Por.
Gabriel Jaraba, España
Cuando
me preguntan si Dios existe respondo que no. Mi interlocutor se sorprende
entonces porque me sabe creyente. Me mira de soslayo porque cree que le estoy
gastando una broma o trato de introducirle en un juego de palabras con
pretensiones de teología barata. No es así, se lo digo sinceramente. No, Dios
no existe, insisto. Dios no existe como existen las cosas, como existimos
nosotros y como existe el mundo y el universo. Dios no existe, Dios Es.
Debo
reconocer que empecé a tomarme la Biblia en serio cuando descubrí, de repente,
en Éxodo 3:14, la respuesta que Dios da a Moisés cuando éste le pregunta Su
nombre. “Yo soy el que soy”. El Creador fue veraz, claro y contundente, y no
puso delante del guía de Israel una paradoja o un enigma. “Así dirás a los
hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros”. En el momento en que leí con
atención aquellas líneas me cayó un velo de los ojos. Dicen quienes consideran
la religión superchería que la Biblia no es más que una colección de textos
primitivos pergeñados por rudimentarios pastores de ganado en un tiempo remoto.
Pues quien escribió esos versículos sabía muy bien lo que estaba escribiendo y
era plenamente consciente de lo que decía: se anticipaba en por lo menos tres
mil años a los filósofos de la actualidad que han llegado a darse cuenta –¡por
fin!—de que el problema fundamental de la existencia humana no es la pregunta
de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos sino otra muy distinta y
anterior: por qué hay algo en lugar de no haber nada.
Hasta
el momento de aquel descubrimiento –a buenas horas para alguien que se precia
de ser lector voraz—yo recurría más a menudo a los Upanishads y los Vedas
indios que a la Santa Biblia en busca de inspiración, esclarecimiento y
meditación. Me constaba, como a tantos otros buscadores, que los sabios
ancestrales de los bosques del subcontinente indio habían hecho un esfuerzo
titánico por comprender y expresar la trascendencia de la vida sin antecedentes
en la humanidad civilizada. Pero no sospechaba que el Dios del Éxodo se
expresara con conceptos semejantes a los del Dios al que se hace referencia en
los antiguos textos indios. Yo soy el Ser, Yo soy el que soy porque soy el
único que es; lo que existe es mi creación pero yo resido fuera de los avatares
del existir y no hay quien pueda existir verdaderamente sin mi ser. Yo, el que
soy, origen y final de todo lo existente, soy más que la existencia, soy el
mero ser, el ser en el que los hijos de mi creación pueden llegar a ser y así
cumplir la realización del Ser: a mi imagen y semejanza. Mezclo aquí el tono y
el discurso veterotestamentario y el upanishádico para poner de relieve lo que
deseo destacar, y que me perdonen los estudiosos y verdaderos expertos de uno y
otro texto.
La
cuestión del ser y el existir no es un problema reservado a los filósofos o a
quienes gustan de la reflexión detenida. Es fundamental para cualquier persona
que desee ver más allá de las apariencias, porque lo esencial se esconde
siempre a la simple vista y porque sin llegar a sospechar lo que puede
significar ser se está lejos de comprender el tremendo alcance del “a imagen y
semejanza” según el que fuimos creados y la descomunal responsabilidad que ello
implica. Que ello no es una cuestión baladí nos lo muestra que precisamente esa
manifestación divina como El que Soy figura precisamente en el primer libro de
la Biblia y en el momento fundacional de la epopeya del pueblo elegido (vaya
con los rudimentarios pastores que escribían leyendas absurdas entre cabra y
cabra).
Que
Dios es en lugar de “limitarse” a existir es una magnífica noticia. Ello impìde
que sea capturado por la conceptualización de la mente humana –“Si lo
comprendes no es Dios”, San Agustín—y por lo tanto convertido en… un ídolo.
Dios es y no puede ser reducido a una idea, a una imagen, a un concepto;
incluso aceptando los atributos que se le adjudican para aproximarse a su Ser
–padre, madre, creador, fuente de vida, torrente de misericordia—hay que
convenir que se trata de muletas auxiliares de cierto nivel de comprensión.
Pero ese Dios que es no es un “Deus absconditus”, no es un Dios que se esconde,
y tampoco un Dios de los filósofos que hay que descubrir mediante la
argumentación reflexiva. Dios es el ser, no una idea. No, Dios es un Dios que
siendo el único que verdaderamente es es un ser personal que se deja interpelar
por un tipo de dudosa catadura, un pastor de ovejas refugiado en una tribu que
hubo de salir pitando de Egipto y de su aristocrática familia adoptiva porque
en un ataque de ira se echó al cuello de un esbirro cruel y se lo cargó in situ
y al instante.
Hay
más: imagínese el lector que usted o yo nos encontramos nada menos que frente a
frente con Dios y este nos encarga que realicemos una misión. No quiero ni
pensar el asombro aterrorizado, temblor de piernas incluido, o el arrobamiento
emocionado que de un modo u otro nos podrían asaltar. Sin embargo, Moisés no se
anda con chiquitas: al recibir el encargo divino no se le ocurre otra cosa que
decir algo así como “sí bueno, bueno, Dios, eso está muy bien y lo voy a hacer,
por supuesto, pero cuando descienda del monte y me encuentre frente a mi gente,
a ver con qué autoridad les insto a cumplir lo que mandas. Porque tú estarás
aquí en lo alto del monte y no se te puede ver sin perecer, y en cambio yo soy
el que va a tener que dar la cara allá abajo”. Cuando comento este pasaje con
alguien le hago ver que hay que tener mucho valor para discutir con Dios y
mucho más cuando uno es tartamudo como lo era Moisés. Y Dios no le fulmina con
un rayo ni le niega la respuesta: Yo soy el que soy, Yo soy. Fin de la
discusión. Hay algo en ese episodio que me resulta enternecedor, Dios
todopoderoso frente a frente con un tipejo tartaja al que elige para llevar al
pueblo elegido a su destino, y va y se encuentra con que en lugar de echarse a
temblar arrebatado por el singular suceso, se le encara y le pregunta su nombre
porque si no a ver cómo se va a explicar ante la gente. Es precisamente en esa
rendija de familiaridad, no exenta de ironía y de cierto humor denotado por lo
peculiar de la situación, donde se me revela la verdad de la no existencia de
Dios sino de su Ser y de la verdad de ese Ser.
Sí,
ya sé que tal como piensan algunos investigadores es probable que Moisés no
escribiera el libro del Éxodo. Sí, ya sé que el género literario al que ese
texto pertenece se expresa en términos épicos y legendarios. Pero también sé,
como escritor que soy, que la mejor manera de contar una verdad es hacerlo
relatando una mentira. Y el autor del Éxodo sabía lo que escribía, sabía lo que
se decía y supo cómo poner negro sobre blanco algo fundamental e imprescindible
para que pudiera ser revelada la verdad que pretendía comunicar.
Dios
no existe, existen los ídolos. Al racionalista que nos pide pruebas de la
existencia de Dios podemos mostrarle la escasa fiabilidad de alguien o algo que
pudiera ser probado. Si existe puede dejar de hacerlo; si es un ser existente
puede mentir, porque mentir es, como refiere Nietzsche, la característica sine
qua non de la mente razonante (“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”).
La fe no es por tanto absurda sino un acto supremo de razón que toma en
consideración muy seriamente el calibre del asunto del que se está tratando.
Dios
no existe sino que es, y va y se lo dice a la cara a un pastor fugitivo de la
justicia que ha asesinado a un tipo, un sujeto tartamudo pero lo bastante
descarado como para discutir con el ser supremo. Menuda teofanía, qué enorme
vértigo suscita este relato y qué revelación incomparable. Es el sabor de la
verdadera libertad, es decir, el atisbo de lo que los indios llamaron la
realización del Ser y nosotros, salvación. Dios no existe, afortunadamente, y
él mismo nos lo dice personalmente. Aleluya.
Fuente:
Lupaprotestante, 2017
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