanas a
América del Sur enviado por la Junta de Misiones de la Iglesia Escocesa Libre.
Se dice que de ahí vino la convicción de que sería misionero en Perú.
Acertado fue el consejo recibido de B.B. Warfield, uno de sus profesores en
Princeton, quien le comentó: "Si va a servir como misionero en Sudamérica,
¿por qué no va a España a estudiar la tradición religiosa española y aprender
bien el castellano?". Es así que el hecho de vivir ocho meses en
España y otros años en Latinoamérica le sirvieron para llegar a ser un gran
conocedor de la espiritualidad y cultura de Iberoamérica, y que se materializó
en su libro El otro Cristo Español.
Mackay permanecerá en España de 1915 a 1916, y allí aprenderá un español
que será como su lengua materna. Alguien dijo que el español de Mackay fue
'docto y clásico'.
Mackay dijo: "Esta experiencia cultural... la más decisiva en mi
vida". Al llegar a Madrid en noviembre de 1915, el consulado de Gran
Bretaña le informará acerca de un internado para extranjeros en Madrid llamado 'La
Residencia de Estudiantes'. Mackay se matriculó en el 'Centro de Estudios
Históricos' relacionado con el 'Instituto de Enseñanza Laica', fundado por Giner
de los Ríos, quien había muerto meses antes de la llegada de D. Juan. Dice él:
"Durante casi un año, viví en el ambiente intelectual de don Francisco
Giner de los Ríos y en amistad íntima con sus discípulos...".
Destaco que esta experiencia le abrirá nuevos horizontes en su intención de
propiciar un diálogo entre fe y cultura, algo que estará presente hasta el
final de sus días. Desde Madrid vemos cómo utiliza lo que llamará su 'método
encarnacional'. Él decía que un misionero tenía que ganarse el derecho a ser
escuchado en los círculos culturales e intelectuales. Es lo que él llamaba 'lo
encarnacional'. 'El misionero no debe imponerse sobre los demás, sino debe
entrar en diálogo con personas de otras ideas, orientación cultural y, sobre
todo, con otras ideas religiosas. Por ejemplo, las ideas de Unamuno fueron
usadas por Mackay para entablar diálogo con la cultura iberoamericana'.
Una de las visitas que llegó a la Residencia de Estudiantes para dar una
charla fue Miguel de Unamuno. Se dice que Mckay dijo que "La Residencia
encarnaba el espíritu de Unamuno y que tomó para sí el deber de hacer divulgar
sus ideas". En la Residencia conoció a Juan Ramón Jiménez, el poeta
español. También Ortega y Gasset estaba relacionado con la Residencia y era
miembro de la Junta Directiva. Además, conoció a Carlos Reyes, Tomás Navarro,
Américo Castro.... Federico de Onís fue uno de sus profesores de español. Y
allí conoció a Luis Alberto Sánchez del Perú. Toda esta experiencia con el ambiente
cultural en Madrid, le sirvió para adentrarse sin dificultad en los ambientes
literarios de América Latina.
Pero fue Unamuno quien ejerció una profunda influencia sobre la visión
misionera de Mackay y su postura teológica, como dice el teólogo Samuel
Escobar.
Dice Mackay en su libro El otro Cristo español: "En
la tradición religiosa y vida presente de España hay otro Cristo. Un Cristo
distinto del de la fe popular y la propaganda oficial. Nos encontramos con Él
primera mente en el siglo trece, en Raimundo Lulio. Aparece más tarde en
la vida y escritos de los grandes místicos del siglo dieciséis. Se destaca en
alto relieve en el pensa miento y obra de los grandes hombres que en ese mismo
siglo se pusieron del lado de la Reforma Protestante. Vol vemos a hallarlo en
muchos grandes rebeldes religiosos de los siglos subsecuentes. En la España
moderna este Cristo ha hallado santuario en la vida de los dos precursores de
la España nueva, nacida con las instituciones republicanas en 1931: don
Francisco Giner de los Ríos y don Miguel de Unamuno".
Cito otro de los varios textos que Mackay escribió sobre Unamuno en su
libro El otro Cristo español (págs. 194-203):
c) Don Miguel de Unamuno: La resurrección del otro Cristo español
"... Cuando se escriba la historia de la España moderna, la España que ha
vuelto a nacer tantas veces, cuando parecía muerta para siempre, habrá sólo un
don Francisco y sólo un don Miguel, a quienes los hijos futuros de esa tierra
tan antigua llamarán 'nuestros padres'. Con la vida y obra de estas dos grandes
almas se ha tendido un puente en la historia moderna de España, sobre el ancho
abismo que ha existido entre la religión y la conducta.
Don Miguel de Unamuno era vasco, nacido en 1864, en la ciudad cantábrica de
Bilbao; por tanto, un conterrá neo de Ignacio de Loyola, y, como éste,
perteneciente al tronco étnico más primitivo de la Península. Cuando niño, siendo
alumno de la escuela jesuita de San Luis Gonzaga, en su Bilbao nativa,
acostumbraba soñar, nos dice, en llegar a ser un santo.
Don Miguel llegó a ser un santo, pero de un tipo bien diferente del que, en
su mocedad, soñaba ser, y que la tradición religiosa de su raza, especialmente
la tradición representada por su gran compatriota el de Loyola, había
consagrado como el beau ideal de la santidad. Unamuno se hizo un rebelde, un
santo rebelde cristiano, el último y el mayor de los grandes herejes místicos de
España. En Giner vemos y oímos al Cristo que enseñaba a sus discí pulos en las
laderas de las colinas, cabe el plácido mar galileo; en Unamuno, a Aquel que
arrojó a los mercaderes del Templo, anatematizó a los jefes religiosos
hipócritas, lloró amargamente sobre Jerusalén y agonizó después en el jardín de
los olivos y en la Cruz, el Cristo que luego se levantó de entre los muertos
para reanudar la lucha re dentora en las almas de sus seguidores.
Waldo Frank no exagera cuando dice: 'Unamuno es el moralista más vigoroso
de nuestros días. Wells y Shaw son voces débiles al lado de su certero
rugido'.
Este profesor vasco de griego en la vieja Universidad de Fray Luis de León,
que leía en quince lenguas y aprendió el danés con el fin de estudiar a
Kierkegaard en el original, y que, aunque en comercio íntimo con la cultura de
la Europa moderna, tuvo sus raíces en las Escrituras y en los grandes místicos
de su pueblo, es uno de los más grandes contemporáneos. Su formación espiritual
debió no poco también a autores británicos. Siendo todavía joven hizo sus
favoritos a Tennyson v Carlyle, del último de quienes tradujo al español la
obra sobre la Revolución Francesa. Además, fue uno de los pocos extranjeros que
fueron ca paces de apreciar a Browning. Seguía con profundo in terés los
movimientos y pensamiento religiosos de los otros países europeos. Keyserling,
cuyos juicios sobre Karl Barth se han citado con tanta frecuencia, ni siquiera
co nocía el nombre del gran teólogo suizo hasta que se en contró y habló con Unamuno
en Biarritz.
La llegada de Unamuno a Salamanca en 1891 tuvo la misma significación en la
vida espiritual de España que el arribo de Giner de los Ríos a Madrid más de
veinte años antes. En la persona del nuevo profesor de griego, sopló por los
enmohecidos claustros de la universidad me dieval un hálito fresco de campos de
conocimiento anchos y variados. El Támesis y el Rhin, el Sena y el Tíber, para
no hablar de las aguas del Egeo y del Lago de Galilea, comenzaron a vaciarse en
la pesarosa corriente del Tormes.
Durante más de treinta años, el profeta vasco hizo retumbar su mensaje en
el aula universitaria, en las salas públicas y en la página escrita. Fluyeron
de su pluma ensayos, poemas, novelas, disertaciones filosóficas. Competía con
su amigo Ángel Ganivet en de descubrir y retratar el alma española. Atacó
sin cuartel los males que azotaban a su nación. No hubo cáncer corrupto que no
denunciara, ídolo popular que no hiciera pedazos, problema vivo con el que no
se encarara.
Por su hincapié en la individualidad, la pasión y la acción, y su
menosprecio supremo de la sociología, Unamuno se asemeja a Nietzche. El prólogo
a su Vida de Don Quijote, en que hace sonar una clarinada de llamado a la
acción heroica y mística, es quizás la pieza más incandescente, en prosa, de la
literatura contemporánea. Su sentido de lo trágico y lo paradójico, y el
dualismo esencial de su pensamiento, nos recuerdan a Kierkegaard y Dostoievsky.
En su defensa del corazón contra el intelecto, del hombre 'de carne y hueso'
contra la lógica fría y desprovista de sangre, es discípulo ferviente de
Pascal.
Ni el propio Karl Barth ha puesto en más alto relieve las realidades
cristianas fundamentales de la encarnación, la redención y la resurrección, que
Unamuno. El famoso cuadro del Cristo en la Cruz, de Velázquez, ha ocupado el
mismo lugar en la vida y pensamiento de Unamuno que el cuadro de la Cruz, de
Gruenwald, con el índice apun tado de Juan el Bautista, en el pensamiento de
Barth.
Por su indómita oposición a la monarquía, la dicta dura y la Iglesia,
Unamuno fue desterrado de España en 1925. De la isla de Fuerteventura, a que se
le confinó, escapó meses más tarde a Francia en el yatecito de recreo de un
amigo inglés.
Muchos fundamentales puntos de vista de este gran pensador español se hallan
dispersos por todo este libro. No estará fuera de lugar, sin embargo, el
sintetizar su posición religiosa fundamental, con tal que se tenga pre sente
que nuestro autor es el menos sistemático de los escritores, y enemigo jurado
de la lógica, y, además, que sus escritos abundan en esas contradicciones
íntimas que se presentan por todas partes en la vida y naturaleza humanas.
El pensamiento de Unamuno halla su centro en dos principales ideas que
reviste de significación religiosa: la de vocación o misión, y la de lucha
agoniosa, especialmente la lucha por vivir para siempre. La verdad se revela y
la vida se cumple, sólo sobre el camino, cuando marcha uno hacia delante, leal
a la visión celestial. El gran problema de la civilización moderna, dice Una muno,
no es la distribución de la riqueza, sino la distribu ción de vocaciones. Un
hombre comienza a vivir cuando puede decir con don Quijote: 'Yo sé quién soy'.
Otros pueden tenerle por loco, pero para él la vida tiene un sentido. Toda
tarea ha de acometerse con un sentido religioso de su importancia. Si la tarea
particular de un hombre no le satisface, que la cambie por otra, pero que
trabaje en algo en que pueda poner su alma entera. Que se esfuerce, además, por
hacerse insustituible en la vida de aquellos en cuyo interés sirve. Para
hacerlo se necesita el más completo abandono v sacrificio en el cumplimiento de
su vocación. Dice Unamuno en uno de sus poemas: 'Siém brate':
En los surcos lo vivo, en ti deja lo inerte,
..................................................................
de tus obras podrás un día recogerte.
Hablando por sí mismo, él se contentaría con que su mensaje muriese en la
mente de sus lectores, con tal que, muriendo, ayudara a fertilizar los pensamientos
de éstos. He ahí el evangelio del trabajo, y del sentido de la vi da, de
Carlyle, que Giner de los Ríos predicaba en Ma drid. En un medio en que los
jóvenes se arrastraban por la vida y en que se trabajaba generalmente no con
motivos de servicio sino por la esperanza de las ganancias, ninguna doctrina
podía ser más importante. Fue en esa clase de ambiente en el que Unamuno ayudó
a resucitar el famoso dicho de Santa Teresa: 'Entre los pucheros anda el Se
ñor'. Puede obtenerse la ayuda del Señor para el desem peño de las tareas más
humildes y domésticas. Ningún trabajo era vil cuando lo transfiguraba un
sentido de vo cación y de Dios.
En lo que toca a su propia y particular vocación, Una muno consideraba que
ésta era la de reencarnar a don Quijote en la España y época modernas, en
defensa de lo eternamente espiritual y bregando con el mal dondequiera éste
apareciese, sin hacer cuenta de las consecuencias. Quería que sus compatriotas
aprendieran a pensar en lo más profundo de la vida y el destino. Su función
sería la de lanzarlos, según nos dice, al océano de Dios, para que aprendan a
nadar. Deben abandonar la 'fe del carbonero' y es menester trastornarles esa
paz de cementerio en que han pasado la vida. Es necesario despertar en ellos la
inquietud espiritual. Y que no esperen de él pan, sino sólo levadura y
fermento. Tócale a él provocarlos a una lucha espiritual creadora, a una
verdadera comprensión de las palabras de Cristo, tan trágicamente mal
interpretadas en las guerras del siglo dieciséis: 'No he venido a meter
paz, sino espada'. Los hombres pueden obtener la paz de Westfalia
sólo cuando primero han pasado por la Dieta de Worms. Que esta guerra
divina penetre en todo hogar. Apostrofando a Cristo, dice en uno
de sus poemas: 'Sólo en tu guerra espiritual nos cabe / tomar la paz, tu beso
de saludo; / solo luchando por el cielo, Cristo, / vivir la paz podremos los
mortales! / Pero tu paz, Hermano, y no el embuste / que como tal da el mundo'.
Pero Unamuno no quiere nada de la paz jesuita. 'La iglesia romana -dice en
un libro publicado en el exilio-, digamos el jesuitismo, predica una paz, que
es la paz de la conciencia, la fe implícita, la sumisión pasiva. León Chestov
(La Noche de Getsemaní) dice muy bien: 'Recordemos que las llaves terrenales
del reino de los cie los correspondieron a San Pedro y a sus sucesores justa
mente porque Pedro sabía dormir y dormía mientras Dios, descendido entre los
hombres, se preparaba a morir en la cruz'.
Esto nos lleva directamente a la idea o actitud funda mental de Unamuno, la
de la lucha trágica y agonizante. Oímos la voz de lo más profundo de su alma en
aquellos 'Salmos' que forman parte del volumen principal de sus poemas. Porque
Unamuno es también un poeta, el más grande de los poetas líricos de España
después de Fray Luis de León. Sus salmos son el grito de un alma angus tiada
que, al remontarse, azota sus alas contra el velo en un esfuerzo por
atravesarlo. Su lenguaje trae a nuestra memoria algunas de las expresiones de
Moisés, Job y San Agustín. 'Quiero verte, Señor, y morir luego', exclama.
'Dame, Señor, tu espíritu divino -para que al fin te vea'. Y también: '¿Por qué
encendiste en nuestro pecho el ansia -de conocerte, el -ansia de que existas,
-para velarte así a nuestras miradas?'. En uno de sus primeros ensayos escribía:
'Mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión
es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como
dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible -o
In cognoscible, como escriben los pedantes- ni con aquello otro de 'de aquí no
pasarás'.
Entre la cabeza y el corazón de Unamuno se libra una batalla interminable.
Con su corazón experimenta a Dios y confía en la esperanza de la inmortalidad.
'Creo, Se ñor -dice en cierto pasaje-, ayuda mi incredulidad'. Y en otro, en
más tranquilo talante: 'Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el
aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y
me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una
mente universal que me traza mi pro pio destino'.
Pero cuando rompe la alborada de la Razón, comienza de nuevo la lucha. El
corazón ha afirmado la realidad de Dios y la certidumbre de la inmortalidad,
pero la Razón niega ambas. Enzárzanse en mortal combate, como resul tado del
cual ambos, corazón y razón, se precipitan al fon do del abismo. De las heridas
del corazón nace una espe ranza, una trágica esperanza, que Unamuno llama 'pesi
mismo trascendental'. Sean reales o no Dios y la inmor talidad, él vivirá su
vida de manera tal que si, a pesar de todo, lo que le espera es la
aniquilación, ésta resultará una injusticia. Es el eterno 'Sí' del profeta el
'Aunque me matare, en Él confiaré', el 'sí' de Federico Róbert son, de Brighton,
proferido en la hora más negra de su vida: 'Si Dios no existe ni hay vida
futura, aun en tal caso es mejor ser generoso que egoísta, mejor ser casto que
licencioso, mejor ser leal que falso, mejor ser valiente que cobarde'.
Coloca así Unamuno, de esa manera, la ética sobre una base trágica. Sea
cual fuere el costo, el hombre ha de vivir gozosamente de acuerdo con los
valores morales eternos. Arroja el guante al universo. Si no hay porvenir para
la bondad en la naturaleza de las cosas, entonces ésta es in justa. Sin
embargo, hasta el fin el verdadero significado de la vida debe ser lucha. Y tan
convencido está Una muno de que la esencia de la vida es lucha v no victoria,
que en uno de sus poemas exclama: 'No busques luz, mi corazón, sino agua / de
los abismos... // Quiere que esta su ardiente e insaciable sed de la ver dad
continúe para siempre, y prorrumpe: // No te ama, oh Verdad, quien nunca duda.
. . // Tampoco le satisface un Dios racionalizado: // Lejos de mí, Señor, el
pensamiento / de enterrarte en la idea...'.
Continúe, pues, esa lucha creadora mientras dura la vida, corazón y cabeza
en perpetuo conflicto. Mas para esta prueba interminable, nútrase el corazón de
paz crea dora, cuya fuente es el símbolo mismo de la lucha y del compromiso de
victoria: Cristo Crucificado.
El más largo poema de Unamuno, intitulado El Cristo de Velázquez, es
único en la literatura moderna. El poeta medita, en un ensueño de devoción, en
el Crucificado, a quien se dirige amorosamente, haciendo soliloquios sobre el
significado místico de cada uno de los rasgos de Cristo. La Cruz es a la vez el
más divino de los símbolos, 'la enseña y cifra de lo eterno', y un símbolo de
lo que debe ser la vida humana, 'agonía' en su sentido griego original de
'lucha'. Pero es algo más: no un mero símbolo, sino el instrumento y prenda de
la victoria. Contempla el poeta al Crucificado y exclama: 'Tú salvaste a la
muerte'. 'Por ti nos vivifica esa tu muerte'. Pero no se trata sólo de vida sin
fin, sino de vida nueva. 'Mas la Muerte te hizo Rey de la Vida'. 'Eres el
Hombre eterno que nos hace hombres nuevos'. La muerte de Cristo fue creadora,
porque no fue un mero hombre quien murió sino Dios en naturaleza humana. En uno
de sus libros dice que nunca se sintió Dios más Creador y Padre que cuando
murió en Cristo, cuando en Él, en su Hijo, probó la muerte.
La Cruz, sin embargo, no puso fin a la agonía de Cris to, pues Él agoniza
todavía en la vida de sus seguidores. La idea de Unamuno es la misma de Pablo,
a quien llama 'el descubridor místico de Jesús', y quien, viviendo en la
'participación de sus padecimientos', procuraba cumplir 'en mi carne lo que
falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia'. A este
respecto cita las nota bles palabras de Blas Pascal: 'Jesús estará en
agonía hasta el fin del mundo: entre tanto, no debemos dormir'. Y lo mismo que
pasa con Cristo y con los cristianos, pasa con el cristianismo: es una religión
de agonía. 'El supremo objetivo de su agonía' -dice Unamuno-, debe ser
la redención de los individuos, a quienes debe convertir en cuerpos agonizantes
de Cristo. 'El Reino del Redentor -añade- no es de este mundo'. La llamada
civilización cristiana es una contradicción de términos. Guárdese el cristianismo
de identificarse con una marca particular de economía política, democracia o
patriotismo. Su misión específica es la de hacer hombres nuevos, centros vivos
de una agonía creadora, y éstos debe forjarlos de pobres y ricos, esclavos y
tiranos, condenados y verdugos".
En la Navidad de 1915 visita a Unamuno en Salamanca. Cito texto de Mackay
escrito en su libro El otro Cristo español, donde hace alusión a
esta visita:
"Jamás podré olvidar, mientras viva, aquel día, que ini ció toda una época
en mi experiencia, cuando visité a Unamuno en su hogar de Salamanca durante las
navida des de 1915. Fue el año después que la influencia clerical lo había
depuesto del rectorado de aquella antigua Uni versidad, y unos años antes de
ser desterrado de España. Catorce años más tarde, yendo de Sudamérica a las mon
tañas de Escocia, compartí dos días de su exilio en el pueblo francés
fronterizo de Hendaya, frente a las mon tañas vascas, tan fatalmente simbólicas
en la vida de Es paña. Fue aquella la oportunidad que yo había soñado durante
tantos años, de compartir un breve espacio de la vida del hombre que me había
revelado los secretos del alma española y cuyos escritos habían estimulado mi
mente más que los de cualquier otro pensador contemporáneo.
Vivía don Miquel con gran sencillez en un hotelito, a unos cuantos metros
apenas de la frontera internacional entre Francia y España. Se había escapado
del estrépito y la publicidad de París para estar cerca de la sombra de sus
colinas nativas. Todos los días hacía una caminata a lo largo de la frontera.
Los sencillos vecinos de Hendaya sentían gran cariño por aquel anciano, de
cabeza descu bierta y mejillas rubicundas, que transitaba diariamente
por sus calles, vivo modelo de salud y amistad. Conocían los detalles de su
vida sin miedo y sin tacha, y de la larga lucha que había sostenido en su
propio país por la jus ticia y la libertad; conocían también la pureza nazarena
y la austeridad de su manera de vivir; y por ello lo consi deraban un santo.
Durante aquellos dos días tuvo lugar un sucedido que simboliza
profundamente el mensaje religioso de Unamuno. Por varias semanas, antes de mi
llegada, se había hos pedado con él un escultor amigo suyo, el mismo
notable artistaque había hecho el busto del gran novelista Pérez Galdós. El
segundo día de mi visita, se me invitó a ver el busto de don Miguel, recién
terminado en un molde de yeso, y que era de una semejanza magnífica. 'Pero ¿qué
es eso que tiene en el pecho?', pregunté. ¡Grabada del lado izquierdo, sobre la
región del corazón, aparecía la figura de una cruz! El escultor me contó lo que
había pa sado. Antes de secarse el molde, Unamuno fue un día a verlo, y con el
dedo trazó el signo de la cruz sobre el lugar en que debería hallarse su
corazón. '¿Qué va a decir la gente de Madrid cuando vea esto? -dijo,
sorprendido y un poco molesto, el escultor-; no se da usted cuenta, don Miguel,
de que esa cruz va a aparecer por fuerza en el bronce cuando se haga el
vaciado?'. Don Miguel se limitó a sonreír en silencio.
Una cruz, no suelta y pendiente del pecho, sino gra bada sobre el vivo
corazón de cruzado de don Miguel de Unamuno: tal es el verdadero símbolo de la
vida y fe de este príncipe de los pensadores cristianos modernos. He ahí un
poderoso reto a la cristiandad de nuestra época, a rehabilitar la Cruz al lugar
que le pertenece, al centro de toda vida y pensamiento, y a descubrir de nuevo
el sig nificado de la agonía creadora. Es una invitación al cris tianismo
español a estudiar de nuevo el significado de la Cruz y del Crucificado, que
han desempeñado papel tan central en la épica católica en España y Sudamérica". (Final de la cita)
Después de esta visita viajó por Europa y también visitó a Karl Barth. Más
tarde, ya de regreso, escribió a Unamuno esta carta escrita el 6 de octubre de
1930, que extraigo del texto de Samuel Escobar leído en Salamanca, y que se
encuentra en el archivo de la Casa-Museo Unamuno, cita en esta ciudad.
Querido Señor Unamuno:
Tras largas andanzas por Europa he regresado al fin a tierra
hispanoamericana. Lo primero que hago al hallarme instalado en mi nuevo hogar
en las montañas de México, es dedicar algunos días a la tarea placentera
de enviar unas líneas a aquellas personas cuyo trato durante los meses pasados
en Europa, ha dejado una huella en mi espíritu. Antes de todas las otras pienso
en usted y en aquellos dos días inolvidables que, hacia fines del año pasado,
pasé al lado suyo en el hotelcito de Hendaya.
Usted fue de los pensadores contemporáneos quien más hondamente ha influido
sobre mí. Hallé en sus escritos lo que no encontraba en otra parte en la
literatura moderna. Su amor a las Escrituras y sobre todo a San Pablo, a quien
yo debo mi alma, su hondo sentido de lo trágico y lo paradójico de la vida, su
colocación de lo ético en el pedestal de ella, su espíritu de caballero andante
a lo divino conducido por las sendas de existencia por una 'mano invisible e
intangible que lo estruja', todo ello despertó un eco en mi espíritu. Por acá y
allá, por Hispanoamérica, en conferencias a la juventud universitaria y al pueblo,
sus inquietudes y soluciones eran a menudo la médula de mis palabras, de
suerte que llegué aquella mañana a Hendaya como quien visita un santuario.
Estuve un par de días cerca de usted mirándole, escuchándole. Al partir una
tarde para París, llevé conmigo la satisfacción de poder querer más aún al
hombre que a sus escritos.
Dos imágenes han pasado desde entonces muy vivas en mi espíritu: la del
camino y la de la Cruz. La Cruz sobre el corazón palpitante y el Camino que es
superior a todo método. La realidad de ambos son mías también. A ellos debo lo
que soy. Día a día reanudo la aventura por el Camino con la Cruz.
Los nueve meses de mi estada en Europa los dividí entre visitas a mis
padres y familiares en las montañas de Escocia celta, conferencias en
universidades inglesas, y cuatro meses en Bonn junto a Karl Barth. Con éste
llegué a intimar mucho. Conversamos mucho de usted. Creo que Barth y los de su
grupo, Brunner de Zurich, Bultmann de Marburgo y Gogarten de Jena van a
devolver al pensamiento teológico el concepto del Dios viviente y creador de
los profetas y de Pablo y de Kierkegaard, el Dios y Padre de Nuestro Señor
Jesucristo. Creo, sin embargo, que son un tanto intelectualistas y desprecian
demasiado el corazón. Pascal tenía lo que ellos y algo más. Pero que sigan en
sus arremetidas contra el Dios que es pura Idea o Gran Encarcelado…
Dice Escobar "que no podía ser más elocuente y explícito el
reconocimiento de Mackay hacia Unamuno. Y precisamente algunos de los temas que
toca en esta carta y que amplía en varios otros escritos, han sido temas que la
reflexión teológica evangélica ha asumido en América Latina".
Desde su encuentro inicial con Unamuno en Salamanca, Mackay se convirtió en
un difusor del pensamiento y de la persona de Miguel de Unamuno, tanto en
América Latina como en los Estados Unidos. Se dice que Mackay utilizaba las
conferencias sobre Miguel de Unamuno para entrar con mayor facilidad en los
ámbitos universitarios de América Latina, tanto como misionero en Lima como
conferencista en la Asociación Cristiana de jóvenes en el período 1916-1932.
Cuando todavía se desconocía la figura de Unamuno fuera de España, Mackay
escribió su tesis para un doctorado en la Universidad de San Marcos de
Lima, titulada: Don Miguel de Unamuno: su personalidad, obra e
influencia, que fue leída en 1918, y con la que obtuvo el título de
doctor en filosofía.
En diversos pasajes de El otro Cristo español Mackay cita a
Unamuno, así que os invito a su lectura.
En la próxima entrega continuaré descubriendo otros aspectos de la vida y
obra de Juan Mackay que han llamado mi atención.
Fuente: Protestantedigital, 2017
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