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viernes, 10 de febrero de 2017

Dios no existe



Por. Gabriel Jaraba, España
Cuando me preguntan si Dios existe respondo que no. Mi interlocutor se sorprende entonces porque me sabe creyente. Me mira de soslayo porque cree que le estoy gastando una broma o trato de introducirle en un juego de palabras con pretensiones de teología barata. No es así, se lo digo sinceramente. No, Dios no existe, insisto. Dios no existe como existen las cosas, como existimos nosotros y como existe el mundo y el universo. Dios no existe, Dios Es.
Debo reconocer que empecé a tomarme la Biblia en serio cuando descubrí, de repente, en Éxodo 3:14, la respuesta que Dios da a Moisés cuando éste le pregunta Su nombre. “Yo soy el que soy”. El Creador fue veraz, claro y contundente, y no puso delante del guía de Israel una paradoja o un enigma. “Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros”. En el momento en que leí con atención aquellas líneas me cayó un velo de los ojos. Dicen quienes consideran la religión superchería que la Biblia no es más que una colección de textos primitivos pergeñados por rudimentarios pastores de ganado en un tiempo remoto. Pues quien escribió esos versículos sabía muy bien lo que estaba escribiendo y era plenamente consciente de lo que decía: se anticipaba en por lo menos tres mil años a los filósofos de la actualidad que han llegado a darse cuenta –¡por fin!—de que el problema fundamental de la existencia humana no es la pregunta de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos sino otra muy distinta y anterior: por qué hay algo en lugar de no haber nada.
Hasta el momento de aquel descubrimiento –a buenas horas para alguien que se precia de ser lector voraz—yo recurría más a menudo a los Upanishads y los Vedas indios que a la Santa Biblia en busca de inspiración, esclarecimiento y meditación. Me constaba, como a tantos otros buscadores, que los sabios ancestrales de los bosques del subcontinente indio habían hecho un esfuerzo titánico por comprender y expresar la trascendencia de la vida sin antecedentes en la humanidad civilizada. Pero no sospechaba que el Dios del Éxodo se expresara con conceptos semejantes a los del Dios al que se hace referencia en los antiguos textos indios. Yo soy el Ser, Yo soy el que soy porque soy el único que es; lo que existe es mi creación pero yo resido fuera de los avatares del existir y no hay quien pueda existir verdaderamente sin mi ser. Yo, el que soy, origen y final de todo lo existente, soy más que la existencia, soy el mero ser, el ser en el que los hijos de mi creación pueden llegar a ser y así cumplir la realización del Ser: a mi imagen y semejanza. Mezclo aquí el tono y el discurso veterotestamentario y el upanishádico para poner de relieve lo que deseo destacar, y que me perdonen los estudiosos y verdaderos expertos de uno y otro texto.
La cuestión del ser y el existir no es un problema reservado a los filósofos o a quienes gustan de la reflexión detenida. Es fundamental para cualquier persona que desee ver más allá de las apariencias, porque lo esencial se esconde siempre a la simple vista y porque sin llegar a sospechar lo que puede significar ser se está lejos de comprender el tremendo alcance del “a imagen y semejanza” según el que fuimos creados y la descomunal responsabilidad que ello implica. Que ello no es una cuestión baladí nos lo muestra que precisamente esa manifestación divina como El que Soy figura precisamente en el primer libro de la Biblia y en el momento fundacional de la epopeya del pueblo elegido (vaya con los rudimentarios pastores que escribían leyendas absurdas entre cabra y cabra).
Que Dios es en lugar de “limitarse” a existir es una magnífica noticia. Ello impìde que sea capturado por la conceptualización de la mente humana –“Si lo comprendes no es Dios”, San Agustín—y por lo tanto convertido en… un ídolo. Dios es y no puede ser reducido a una idea, a una imagen, a un concepto; incluso aceptando los atributos que se le adjudican para aproximarse a su Ser –padre, madre, creador, fuente de vida, torrente de misericordia—hay que convenir que se trata de muletas auxiliares de cierto nivel de comprensión. Pero ese Dios que es no es un “Deus absconditus”, no es un Dios que se esconde, y tampoco un Dios de los filósofos que hay que descubrir mediante la argumentación reflexiva. Dios es el ser, no una idea. No, Dios es un Dios que siendo el único que verdaderamente es es un ser personal que se deja interpelar por un tipo de dudosa catadura, un pastor de ovejas refugiado en una tribu que hubo de salir pitando de Egipto y de su aristocrática familia adoptiva porque en un ataque de ira se echó al cuello de un esbirro cruel y se lo cargó in situ y al instante.
Hay más: imagínese el lector que usted o yo nos encontramos nada menos que frente a frente con Dios y este nos encarga que realicemos una misión. No quiero ni pensar el asombro aterrorizado, temblor de piernas incluido, o el arrobamiento emocionado que de un modo u otro nos podrían asaltar. Sin embargo, Moisés no se anda con chiquitas: al recibir el encargo divino no se le ocurre otra cosa que decir algo así como “sí bueno, bueno, Dios, eso está muy bien y lo voy a hacer, por supuesto, pero cuando descienda del monte y me encuentre frente a mi gente, a ver con qué autoridad les insto a cumplir lo que mandas. Porque tú estarás aquí en lo alto del monte y no se te puede ver sin perecer, y en cambio yo soy el que va a tener que dar la cara allá abajo”. Cuando comento este pasaje con alguien le hago ver que hay que tener mucho valor para discutir con Dios y mucho más cuando uno es tartamudo como lo era Moisés. Y Dios no le fulmina con un rayo ni le niega la respuesta: Yo soy el que soy, Yo soy. Fin de la discusión. Hay algo en ese episodio que me resulta enternecedor, Dios todopoderoso frente a frente con un tipejo tartaja al que elige para llevar al pueblo elegido a su destino, y va y se encuentra con que en lugar de echarse a temblar arrebatado por el singular suceso, se le encara y le pregunta su nombre porque si no a ver cómo se va a explicar ante la gente. Es precisamente en esa rendija de familiaridad, no exenta de ironía y de cierto humor denotado por lo peculiar de la situación, donde se me revela la verdad de la no existencia de Dios sino de su Ser y de la verdad de ese Ser.
Sí, ya sé que tal como piensan algunos investigadores es probable que Moisés no escribiera el libro del Éxodo. Sí, ya sé que el género literario al que ese texto pertenece se expresa en términos épicos y legendarios. Pero también sé, como escritor que soy, que la mejor manera de contar una verdad es hacerlo relatando una mentira. Y el autor del Éxodo sabía lo que escribía, sabía lo que se decía y supo cómo poner negro sobre blanco algo fundamental e imprescindible para que pudiera ser revelada la verdad que pretendía comunicar.
Dios no existe, existen los ídolos. Al racionalista que nos pide pruebas de la existencia de Dios podemos mostrarle la escasa fiabilidad de alguien o algo que pudiera ser probado. Si existe puede dejar de hacerlo; si es un ser existente puede mentir, porque mentir es, como refiere Nietzsche, la característica sine qua non de la mente razonante (“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”). La fe no es por tanto absurda sino un acto supremo de razón que toma en consideración muy seriamente el calibre del asunto del que se está tratando.
Dios no existe sino que es, y va y se lo dice a la cara a un pastor fugitivo de la justicia que ha asesinado a un tipo, un sujeto tartamudo pero lo bastante descarado como para discutir con el ser supremo. Menuda teofanía, qué enorme vértigo suscita este relato y qué revelación incomparable. Es el sabor de la verdadera libertad, es decir, el atisbo de lo que los indios llamaron la realización del Ser y nosotros, salvación. Dios no existe, afortunadamente, y él mismo nos lo dice personalmente. Aleluya.

Fuente: Lupaprotestante, 2017

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